Lunes de la XIII Semana del Tiempo Ordinario

Am 2, 6-10.13-16; Mt 8, 18-22

El profeta Amós era del sur, de Judea, y fue enviado por Dios al reino del norte, Israel.  Por aquella época Israel gozaba de prosperidad y todo parecía funcionar bien.  Un cambio hacia el norte ordinariamente hubiera sido deseable, pero no para Amós, pues él sabía que entre toda la riqueza del reino del norte había una gran corrupción.  Dios lo llamó a predicar ahí el arrepentimiento, lo cual no era una tarea agradable.  El tenía que proclamar ante el pueblo que su injusticia y su opresión de los pobres era una burla práctica contra la fe que profesaban.  Ellos se consideraban como el pueblo escogido de Dios, pero Amós tuvo que recordarles que esa elección carecía de sentido, si no vivían de acuerdo con la ley de Dios.

Amós entra en escena alrededor del año 670 antes de Cristo, y con todo eso, es un profeta contemporáneo.  Aun a pesar de las dificultades económicas de nuestro tiempo, podemos decir que nuestra sociedad es próspera.  Y la prosperidad contribuye a hacer cómoda la religión.  ¿Por  qué no ser religioso, cuando todo parece cómodo?  Además, la prosperidad puede contribuir a la autoprotección.  Una vez que se han probado las comodidades de «la buena vida», uno no quiere desprenderse de ellas.  Pero la autoprotección conduce también a la explotación de los demás.

Es muy probable que pensemos que nosotros no encajamos en este cuadro de la prosperidad y yo no soy Amós para convencerlos de lo contrario.  Pero, seamos ricos o pobres, debemos escuchar el mensaje de Amós como un desafío a nuestras actitudes y a nuestras acciones.  ¿Qué tanto valor les damos a las comodidades que podemos comprar con dinero?  ¿En dónde tenemos puesto el corazón?  ¿Nos conformamos con satisfacer las necesidades sencillas de la vida o buscamos siempre más?  Si fuera necesario ¿querríamos imitar a Jesús, que no tenía en dónde reclinar su cabeza?

Es muy bueno que escuchemos las palabras de Amos.  Así, no seremos culpables de injusticia o de opresiones, si vivimos según el mensaje fundamental del profeta, que consiste en esto: cumplir la ley de Dios y su voluntad es la única forma de vivir.

INMACULADO CORAZÓN DE LA VIRGEN MARÍA

Lc 2, 41-51

La liturgia propone esta memoria al día siguiente de la gran fiesta del Corazón de Jesús. Así, tras la solemnidad en que se celebra el corazón abierto del Salvador, hacemos un recuerdo más discreto del corazón de la madre, la toda-santa, la obra primorosa del Espíritu.

  • El corazón de María

El símbolo «corazón de María» nos evoca el mundo de sentimientos de la Madre del Señor: ella conoce la alegría desbordante, pero también la turbación, el desgarro, las zozobras y angustias. María es asimismo la creyente que «guarda y medita en su corazón» los momentos de la manifestación de Jesús, ya en el nacimiento, o más tarde en la primera Pascua del niño ; el corazón de María aparece entonces como «la cuna de toda la meditación cristiana sobre los misterios de Cristo» María es, además, modelo del verdadero discípulo, que escucha la Palabra, la conserva en el corazón y da fruto con perseverancia. María es, en fin, la mujer nueva que vive sin reservas ni cálculos el don y los afanes del amor: «el corazón de María es su amor»; «su corazón es el centro de su amor a Dios y a los hombres» (Antonio Mª Claret).

Vamos a desarrollar este último punto, comenzando por el amor a Dios. Si a María le hubieran abierto alguna vez las venas, quizá le habría sucedido, y con más razón, lo que se cuenta de un místico: le abrieron las venas, y la sangre, al caer, en vez de formar un charco, trazaba unas letras, que iban componiendo un nombre, el nombre de Dios. Hasta ese punto lo llevaba metido en su propia sangre. Tan «perdidamente» enamorado de él estaba.

