Miércoles de la IV Semana de Pascua

Jn 12,44-50

Este pasaje del Evangelio de Juan nos muestra la intimidad que había entre Jesús y el Padre. Jesús hacía lo que el Padre le dijo que hiciera. Y por eso dice: «El que cree en mí, no cree en mí, sino en el que me ha enviado». Luego precisa su misión: «Yo he venido al mundo como luz, y así, el que cree en mí no quedará en tinieblas». Se presenta como luz. La misión de Jesús es iluminar: la luz. Él mismo lo dijo: «Yo soy la luz del mundo». El profeta Isaías había profetizado esa luz: «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz». Es la promesa de la luz que iluminará al pueblo. Y también la misión de los apóstoles es llevar la luz. Pablo le dijo al rey Agripa: “He sido elegido para iluminar, para llevar esa luz –que no es mía, es de otro–, pero para traer la luz”. Es la misión de Jesús: traer la luz. Y la misión de los apóstoles es llevar la luz de Cristo, iluminar, porque el mundo estaba en tinieblas.

Pero el drama de la luz de Jesús es que fue rechazada. Ya al inicio de su Evangelio, Juan lo dice claramente: «Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron». Amaban más las tinieblas que la luz. Acostumbrarse a las tinieblas, vivir en las tinieblas: no saben aceptar la luz, no pueden; son esclavos de las tinieblas. Y esa será la continua lucha de Jesús: iluminar, llevar la luz que hace ver las cosas como están, como son; hace ver la libertad, hace ver la verdad, hace ver el camino por el que andar, con la luz de Jesús.

Pablo tuvo esa experiencia del paso de las tinieblas a la luz cuando el Señor lo encontró en el camino de Damasco. Se quedó ciego. ¡Ciego! Y luego, con el bautismo recuperó la luz. Tuvo esa experiencia del paso de las tinieblas, en las que estaba, a la luz. Es también nuestro paso, que sacramentalmente recibimos en el bautismo: por eso el bautismo se llamaba, en los primeros siglos, la Iluminación, porque te daba la luz, te “hacía entrar”. Por eso, en la ceremonia del bautismo se da un cirio encendido, una vela encendida al padre y a la madre, porque el niño o la niña están iluminados: Jesús trae la luz.

Pero el pueblo, la gente, su pueblo lo rechazó. Está tan habituado a las tinieblas que la luz lo deslumbra, no sabe andar. Y ese es el drama de nuestro pecado: el pecado nos ciega y no podemos tolerar la luz. Tenemos los ojos enfermos. Jesús lo dice claramente en el Evangelio de Mateo: “Si tu ojo está enfermo, todo tu cuerpo estará enfermo. Si tu ojo ve solo las tinieblas, ¿cuántas tinieblas habrá dentro de ti?” Las tinieblas… Y la conversión es pasar de las tinieblas a la luz. ¿Cuáles son las cosas que enferman los ojos, los ojos de la fe? Nuestros ojos están enfermos: ¿cuáles son las cosas que “tiran para abajo”, que los ciegan? Los vicios, el espíritu mundano, la soberbia.

Los vicios que “te tiran para abajo” y esas tres cosas –los vicios, la soberbia, el espíritu mundano– te llevan a asociarte con otros para estar seguro en las tinieblas. A menudo hablamos de las mafias: ¡pues es eso! Porque hay “mafias espirituales”, hay “mafias domésticas”, siempre, que buscan a algún otro para cubrirse y permanecer en las tinieblas. No es fácil vivir en la luz. La luz nos hace ver tantas cosas feas dentro de nosotros que no queremos ver: los vicios, los pecados… Pensemos en nuestros vicios, pensemos en nuestra soberbia, pensemos en nuestro espíritu mundano: esas cosas nos ciegan, nos alejan de la luz de Jesús. Pero si empezamos a pensar en esas cosas, no encontraremos un muro, no: hallaremos una salida, porque Jesús mismo dice que Él es la luz y «no he venido para juzgar al mundo, sino para salvar al mundo». Jesús mismo, la luz, dice: “Ánimo: déjate iluminar, déjate ver por lo que tienes dentro, porque soy yo quien te lleva adelante, quien te salva. Yo no te condeno. Yo te salvo”. El Señor nos salva de las tinieblas que llevamos dentro, de las tinieblas de la vida cotidiana, de la vida social, de la vida política, de la vida nacional, internacional… tantas tinieblas hay dentro. Y el Señor nos salva. Pero nos pide verlas, primero; tener el valor de ver nuestras tinieblas para que la luz del Señor entre y nos salve.

No tengamos miedo del Señor: es muy bueno, es manso, está cerca de nosotros. Vino para salvarnos. No tengamos miedo de la luz de Jesús.

