Miércoles de la XI Semana del Tiempo Ordinario

Mt 6, 1-6; 16-18

Después de que Elías fuera arrebatado al cielo, a Eliseo le salía de las entrañas esta pregunta ¿Dónde está Dios? Es una pregunta constante en todo drama humano.

Recurriendo al antiguo catecismo del Astete, la respuesta que daba a esta pregunta era: “Dios está en el cielo, en la tierra y en todas las cosas”. De pequeños, nos hacían repetir esta respuesta de memoria, probablemente sin pararnos a pensar qué significaba.

En resumen, Dios está presente en todas las cosas, en cada situación humana, sea de alegría o de tristeza, de dolor o de gozo, en cada situación en la que se bendiga a Dios, Él está presente.

Está presente, mientras nosotros sufrimos, por medio de la cruz asumiendo nuestro dolor, y por medio del amor siendo para nosotros palabra de aliento y consuelo. Está presente cuando dedicamos nuestras manos al servicio de la caridad, siendo alimento para los más necesitados. Está presente por medio de nosotros cuando es el perdón lo que ofrecemos en medio de las tensiones.

Es el momento de buscar una respuesta adecuada a nuestra necesidad actual. La pregunta “¿Dónde está Dios?” se ha de transformar en otra cuestión: ¿Dónde quiero que esté Dios en mi vida? Porque en definitiva no es una cuestión de ubicación de Dios, sino de cómo me sitúo yo ante Dios. ¿Dónde sitúo a Dios en mi vida?

No es una pregunta que suponga una respuesta cómoda. La opción por Dios necesita de la incomodidad. Aunque por raro que nos parezca, requiere que nos desquicie. La búsqueda personal que supone la presencia de Dios es comprendida cuando salgo de mi estado de bienestar e intento responder afirmativamente a su llamada.

Oración, ayuno y solidaridad

El Evangelio comienza diciendo: “Cuidado de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos”. A veces, eso que llamamos nuestra justicia se transforma en desquite, venganza, narcisismo… Es como tomarse la justicia por su cuenta. No podemos pretender ser un escaparate donde se exponen nuestras formas de vidas, pero de alguna forma lo somos, cuando queremos ofrecer un testimonio del amor de Dios.

La propuesta de Jesús es la oración en silencio, apartada, sin escaparates, una oración sincera, que tenga que ver sólo contigo y con Dios. Este tipo de oración necesita de una justa intimidad, porque requiere de la lealtad y la fidelidad, de la constancia y la cercanía.

Otra propuesta de Jesús es el ayuno. No por razones terapéuticas, sino como una manera de sentir en tu piel las necesidades del pobre: hambre, desnudez, vulnerabilidad, desconsuelo… Sentir en tu piel las necesidades del pobre nos ayuda a comprender su situación, y a medir nuestras fuerzas y recursos para el compartir.

Y la limosna, entendida como el servicio solidario que prestamos desde la caridad, compartiendo con los más necesitados nuestros recursos, practicando así las obras de misericordia: dar de comer al hambriento, vestir al desnudo, consolar al triste…

En este tiempo hemos de dirigir la mirada en nuestras posibilidades de fe y compromiso por Dios, que nos alienta al servicio de la caridad. Por eso, nuestra presencia, y nuestra manera de nombrar a Dios será desde la solidaridad, y la alegría del compartir. Esta ha de ser nuestra oración.

Martes de la XI Semana del Tiempo Ordinario

M 5, 43-48

La terminación del pasaje del evangelio de hoy nos hace comprender nuestra debilidad y al mismo tiempo el mandato vocacional que hemos recibido: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto.” Esta exigencia de Jesús está enmarcada en el sermón de la montaña que venimos escuchando.  En los versículos del capítulo quinto del evangelio de San Mateo, proclamado el jueves de la semana pasada, encontramos la razón de ser: “Si no sois mejores que los letrados y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos.” El referente de la perfección no es la ley, sino el mismo Dios. Eso ya se había indicado a los hijos de Israel: “Vosotros sed santos, porque yo, vuestro Dios, soy santo.” Fijando su mirada en la letra de la ley se olvidan del Legislador. Se remitían a la ley olvidándose del Dador de la ley.