María, bajo el título de su Corazón, nos muestra que la vida cristiana no estriba ante todo en someterse a una ley, asentir a un sistema doctrinal, cumplir un ritual en que se honra a Dios con los labios. Ser cristianos es vivir una relación de acogida, confianza y entrega al Dios vivo; es una adhesión personal a Cristo, Desde ahí se vivirá la obediencia a la voluntad de Dios, se acogerá la enseñanza del Evangelio, se adorará a Dios en espíritu y verdad.

Sobre el amor de María a los hombres nos habla el Papa Juan Pablo II. Jesús —decía el Papa en la encíclica Dives in misericordia, n. 9— manifestó su amor «misericordioso» ante todo en el contacto con el mal moral y físico. En ese amor «participaba de manera singular y excepcional el corazón de la que fue Madre del Crucificado y del Resucitado… En ella y por ella, tal amor no cesa de revelarse en la historia de la Iglesia y de la humanidad. Tal revelación es especialmente fructuosa, porque se funda, por parte de la Madre de Dios, sobre el tacto singular de su corazón materno, sobre su sensibilidad particular, sobre su especial aptitud para llegar a todos aquellos que aceptan más fácilmente el amor misericordioso de parte de una madre».

Pero el papa invita en otro lugar a destacar sobre todo el amor preferencial por los pobres: «La Iglesia, acudiendo al corazón de María, a la profundidad de su fe, expresada en las palabras del Magnificat, renueva cada vez mejor en sí la conciencia de que no se puede separar la verdad sobre Dios que salva, sobre Dios que es fuente de todo don, de la manifestación de su amor preferencial por los pobres y los humildes, que, cantado en el Magnificat, se encuentra luego expresado en las palabras y obras de Jesús» (Redempioris Mater, n. 37).

El corazón de María se muestra así como un corazón dilatado y poblado de nombres, en especial de los nombres de los últimos. Por eso la presentarán algunos como la mujer toda corazón.

Sagrado Corazón de Jesús

Lc 15, 3-7

Acabamos de escuchar, hermanos, la proclamación de la Palabra de Dios, que ilumina a nuestra celebración y, a su vez, la hemos escuchado desde la perspectiva de nuestra celebración, que le da como un sello o como un enmarcamiento especial a la Palabra.

En definitiva estamos celebrando en la solemnidad del Sagrado Corazón, lo sabemos, el amor infinito de Dios, «Dios es amor», amor expresado en Cristo: «tanto amó Dios al mundo que le dio a su propio Hijo», y amor representado gráficamente en su Corazón.

Prácticamente todas las culturas humanas miran el corazón humano no simplemente en su materialidad como un órgano, músculo que bombea la sangre, sino que con el corazón expresan lo más radical, lo más íntimo, lo más vital del hombre y de toda otra realidad.  Con el corazón concretamente se expresa gráficamente el amor.  Casi no hay canción de amor en que no aparezca la palabra «corazón», y el dibujo simplificado de un corazón inmediatamente nos comunica la idea del amor.

Así pues, la imagen del Corazón de  Jesús nos está diciendo «Amor»:  en el amor del Padre que lo envió, el propio amor de Cristo, el de quien «habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo», y también, cómo no, expresa el amor del Espíritu Santo, que es el amor sustancial en la Trinidad, que «hace»  y unge a Cristo, que  «fue hecho hombre por obra del Espíritu Santo»; «el Espíritu Santo está sobre mí porque me ha ungido».  Lo oíamos en la segunda lectura: «Dios ha difundido su amor en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que Él mismo nos ha dado» y más adelante: «la prueba de que Dios nos ama está en que Cristo murió por nosotros cuando aún éramos pecadores».

La primera lectura, como profética, y la lectura evangélica, como cumplimiento de esa profecía, nos presenta otra imagen del amor, imagen muy apreciada por todas las generaciones cristianas: El Buen Pastor.