Este pasaje del libro primero de los Reyes pone de manifiesto el olvido Dios en el día a día, dejándolo al margen de los proyectos y propósitos que tenemos. Cuando esto ocurre la injusticia se hace presente y se usa el poder, recibido para llevar a cabo una encomienda, en este caso, el gobierno del pueblo de Dios (Ajab es rey de Israel), para servirse de él para conseguir sus fines.  Y así aparece el atropello del débil que apelando a sus derechos no cede a las peticiones reales. Mal aconsejado, en lugar de apegarse a los preceptos de Dios, presta oídos a los consejos afines con sus deseos. La consecuencia, cerrar los ojos a la justicia y dejar que por medios infames le consigan lo que desea. Parece que todo vale.

La voz del profeta Elías sale a su encuentro y denuncia en nombre del Señor el atropello. La advertencia es acogida: se rasga las vestiduras, viste sayal y ayuna en señal de penitencia.  Pero eso es algo puntual, no significa cambio de rumbo. De hecho el texto dice: “Y es que no hubo otro que se vendiera como Ajab para hacer lo que el Señor reprueba, empujado por su mujer Jezabel.”

La ley sin la referencia permanente al Legilador se torna un arma de dos filos. Al olvidarse de Dios, su salvador, la norma pierde vigencia y no afecta a la vida, porque incluso cumpliéndola, la letra mata por desconocer el espíritu de la misma.

No he venido a abolir sino a dar plenitud

No llega Jesús a derribar lo que está en pie, sino a levantar las tiendas caídas de Israel. Ha venido a llevar a la humanidad a la plenitud de su existencia. De ahí la exigencia de una mayor perfección. Marca la diferencia al colocar nuevamente en su lugar a Dios. En el centro de la vida, lugar del que ha sido retirado para situarse el hombre. Cuando esto ocurre aparecen las mayores contradicciones.

Por eso Jesús, en el sermón de la montaña lleva a su máxima expresión los mandatos de la ley. “Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo…” Esto parece que tiene carta de ciudadanía. Nos limitamos a atender a los que son de los nuestros. Favorecer a los que piensan y sienten como nosotros y a veces da la impresión que esto es compatible con el Evangelio. Nos puede ocurrir lo que a los letrados y fariseos: desconocen la misericordia y se centran en los que son sus disposiciones y tradiciones. Hay que amar a los que nos persiguen y calumnian. Hay que amar a todos.

Se trata de seguir el ejemplo que nos da Dios que en Jesucristo se ha revelado como la norma de vida para todo ser humano. No puede ser de otra manera. Sed santos porque yo, vuestro Dios, soy santo. Mirándose en Él, la letra ya no está muerta ni mata, porque habiéndonos centrado en Él, su vida es nuestra vida. Así debía haber sido para la totalidad de Israel, pero apartándose se descarrió. El resto fiel, firmemente apegado a Dios reconoce la plenitud de la ley en el amor a todos. Estos son los que acogen, se alegran ante la llegada del Reino y afirman con Jesús que sólo amando como somos amados todo cobra un sentido nuevo.

Hoy tenemos un reto: mostrar que la perfección consiste en amar a todos como Dios los ama. No hay distingos posibles en la determinación de amar. No amo desde mis planteamientos, sino que el deseo de amar se asienta en el mismo amor de Dios. Él va abriendo camino. El que es perfecto es el único modelo válido. No valen otros modelos.

¿Sintonizo desde la sintonía con Dios con cada ser humano sin dejar de lado a nadie?

¿Busco la perfección amando como Dios ama?

Lunes de la XI Semana del Tiempo Ordinario

M 5, 38-42

En la primera lectura se nos narra la historia de Nabot, de Yezrael. Desde que el mundo es mundo, el abuso de poder y los caprichos de los poderosos se pagan con la sangre y el sacrificio de los inocentes. Por otra parte, en nuestra mentalidad tal vez no se concibe que pierdas la vida por una propiedad a la que incluso te ofrecen intercambiarla sacándole buenos beneficios. Pero para un israelita la heredad de sus padres suponía la pertenencia a un clan, un derecho de ciudadanía y en muchos casos, el lugar donde reposaban los restos de los antepasados.

Nabot se niega a acceder a los deseos del rey para defender sus derechos, como lo han hecho y lo hacen tantos hermanos nuestros. Y lo más sarcástico de esta injusticia y de este pecado que se nos narra es que se hace en nombre de Dios y de su ley, proclamando un ayuno colectivo para “aplacar la ira de Dios”. Esto es algo que, por desgracia, se ha repetido y se repite también muchas veces a lo largo de la historia. 