Con qué detalladas expresiones el profeta Ezequiel nos hace presente las distintas acciones amorosas del Pastor: «Iré a buscar mis ovejas y velaré por ellas», «las sacaré… las congregaré, las traeré… las apacentaré, «buscaré a la oveja perdida… curaré la herida… robusteceré a la débil… a la sana la cuidaré».

Todo esto se realiza históricamente y se concretiza en Cristo Señor, y hoy Él mismo nos lo recordó en la parábola de las 100 ovejas.  La palabra «alegría» apareció por tres veces.  ¡Y cómo no! ¡Es la fiesta del Amor!

Pero no sólo tiene que ser la fiesta del amor que se contempla y se admira: tiene que ser la fiesta del amor que se agradece, la fiesta del amor que quiere corresponder al llamado, es la fiesta del amor que quiere ser misericordiosamente un reflejo del amor de Dios en Cristo.

La imagen gráfica de su Corazón nos habla de su amor maravilloso.  Que nos hable también de nuestras faltas de correspondencia para corregirlas; de nuestras tibiezas, para encenderlas; de nuestros egoísmos, para irlos destruyendo.  Nos habla del amor del Buen Pastor para invitarnos a que, con Él, tratemos de ser, cada uno según su vocación, buenos pastores.

NATIVIDAD DE SAN JUAN BAUTISTA

Lc 1, 57-66. 80

La misión del profeta casi siempre es dolorosa. Se necesita tiempo, reposo y calma interior para sopesar y escuchar lo que Dios pueda decirnos. Todo profeta -cada uno lo somos- pasa por momentos de desaliento y desánimo.

Profeta no es quien adivina el futuro, sino aquel que conociendo el pasado, sacando sus lecciones, interpreta el presente con serenidad, con vistas a un futuro esperanzado y mejor. Por eso digo: todos somos profetas: conocedores de un mensaje, de una historia, con sus partes negativas, y que no deberíamos repetir. Hemos sido elegidos para ser portadores de luz, de libertad, de fraternidad. “Luz para las naciones”, “llevar la salvación allá donde estemos o vayamos”. Es nuestro reto; como lo fue el de Jesús. Se trata de escuchar, de encontrar el apoyo en Dios, de no ser pretenciosos ni engreídos, abrirnos a la LUZ.

Encontrar en Jesús -como lo hizo la comunidad primitiva cuando escuchó este texto y que hoy podemos aplicar también a Juan, el bautista-, la Luz para ver más y mejor, ver más lejos y más hondo, con mayor sinceridad y más despojo, con más veracidad y entrega, es lo que nosotros, cristianos, podemos ofrecer a los demás…aunque no crean lo mismo.

Cuesta adaptar la visión interior al foco luminoso de Jesús. Al principio, es una luz cegadora, pero poco a poco, la realidad entorno va adquiriendo su auténtica dimensión y claridad, porque nuestro interior es más diáfano con Jesús.

“La verdad expresada antes de tiempo siempre es peligrosa”. Los profetas lo sabían bien, lo experimentaron en carne propia. La Iglesia es tierra de profetas.

Juan es su nombre

Desconcierto generalizado ante aquel cambio de nombre. Típico: cuando Dios tiene reservada una misión para alguien, lo primero que hace es cambiarle el nombre. Es una forma de expresar la novedad, porque cada nombre tiene un significado que va más allá de lo puramente familiar.

Por eso, antaño, los religiosos y religiosas, se cambiaban de nombre al iniciar una nueva etapa en su vida. Los papas siguen haciéndolo. Por tanto, no es de extrañar la extrañeza del vecindario cuando Zacarías dijo: Juan es su nombre. Se rompía la tradición familiar. Comenzaba una etapa nueva. Aquel niño, ¿qué iba a ser? ¿qué significado tenía ese giro nominal? Habría de pasar tiempo para saberlo.  Juan se convertiría en el eslabón unitivo de esa larga cadena entre lo antiguo y lo nuevo.