Pero como nos dice el salmista, nuestro Dios no ama la maldad, ni el malvado es su huésped, ni el arrogante se mantiene en su presencia. Detesta a los malhechores, destruye a los mentirosos y aborrece a los sanguinarios y traicioneros. El pecado tiene sus consecuencias y siempre pasa factura.

Dios siempre nos escucha, atiende a nuestros gemidos y nos defiende del peligro. Él es nuestro verdadero Rey, que protege y defiende nuestros derechos. Él es nuestro verdadero y único Dios, que conoce nuestro corazón y nos libera del poder del pecado y de la muerte.

En el evangelio vemos a Jesús como nuestro gran Maestro, que no sólo no ha venido a abolir la Ley y los Profetas, sino que le da plenitud, la plenitud del Amor.

En este caso se trata de la ley del Talión. Una ley “justa” para evitar los excesos de venganza. Jesús nos introduce en el corazón del Padre, pues de allí salimos, y nos muestra una vez más, que la medida del amor es el amor sin medida (San Agustín). No sólo no quiere que no nos excedamos en la venganza sino que no anide en nuestro corazón ningún sentimiento malo.

Es fuerte poner la otra mejilla al que te abofetea, es más, nos parece inaudito y en la mayoría de los casos, cuando nos vemos en esas situaciones, nos vence la tentación de defendernos ante la ofensa. Pero Jesús no nos pide algo por lo que Él no haya pasado, pues ha sido probado en todo exactamente como nosotros, menos en el pecado dándonos ejemplo para que sigamos sus huellas; ofrecí mis espaldas a los que me golpeaban, mis mejillas a los que mesaban mi barba. Mi rostro no hurté a los insultos y salivazos.

Dios es amor; amor hasta el extremo. Él nos enseñó el Mandamiento: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Amarás al prójimo como a ti mismo. Estos dos mandamientos sostienen la Ley y los Profetas. No basta sólo cumplir, no basta sólo resistir al mal, hay que vencer al mal a fuerza de bien.

Señor, que tu Espíritu de Amor venga en ayuda de nuestra debilidad para vencer las tentaciones del odio y del egoísmo. Que tu Espíritu de Amor nos haga vivir la caridad que es paciente, amable, que no lleva cuentas del mal, que aguanta sin límites y todo lo soporta. Derrama sobre nosotros tu Espíritu de Amor para que el testimonio de nuestra vida haga creíble el Evangelio.

San Bernabé, Apóstol

Mt 5, 20-26

Hoy celebramos la fiesta de San Bernabé, hombre bondadoso, lleno del Espíritu Santo y de mucha fe. Así nos lo presenta el libro de los Hechos de los Apóstoles. Bernabé no hizo parte del grupo inicial de los seguidores de Jesús, los Doce, pero se destacó por su fe y su dinamismo evangelizador, al punto que se nos dice que por su predicación “una considerable multitud se unió al Señor”

La primera lectura de hoy nos presenta el dinamismo de la Iglesia naciente. Y en ella la presencia y dinámica de fe de Bernabé, cuya presentación es breve y, al mismo tiempo, incisiva en elementos que nos revelan quien fue este hombre: enviado por la Iglesia de Jerusalén (judíos seguidores de Jesús) a Antioquia (ciudad constituida por una gran variedad de pueblos, aunque predominantemente era una ciudad griega); participa del discernimiento: ¿A quién se debe anunciar el Evangelio? ¿Sólo a los hijos de Israel?  ¿A todos?

Pero no se limita a esto, sino que sabiendo que Saulo está en Tarso (quien había perseguido a los cristianos anteriormente), lo fue a buscar y, encontrándolo, lo lleva para Antioquia, lugar donde ambos viven como miembros de la Iglesia y continúan anunciando el Evangelio. Y será esta Iglesia de Antioquia quien percibe que el Señor llama a todos ellos – a la comunidad, a Bernabé y a Saulo – a salir de su lugar de seguridad y conforto para anunciar el Evangelio a todos. Se inicia así la gran Evangelización a todos los pueblos…

Jesús tiene una actitud de ruptura y continuidad ante la Ley de Moisés. Rompe con la interpretación al pie de la letra y reafirma el objetivo último de la Ley: el Amor es la mayor expresión de la justicia. De esta forma, Jesús nos invita a ir más allá de una cuestión ética. Lo importante no es leer leyes escritas en tablas de piedra, sino descubrir y comprometerse con las exigencias del amor en la vida cotidiana de las personas. Está llegando el reino de Dios… ¡y todo cambia!

De diversas maneras Jesús nos insiste en que, cuando experimentamos el amor del Padre, no podemos vivir encerrados en nosotros mismos. El amor va más allá de las fórmulas y recetas… nos exige creatividad, imaginación, valentía… Sí, valentía para superar los moldes de una justicia humana que sólo busca sentirse recompensada. Valentía para “dejar mi ofrenda y volver para reconciliarte con mi hermano”. Una creatividad que me lleva a dialogar y buscar otras posibilidades mientras voy de camino con quien me lleva al tribunal… Toda ofensa exige reparación, acercarme, buscar la relación, sanar heridas.

El evangelio de hoy resalta que hacer el bien a las personas, respetarlas, hace parte de la propia dinámica del reino de Dios. La acogida y ofrecer nuevas oportunidades es propio del corazón de Dios y de todas las personas que, experimentando el amor del Padre, lo acogen y se suman a su proyecto.

Las dificultades, los conflictos, los intereses particulares o de grupitos, la sed de una justicia reivindicativa de egos y reconocimientos… hacen parte de la vida. Jesús, el Maestro, nos enseña a vivir desde la libertad que brota del Amor a Dios. Así lo experimentó Bernabé, quien, yendo más allá de “las etiquetas”, fue a buscar al “perseguidor de cristianos” para vivir y anunciar el Evangelio. 

Viernes de la X Semana del Tiempo Ordinario

Mt 5, 27-32

Acabamos de escuchar en el Evangelio de hoy estas palabras de Cristo: “El que mira a una mujer casada deseándola, ya ha sido adúltero con ella en su interior” y “el que se divorcie de su mujer, la induce al adulterio”. Esto nos debería llevar a rezar por las mujeres descartadas, por las mujeres usadas, por las chicas que deben vender su dignidad para conseguir un puesto de trabajo.

La mujer es lo que les falta a todos los hombres para llegar a ser imagen y semejanza de Dios. Jesús pronuncia palabras fuertes, radicales, que cambian la historia, porque hasta aquel momento la mujer era de segunda clase, por decirlo con un eufemismo, ¡era esclava!, no gozaba ni siquiera de plena libertad. Y la doctrina de Jesús sobre la mujer cambia la historia: una cosa es la mujer antes de Cristo, y otra la mujer después de Cristo. Jesús dignifica la mujer y la pone al mismo nivel que el hombre, porque retoma las primeras palabras del Creador: los dos son imagen y semejanza de Dios, los dos; no primero el hombre y luego, un poco más abajo la mujer. ¡No, los dos! El hombre sin la mujer al lado –ya sea como madre, como hermana, como esposa, como compañera de trabajo, como amiga–, ¡ese hombre solo no es imagen de Dios!

En los programas de televisión, en las revistas y periódicos se muestra a las mujeres como objeto de deseo, de consumo, como en un supermercado. La mujer, quizá por vender “cierto tipo de tomates”, se convierte en un objeto, humillada, sin vestir, tirando por tierra la enseñanza de Jesús, que la dignificó. Y no hay que ir muy lejos: sucede aquí donde vivimos: en las oficinas, en las empresas, las mujeres son objeto de esa filosofía de usar y tirar, como material de descarte… ¡Parece que no sean ni personas! Eso es un pecado contra Dios Creador –rechazar a la mujer–, porque sin ella los varones no podemos ser imagen y semejanza de Dios. Hay un ataque contra la mujer, un ataque furibundo, aunque no se diga… ¿Cuántas veces las chicas, para obtener un puesto de trabajo, deben venderse como objeto de usar y tirar? ¿Cuántas veces?

¿Qué veríamos si diésemos una vuelta de noche por ciertos sitios de la ciudad, donde tantas mujeres, inmigrantes y no inmigrantes, son explotadas como en un mercado? A esas mujeres, los hombres no se les acercan para decirles “¡Buenas noches!”, sino “¿Cuánto cuestas?”. Y a quien se lava la conciencia llamándolas prostitutas, les digo: “Tú la has hecho prostituta”, como dice Jesús: “Quien la repudia la expone al adulterio”, porque si no tratas bien a la mujer, acaba así: explotada, esclava, tantas veces.