Es bueno saber qué significa el nombre bautismal que eligieron nuestros padres; y de él, ver si nuestra vida se corresponde con ese significado y comprender mejor nuestra misión en el mundo.

Aunque, la verdad, a veces hay nombres que no suenan muy bien que digamos… Se tratará entonces de que sepamos darle vida y contenido con nuestra personalidad y con nuestros actos… Si lo hacemos bien, pronto veremos que nos “hemos singularizado” más allá del nombre recibido… Claro que no todo podemos someterlo al significado de nuestro nombre, pero sí podemos darle “un estilo nuevo”.

Miércoles de la XII Semana del Tiempo Ordinario

Mt 7, 15-20

Injertados en Cristo con el Bautismo, los cristianos hemos recibido gratuitamente de Él el don de la vida nueva; y gracias a la Iglesia podemos permanecer en comunión vital con Cristo.

Es necesario mantenerse fieles al Bautismo, y crecer en la amistad con el Señor mediante la oración, la escucha y la docilidad a su Palabra, leer el Evangelio, la participación a los Sacramentos, especialmente a la Eucaristía y a la Reconciliación.

Si uno está íntimamente unido a Jesús, goza de los dones del Espíritu Santo, que, como nos dice san Pablo, son «amor, alegría y paz, magnanimidad, afabilidad, bondad y confianza, mansedumbre y temperancia» (Gal 5,22); y en consecuencia hace tanto bien al prójimo y a la sociedad, como un verdadero cristiano.

De estas actitudes, de hecho, se reconoce que uno es un verdadero cristiano, así como por los frutos se reconoce al árbol.

Los frutos de esta unión profunda con Jesús son maravillosos: toda nuestra persona es trasformada por la gracia del Espíritu: alma, inteligencia, voluntad, afectos, y también el cuerpo, porque somos unidad de espíritu y cuerpo.

Recibimos un nuevo modo de ser, la vida de Cristo se convierte también en la nuestra: podemos pensar como Él, actuar como Él, ver el mundo y las cosas con los ojos de Jesús.

Entonces, con su corazón, como Él lo ha hecho, podemos amar a nuestros hermanos, a partir de los más pobres y sufrientes, y así dar al mundo frutos de bondad, de caridad y de paz.

Confiémonos a la intercesión de la Virgen María, para que podamos ser sarmientos vivos en la Iglesia y testimoniar de manera coherente nuestra fe, coherencia de vida y de pensamiento. De vida y de fe. Conscientes que todos, según nuestras vocaciones particulares, participamos de la única misión salvífica de Jesucristo.

Martes de la XII Semana del Tiempo Ordinario

Mt 7, 6; 12-14

A finales del siglo VII antes de Cristo, Jerusalén está sitiada por los asirios. Senaquerib, el rey de Asiria, está seguro de que la ciudad caerá en sus manos, como ha ocurrido con las demás ciudades a las que ha sometido poco antes. De nada le valdrá fiarse de su Dios, también los demás dioses han sido impotentes para librar a las otras ciudades.

El rey Ezequías se siente atemorizado y ora al Dios de Israel, ante quien despliega la carta en la que figuran las amenazas de su enemigo. En su oración invoca al Dios Creador y ensalza su incomparable superioridad sobre los dioses de las naciones vecinas, que no merecen siquiera ese nombre, pues son hechura de manos humanas.

El profeta Isaías asegura a Ezequías que Dios ha escuchado su oración y que salvará a la ciudad de esa invasión que parece inminente. Y lo hará “por mi honor y el de David, mi siervo”. Es un motivo recurrente en el AT: Dios aparece ante todo como un Dios celoso de su propia gloria, y un Dios que salva al pueblo cuando éste es fiel a sus mandatos; cuando no, lo castiga con la derrota. No es ésta la única imagen de Dios que podemos ver en el AT, pero sí predomina en un largo período de su historia.