Será bueno, pues, mirar a esas mujeres y pensar que, ante nuestra libertad, ellas son esclavas de ese pensamiento del descarte. Todo esto pasa aquí, y en cualquier ciudad: las mujeres anónimas, esas mujeres –podemos decir– “sin mirada”, porque la vergüenza les tapa la mirada; mujeres que no saben reír y muchas no conocen la alegría de criar y oírse llamar “mamá”. También en la vida ordinaria, sin ir a esos sitios, ese pésimo pensamiento de rechazar a la mujer, la convierte en objeto de segunda clase. Deberíamos pensarlo mejor. Porque, cayendo en ese pensamiento, despreciamos la imagen de Dios, que hizo juntos al hombre y a la mujer a su imagen y semejanza. 

Que este pasaje del Evangelio nos ayude a pensar en el mercado de mujeres, mercado, sí, la trata, la explotación que se ve; y también en el que no se ve, el que se hace y no se ve. ¡Se pisotea a la mujer por ser mujer! Pero Jesús tuvo una madre, y tuvo tantas amigas que le seguían para ayudarle en su ministerio y apoyarle. Y encontró a muchas mujeres despreciadas, marginadas, descartadas, a las que levantó con tanta ternura, devolviéndoles su dignidad.

JESUCRISTO SUMO Y ETERNO SACERDOTE

Jn 17, 1-2. 9. 14-26

Celebramos hoy en la Iglesia la fiesta de Nuestro Señor Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote.

Por una tradición que se pierde en el tiempo, el primer jueves después de Pentecostés se celebra en la Iglesia la función sacerdotal de Cristo, quien ofreciéndose a sí mismo se constituye en Sumo y Eterno Sacerdote.

Es verdad que Cristo nunca se proclamó a sí mismo como sacerdote, no tenía ningún título y no ejerció en el Templo de Jerusalén, pero también es verdad que todas las funciones del sacerdocio las realizó de una manera plena con su vida y con su palabra: Santificar, ofrecer sacrificio, purificar.

Es muy clara su función de santificar, que es la de todo sacerdote durante todo su ministerio, desde la unción en la sinagoga hasta la muerte en cruz, con los mensajes de paz que nos ofrece el resucitado. 

Jesús ofrece el sacrificio pleno de presentarse a sí mismo como víctima y sacerdote.  Establece la Alianza que une en comunión a los hombres con Dios y que realiza perfectamente la misión del sacerdote: ser puente entre los hombres y Dios, y establecer esa relación entre la humanidad y su Señor.

No son los sacrificios rituales que a menudo se ofrecían en el Templo y que terminaban perdiendo su sentido al convertirse en puros ritos sin interioridad.  Es la vida ofrecida en sacrificio.  Un sacrificio que otorga perdón, reconciliación y vida nueva.

Jesús en la última cena, aparece como el sacerdote de la Nueva Alianza, sellada con su sangre para la salvación de todos.

Hoy podemos contemplar, alabar y agradecer a Jesús por ser sacerdote.  Pero también es un día muy propicio para descubrir en cada uno de nosotros, cómo por el bautismo fuimos constituidos sacerdotes en unión con Jesús.

También nosotros tenemos la misión de llevar todas las cosas a su perfección y a su santidad; también nosotros debemos ofrecer el sacrificio de reconciliación y de vida.

Que este día, todos y cada uno de nosotros, recordemos esa misión a la que nos invita a participar Jesús: ser sacerdotes juntamente con Él, ofrecer nuestro sacrificio, santificar, unir y alabar.

Miércoles de la X Semana del Tiempo Ordinario

Mt 5, 17-19

En no pocas ocasiones, relacionamos lo que dice la Ley de Moisés y las palabras o actuaciones de Jesús, como objetos contrarios de comparación. Jesús nos indica, en el evangelio de Mateo, que estamos en un error. La Ley y las palabras de Jesús son elementos que se integran en una dinámica de maduración y cumplimiento. Las palabras de Jesús dan sentido de madurez a quien siga la Ley y los profetas.