No obstante, ese Dios celoso obra en virtud del compromiso adquirido con su pueblo. Es un Dios fiel a sus promesas y a la alianza pactada con David, su siervo. Es perfectamente coherente acogerse a É fiándose enteramente de esas promesas y de esa alianza. Nunca se desdecirá de lo que dijo a los antepasados. Esa fidelidad a sí mismo y a su pueblo es una constante en toda la historia de la salvación, y sigue siendo el fundamento de nuestra fe y de nuestra confianza en él.

Hacer el bien siguiendo a Jesús, aun cuando resulte penoso

El sermón del monte está a punto de concluir. Jesús proclama a quienes lo escuchan que hay que llevar a la práctica las enseñanzas recibidas a lo largo de ese discurso que les ha dirigido. Habla de dos puertas y dos caminos, idea que encontramos con frecuencia en el Antiguo Testamento. La puerta que abre a la vida es estrecha y el camino que conduce a ella es también penoso.

Jesús se está refiriendo a las penalidades que tendrán que soportar los discípulos para entrar en la vida, es decir, para disfrutar de la dicha que les prometió al hablar de las bienaventuranzas al comienzo de su discurso. El sermón del monte tiene exigencias radicales para sus oyentes; entre otras, la urgencia de seguir a Jesús, con los riesgos que de ello se derivan.

Como resumen de todo el sermón del monte, Mateo inserta aquí la regla de oro que aparece en diversos pasajes de la Escritura y en la que se concentra en cierto modo todo el pensamiento bíblico: “Tratad a los demás como queréis que ellos os traten; en esto consiste la ley y los profetas”. Se nos invita a tomar la iniciativa de hacer el bien, independientemente de lo que hagan los demás y sin esperar ninguna compensación por nuestro comportamiento. Si eso nos proporciona un trato amable por parte de los otros, bienvenido sea, pero no es lo que pretendemos en primera instancia. Hacemos el bien porque eso es bueno, y además porque así es como ha obrado siempre Jesús, que “pasó haciendo el bien”.

En resumen: ¿Confiamos en Dios también cuando nos va mal? ¿Tratamos de hacer el bien, cueste lo que cueste?

Lunes de la XII Semana del Tiempo Ordinario

Mt 7, 1-5

No juzgues ni condenes a nadie, pero adviérteles como verdaderos hermanos.

Las palabras de Jesús no imponen a sus discípulos la prohibición de formarse un juicio moral sobre la conducta del ser humano, lo que condena es todo intento de corregir a los demás antes de haberse aplicado a sí mismo esa norma de conducta. Juzgar se entiende por la inclinación que experimenta el ser humano a criticar y a encontrar defectos en el prójimo. El que no quiere saber nada de autocrítica ¿cómo puede ayudar a los demás? Quien practica la crítica implacable pierde toda lucidez. La viga en el propio ojo es la falta de amor con que se juzga a los demás, que impide toda visión objetiva. El primer paso es la sincera evaluación de las propias limitaciones. Sólo el que logra superar sus fallos personales puede alcanzar una visión suficientemente aguda como para ayudar a sus semejantes.  Mira cómo queda tu corazón: “El fruto de la paz – dice S. Ambrosio-, es la falta de confusión en el corazón”.

 “Hipócrita, ¡sácate primero la viga de tu ojo, y entonces…”. No es que cada uno vaya a lo suyo. La viga en tu ojo te impide para sacar la mota del ojo de tu hermano. El sacarse la viga no es sino para poder servir al hermano. El fin no es que no sufras la molestia. No es caer en el “ése es su problema”. Eso no es cristiano. Dios quiere la salvación de todos los hombres. La salvación de cada ser humano se nos encomienda. Es algo mucho más delicado que el sacar una “mota”…, el fin es poder servir al otro para su salvación. 