Por eso, Jesús nos dice que su acción salvadora no es abolir la Ley, sino darle sentido de plenitud. En Jesús se da el cumplimiento de esta Ley, y en su vida se cumple los que los profetas anunciaron de Él. Jesucristo es la palabra definitiva de Dios.

No podemos olvidar los criterios de vida que tienen procedencia divina. Ellos son la garantía de nuestra justicia, del valor que le damos a la vida, al amor, y a los derechos de los hombres.

Dar plenitud es abogar íntegramente por las cosas de Dios. Lleva implícito el sentido de totalidad. Jesús no quiere abolir la ley, lo que quiere es que no se esclavice con ella. No quiere que se pierda el sentido de bondad que radica en ella. Ni quiere que desaparezca de ella la pregnancia divina que contiene desde su origen. Jesús toma en serio las enseñanzas de este cuerpo normativo, porque su procedencia viene de Dios, y tienen un sentido de eternidad.

Los mandamientos valoran la vida, y la vida contiene ese sentido de eternidad al que Dios nos llama. Por eso no está sujeta a modas y a cambios epidérmicos que maquillen su realidad con ideologías que transijan una muerte a la carta. Tampoco Jesús transige con las relaciones injustas que sugieran la discriminación de un enfermo, una viuda, o un pobre. La palabra de Jesús conduce al acompañamiento del desvalido, en cualquier situación en la que se encuentre de desamparo.

De esta Ley resaltó fundamentalmente dos preceptos: El amor a Dios, y el amor al prójimo. Ambos son el fundamento principal de cualquier mandamiento. Es lo que contiene la vida de Dios y la vida de los hombres. Es irrenunciable para Jesús, a la hora de enseñar tales preceptos. Ambos preceptos son el equilibrio de su mensaje mesiánico, para ponerse en la piel del que necesita una palabra de aliento.

Martes de la X Semana del Tiempo Ordinario

Mt 5, 13-16

Siempre me han sorprendido estas palabras de Jesús. Y me han sorprendido porque Jesús no dice “tenéis que ser…”, sino “sois sal y luz del mundo”. Y lo somos porque hemos entrado a formar parte de su Reino y, desde ese momento, nuestra vida se ha de asociar con Él. Sus valores han de ser los nuestros.

Jesús usa tres símbolos para definir nuestra identidad de seguidores suyos. Los tres tienen fuerza descriptiva de lo que es nuestra identidad cristiana.

Somos sal

Ésta aparece como un elemento humilde en la condimentación de los alimentos. Se funde en ellos dándoles sabor. Ser auténticamente cristiano conlleva en sí un efecto real en nuestra vida de cada día. Conlleva vivir desde la fe, la esperanza, el amor; conlleva ser consciente de que la fe que nos ha sido dada, la recibimos para expandirla. Para dar un tono nuevo a nuestra vida. Y esto, no desde el ruido o desde actitudes llamativas. Ser sal es dejar que la acción del Espíritu por medio de nuestra acción, discreta, humilde, pero real, se expanda e impregne nuestra labor. Ha de ser como la sal. Su presencia pasa desapercibida; solo su ausencia es notoria.

Somos luz

Gracias a la luz podemos distinguir la realidad que nos rodea. Nos facilita desenvolvernos en ella con facilidad. Ser luz para otros es dejar que los valores de Jesús se manifiesten en nuestra vida y orienten nuestro camino. No caminamos en la noche. Seguimos a Alguien que va con nosotros manifestando por dónde debemos seguir. Viviendo así nos convertimos en luz para los otros. También facilitando a los demás el conocimiento de este Jesús que a nosotros nos motiva. Hay muchos momentos en que esto podemos llevarlo a cabo, desde nuestra relación más cercana, hasta nuestra actitud general ante la vida y los acontecimientos.

Una ciudad sobre un monte

Otro símbolo fácil de entender. La ciudad sobre el monte está a la vista de todos. No cabe el ocultamiento. Es una referencia a la verdad y sinceridad que ha de presidir nuestra vida. Ser conscientes de que en todo momento estamos siendo observados. Nuestra vida no puede ocultarse bajo la mentira o la doblez.

Tras leer este evangelio, me surge varios interrogantes: ¿somos realmente conscientes de que nuestra condición de cristianos es como la sal, la luz, la ciudad sobre un monte? Si no nos lo creemos, no podremos vivirlo.