Sábado de la XI Semana del Tiempo Ordinario

Mt 6, 24-34

Dios no se olvida de nosotros, de ninguno de nosotros. De ninguno de nosotros, nos recuerda con nombre y apellido. Nos ama y no se olvida. Que hermoso es pensar en esto. Dice Jesús: «Miren los pájaros del cielo ellos no siembran ni cosechan, ni acumulan en graneros, y sin embargo, el Padre que está en el cielo los alimenta.… Miren los lirios del campo, cómo van creciendo sin fatigarse ni tejer. Yo les aseguro que ni Salomón, en el esplendor de su gloria, se vistió como uno de ellos». (Mt 6,26.28-29).

Pero pensando en tantas personas que viven en condiciones de precariedad, o incluso en la miseria que ofende su dignidad, estas palabras de Jesús podrían parecer abstractas, si no ilusorias.

En realidad son más que nunca actuales. Nos recuerdan que no se puede servir a dos patrones: Dios y la riqueza. Mientras cada uno busque acumular para sí, jamás habrá justicia.

Debemos escuchar bien esto, ¿eh? Mientras cada uno busque acumular para sí, jamás habrá justicia. Si en cambio, confiando en la providencia de Dios, buscamos juntos su Reino, entonces a nadie faltará lo necesario para vivir dignamente.

Un corazón ocupado por la furia de poseer es un corazón lleno de esta furia de poseer, pero vacío de Dios. Por eso Jesús ha advertido varias veces a los ricos, porque en ellos es fuerte el riesgo de colocar la propia seguridad en los bienes de este mundo, y la seguridad, la seguridad definitiva, está en Dios.

En un corazón poseído por las riquezas, no hay más espacio para la fe. Todo está ocupado por las riquezas, no hay lugar para la fe.

Si en cambio se deja a Dios el lugar que le espera, o sea el primer lugar, entonces su amor conduce a compartir también las riquezas, a ponerlas al servicio de proyectos de solidaridad y de desarrollo, como demuestran tantos ejemplos, también recientes, en la historia de la Iglesia.

Y así, la Providencia de Dios pasa a través de nuestro servicio a los demás, nuestro compartir con los demás. Si cada uno de nosotros no acumula riquezas solamente para sí sino que las pone al servicio de los demás, en este caso la Providencia de Dios se hace visible como un gesto de solidaridad.

Si en cambio alguien acumula solo para sí, ¿qué le pasará cuando será llamado por Dios? No podrá llevarse las riquezas consigo porque, sepan, la mortaja no tiene bolsillos.

Es mejor compartir, porque solamente llevamos al cielo aquello que hemos compartido con los demás.

Viernes de la XI Semana del Tiempo Ordinario

Mt 6, 19-23

Hay expresiones en nuestro mundo que encajan perfectamente con el pensamiento judío que muestran los evangelios.  Cuando una persona no es sincera, que es hipócrita o se deja llevar por la ambición, lo expresamos diciendo que camina con doble corazón.  Así expresan también el dolor y la intranquilidad que esto ocasiona.

Al contrario, cuando alguien es sincero y está contento, se le dice que tiene un solo corazón.

¿Cómo puede alguien ser feliz con un corazón apegado a las riquezas?  “Donde está tu tesoro ahí está tu corazón”, dice el Señor.  Esto contradice y está fuera de lugar del pensamiento y deseo actual que supone que con las riquezas llega la felicidad, pero es una clara aclaración de que el corazón humano no está hecho para permanecer esclavo de las cosas, sino para ser su dueño y señor.

El hombre fue creado para parecerse a Dios, que es dueño y Señor, que da vida y sostiene, que con generosidad y gratuitamente da a todos sus dones.

Cuando miramos a través del cristal del dinero, todo se cambia y pierde su sentido.  Si miramos a las personas con el signo de Euros, les quitamos su dignidad.  Si las riquezas prevalecen sobre la verdad, los engaños y los fraudes destruyen las relaciones.  Si importa más el negocio y las ganancias que la justicia, se rompen todos los lazos de la fraternidad y nos hacemos unos esclavos de los otros.

Todos experimentamos esta grave tentación del dinero, del bienestar y todo lo que traen las riquezas y buscamos justificar su posesión.  Pero hoy dejemos entrar estas palabras de Jesús en nuestro corazón y miremos si no han invadido las riquezas, como un cáncer, nuestro corazón.  No es necesario tener grandes riquezas para decir que nuestro corazón es esclavo de las riquezas.  El dinero también esclaviza y hace egoísta a los pobres.

Miremos nuestra relación con el dinero y los problemas que esto nos ocasiona, por ejemplo, en la misma familia, entre los amigos, entre los compañeros.  Muchas veces una amistad termina por la ambición de una de las partes.

Pidamos al Señor que tengamos un corazón libre, generoso, dispuesto al amor, que busquemos la verdadera libertad de nuestro corazón para seguir el camino del Señor.

Jueves de la XI Semana del Tiempo Ordinario

Mt 6, 7-15

La comunidad a la que se dirige el evangelio de Mateo es una comunidad cristiana de segunda generación en la que se va enfriando “el amor primero” con las consecuencias prácticas que esto tiene. Es necesario volver a presentar la vida de Jesús, sus hechos, su itinerario, la continuidad de su presencia a través del Espíritu, la misión de la Iglesia.

En este texto evangélico, Mateo presenta a la comunidad este relato de la vida de Jesús en la que nos propone una forma de dirigirse al Padre. Ellos, los judíos, estaban ya acostumbrados a rezar, Jesús resume toda su enseñanza en peticiones dirigidas al Padre marcadas por una experiencia profunda de filiación.

El Padre Nuestro es mucho más que una oración de petición. Esta forma de dirigirse Jesús a Dios como Padre, expresa toda la riqueza y hondura con la cual Jesús vivió la relación filial con su Padre, su modo de experimentar a Dios. Abba como expresión de cariño, confianza, ternura que son también atributos de Madre. Manifiesta así mismo, la nueva relación con Dios que debe caracterizar la vida de los creyentes.

A pesar de ser una oración tan repetida, se nos invita a no caer en la rutina, a crear un espacio interior desde donde captar toda la hondura que se expresa en la palabra Abba “papaíto” A abrir nuestro corazón a la caricia de Dios y desde ahí, abrir nuestros labios para el diálogo con Él.

Pero si la palabra PADRE  nos pone en conexión con nuestro ser más profundo y desde ahí entrar en intimidad con el Abba, la palabra NUESTRO nos conecta con todos los seres humanos, nos invita a sentirnos miembros de una comunidad mayor, a entrar en sintonía con los gritos de la humanidad, nos llama a estrechar, con acciones concretas, nuestras relaciones para hacerlas más fraternas, para que “nada de lo humano nos sea ajeno” y solo así, dispuesto nuestro corazón para acoger esas dos experiencias, iniciamos nuestra oración diaria PADRE NUESTRO.

Si seguimos desgranando las peticiones que dirigimos al Padre sentiremos una invitación a trabajar para construir aquí su Reino, para que no falte a nadie ni el Pan de la Eucaristía ni el pan que sustenta la vida de los seres humanos. Y recordamos que, en la medida que vivamos la experiencia de sentirnos perdonados por Dios nos será más fácil perdonar a nuestros hermanos y esta experiencia de perdón fortalecerá la paz de nuestro corazón.

Por último, recordamos nuestra fragilidad tantas veces experimentada, “no nos dejes caer en la tentación”. Deseamos, así se lo pedimos al Padre, que sostenga nuestra debilidad y fortalezca nuestra voluntad para que, “nos libre de todo mal” y como proclamó el profeta Ezequiel al pueblo de Israel, podamos cantar con nuestra vida” no adoréis a nadie más que a Él”.