Otro interrogante: ¿nos esmeramos en purificar nuestra vida para que sea realmente eso que Jesús nos ha dicho que somos?

Si no lo cuidamos, la sal se volverá sosa, inservible. La luz se apagará. La ciudad será invisible para todos. No es lo que Jesús espera de ti y de mí.

BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA, MADRE DE LA IGLESIA

Jn 19, 25-34

Todo remonta a la historia antigua, a la Palabra de Dios en el primer grito de amor al hombre que arriesga su felicidad y fidelidad por un poco más de poder, de ser más, siendo que se sabían y vivían como seres privilegiados; pero la tentación del “más” es fuerte y tenaz; el pecado se hace compañero del hombre. Entra en escena el sobresalto, el miedo , la mentira, la insolidaridad, la culpabilidad…y se vislumbra la MISERICORDIA DIVINA … no, Dios no se enfada ni arremete; Dios, se puede decir que sufre ante la pena que el hombre va a llevar encima, que quebranta su propio Plan de Amor y continuará por caminos que llevan a la Cruz salvadora, al mismo Dios y salpica ya la vida de los hombres para llegar no al mismísimo proyecto primero de Dios , sino a uno más elevado: “hijos en el Hijo”.

Y desde entonces también Dios prefiguró el papel de la mujer, la “madre de todos los que viven”. MADRE DE LA IGLESIA, María, la que recoge la Bendición de Dios para la humanidad y la guarda hasta la consumación de los tiempos.

En cambio Dios sí se enfadó con la serpiente, el maligno de doblez y engaño, que se ha revelado y hecho pecado y como tal, no soporta la salvación.

Madre de la Iglesia, María guarda nuestro legado y herencia y nos presenta y retiene hasta que la Gracia nos convenza de la Salvación gratuita.

Es admirable el realismo de la Palabra de Dios, su perdurabilidad fuera del tiempo, porque es capaz de alumbrar la experiencia y momento de cada uno, el proceso de pecado-gracia-salvación y la referencia e intercesión salvadora de Alguien (María) que fue elegida y preservada.

Al encontrar esta referencia a mi experiencia personal, exulto en gratitud y alegría por la Maternidad de María sobre la Iglesia que es mi medio.

En la vida hay realidades que, de puro evidente, las damos por hechas estando inmersas como respirar el aire.

Tener una madre es esencial para el género humano, para cada hombre y aún para Dios que la necesitó al encarnarse. El sentido de una Madre es reconocer las Manos de Dios acunando tu ser totalmente dependiente y frágil, haciéndose seno que permite desarrollar lo que Dios ha engendrado. También es evidente que la Iglesia es Madre porque realiza, en nombre y de parte de Jesús, la tarea maternal con todos y cada uno de nosotros.

En este Evangelio queda claro el papel de María Madre, son las mismísimas palabras de Jesús, su deseo expreso y en ese momento cumbre de su vida terrena y Misión. Porque Él necesitó y tuvo la Madre que lo acompañó cada momento, que compartió con Él la génesis de la Iglesia. No me imagino a María haciendo sólo su papel de cuidadora de Jesús en las necesidades básicas; es la madre que “escucha y cumple la Voluntad del Padre”, la que comparte con su Hijo la entraña de su Misión en la entrega total, viviendo cada detalle y cada desvelo, cada oración y cada evangelización, cada gozo y cada misterio. Puede aparecer escondida, en la retaguardia, pero en la certeza absoluta de estar siempre y en todo con la dignidad de la humillación. Humildad sabiendo que todo es Don y Gracia. No se puede definir ni explicar un Don tan fuerte como la Comunión entre Madre e Hijo, sólo se puede vivir y al dejarnos Jesús a su Madre, en la persona de Juan, nos regala esa intimidad personal y a la  vez la trascendencia a la Iglesia.

Es admirable el sentido eclesial de María; la presencia de Ella en cada cristiano, hace de la Iglesia Universal, porque la Madre siempre recoge y aglutina, une y ampara viviendo lo que toque de lucha y misterio, de dolor y gozo, de vida y verdad. Ella, inerte al pie de la Cruz, es capaz de recoger el Testamento de Jesús, de seguir su Misión, de saltar a la Vida que Jesús deja ferviente al exhalar su Espíritu, el que nunca nos faltará, porque ahí está cuajando la Iglesia que en Pentecostés tiene la “salida oficial” pero que ya estaba hirviendo en los discípulos.

Madre/Hijo. Jesús remataba bien su misión terrena; feliz y deshecho a la vez “todo está cumplido”. Pone en manos de la Madre y del apóstol amado el futuro de la Obra Salvadora en la Iglesia y nos revela así que los pequeños en poderío son la piedra angular y sostienen la Obra de Dios.

Sábado de la VII Semana de Pascua

Hech 28, 16-20. 30-31; Jn 21, 20-25

Estamos en la última semana de Pascua, y en las lecturas de hoy aparecen las figuras más significativas de la iglesia primitiva. Son nuestros Padres en la fe, los primeros testigos y predicadores de la buena nueva de Jesús Salvador.

El pasaje del libro de los Hechos nos cuenta la presencia de Pablo en Roma, deportado de Jerusalén por su alegato de ciudadanía romana, para defenderse de las acusaciones y condena de su propio pueblo judío. Allí permanecerá durante dos años, con una relativa libertad, hasta ser liberado sin cargos. Y Pablo, pese a su penosa situación de cautividad, convoca a los judíos principales para trasmitirles la verdadera tradición mesiánica: Jesús es el mesías crucificado y resucitado por Dios, el ungido de Israel, en quien se cumplen las promesas, la profecía y la esperanza del Pueblo elegido. Repite su predicación de Jerusalén, que Jesús es el elegido que trae la salvación y la esperanza para el pueblo de Israel y para todas las naciones. Este cumple el Plan de Dios que en Jesús nos ha hecho sus hijos por la gracia, en quien tenemos la redención y la remisión de los pecados. Se abre un nuevo tiempo, el tiempo del Reino de Dios y de la expansión del evangelio de Jesús. Pablo es completamente valiente y decidido, pese a conocer su condición de reo. Podía ser condenado, pero trabaja y confía en la actuación del Espíritu de Dios que no suelta las riendas de la historia.

Pablo nos enseña a creer en la presencia salvífica del Espíritu que no deja a su Iglesia, y a ser valientes y constantes en la trasmisión del evangelio de Jesús, predicando primero con la vida y también con la palabra y el ejemplo. Viviendo la gracia del Señor con una presencia alegre, confiada y entregada a los demás.

Este fragmento del epílogo del evangelio de Juan, recoge la aparición del Señor resucitado en Tiberíades, con la narración de una pesca milagrosa, la elección de Pedro como pastor del rebaño de Jesús y finalmente, el legado del discípulo amado, testigo veraz de las andanzas de Jesús en este mundo. Juan quiere dejar claro para la Iglesia naciente la trascendencia de la vida de Jesús como manifestación progresiva del Logos, principio de su evangelio, que a través de su vida pública va revelando el misterio de los designios del Padre y la realización de su plan salvífico. Este plan de Dios tiene su cumplimiento decisivo en la exaltación por la cruz y en la resurrección gloriosa del Señor.

En este fragmento además, Juan sale al paso de un rumor de inmortalidad mediante el diálogo entre Jesús y Pedro: “Si quiero que se quede hasta que yo vuelva ¿a ti qué? Tú sígueme”, dice Jesús. Lo primordial para el evangelista no es la posible inmortalidad, sino el seguimiento. Jesús siempre nos llama a seguirle. Esa es la decisión trascendente para todo discípulo: Sígueme. Es el cumplimiento de la propia vocación, la gracia a la que estamos llamados. Seguirle es identificarse con la vida de Jesús para asimilarnos en su ser hijos de Dios. Es aceptar a Cristo como luz, camino, verdad y vida, y poder entrar en el misterio del amor del Padre. Jesús nos hace una oferta personal para que le conozcamos y sigamos sus enseñanzas, particularmente la del amor fraterno, que llena todo el evangelio de Juan. Un amor que ha de impulsarnos a ser gratuitos, solícitos y constantes en procurar el bien de nuestros hermanos, incluso con el sacrificio de nuestras propias vidas, como Jesús nos enseñó. No hay límites ni fronteras en el amor. Así termina Juan su evangelio certificando sus recuerdos y su admiración. El discípulo amado manifiesta su reconocimiento y fidelidad a Jesús con la trasmisión veraz de su escrito.

¿Estamos dispuestos a aceptar esa relación personal de Jesús que mediatice toda nuestra vida?