Martes de la IV Semana de Pascua

Jn 10, 22-30

Jesús estaba en el templo, cerca de la fiesta de la Pascua. En aquel tiempo, «los judíos, rodeándolo, le preguntaban: ¿Hasta cuándo nos vas a tener en suspenso? Si tú eres el Mesías, dínoslo francamente». Le hacían perder la paciencia y con cuánta mansedumbre «Jesús, les respondió: Os lo he dicho, y no creéis». Y seguían diciendo: “¿Pero eres tú? ¿Eres tú?” – “Sí, lo he dicho, pero no creéis”. «Porque no sois de mis ovejas». Y eso, quizá, nos suscita una duda: ¿yo creo y formo parte de las ovejas de Jesús? Si Jesús nos dijese: “No podéis creer porque no formáis parte”: ¿hay una fe previa al encuentro con Jesús? ¿Qué es ese formar parte de la fe de Jesús? ¿Qué es lo que me detiene ante la puerta que es Jesús?

Hay actitudes previas a la confesión de Jesús. También para nosotros, que estamos en el rebaño de Jesús. Son como “antipatías previas”, que no nos dejan avanzar en el conocimiento del Señor. La primera de todas es la riqueza. Y muchos de nosotros, que hemos entrado por la puerta del Señor, luego nos paramos y no avanzamos porque somos prisioneros de las riquezas. El Señor fue duro con las riquezas: fue muy duro, muy duro. Hasta el punto de decir que era más fácil que un camello pasase por el ojo de una aguja que un rico entrase en el reino de los cielos. Es duro esto. Las riquezas son un impedimento para avanzar. Entonces, ¿debemos caer en el pauperismo? No. Pero tampoco ser esclavos de la riqueza, no vivir para la riqueza, porque las riquezas son un señor, son el señor de este mundo y no podemos servir a dos señores. Y las riquezas nos frenan.

Otra cosa que impide avanzar en el conocimiento de Jesús, en la pertenencia a Jesús, es la rigidez: la rigidez de corazón. También la rigidez al interpretar la Ley. Jesús reprocha a los fariseos y doctores de la Ley esa rigidez. Que no es fidelidad: la fidelidad es siempre un don de Dios; la rigidez es una seguridad para mí mismo. Rigidez. Eso nos aleja de la sabiduría de Jesús; te quita la libertad. Y muchos pastores hacen crecer esa rigidez en las almas de los fieles, y esa rigidez no nos deja entrar por la puerta de Jesús. ¿Es más importante observar la ley como está escrita o como yo la interpreto, que es la libertad de avanzar siguiendo a Jesús?

Otra cosa que no nos deja avanzar en el conocimiento de Jesús es la pereza. Esa indolencia… pensemos en aquel hombre de la piscina: 38 años allí. La pereza. Nos quita la voluntad de ir adelante y todo es “sí, pero… no, ahora no, no, pero…”, que te lleva a la apatía y te vuelve tibio. La pereza es otra cosa que nos impide avanzar.

Otra que es bastante fea es la actitud clerical. El clericalismo se pone en el lugar de Jesús. Dice: “No, esto debe ser así, así y así” – “Pero el Maestro…” – “Deja tranquilo al Maestro: esto es así, así y así, y si no lo haces así, así y así no puedes entrar”. Un clericalismo que quita la libertad de la fe de los creyentes. Es una enfermedad esta; fea, en la Iglesia: la actitud clerical.

Luego, otra cosa que nos impide avanzar, entrar para conocer a Jesús y confesar a Jesús es el espíritu mundano: cuando la observancia de la fe, la práctica de la fe acaba en mundanidad. Y todo es mundano. Pensemos en la celebración de algunos sacramentos en algunas parroquias: ¡cuánta mundanidad hay allí! Y no se entiende bien la gracia de la presencia de Jesús.

Estas son las cosas que nos frenan formar parte de las ovejas de Jesús. Somos “ovejas” que siguen todas esas cosas: las riquezas, la pereza, la rigidez, la mundanidad, el clericalismo, de modos, de ideologías, de formas de vida. Falta la libertad. Y no se puede seguir a Jesús sin libertad. “Pero a veces la libertad se pasa de la raya, y uno resbala”: sí, es verdad. Es cierto. Podemos resbalar yendo en libertad. Pero peor es resbalar antes de andar, con esas cosas que impiden comenzar a andar.

Que el Señor nos ilumine para ver dentro de nosotros si hay libertad de pasar por la puerta que es Jesús e ir más allá, para ser rebaño, para ser ovejas de su redil.

Lunes de la IV Semana de Pascua

Jn 10,11-18

Cuando Pedro subió a Jerusalén, los fieles le reprochaban. Lo reprochaban porque había entrado en casa de hombres no circuncisos y había comido con ellos, con los paganos: eso no se podía, era un pecado. La pureza de la ley no permitía eso. Pero Pedro lo había hecho porque el Espíritu lo llevó allí. Siempre hay en la Iglesia –y más en la Iglesia primitiva, porque las cosas no estaban claras– ese espíritu de “nosotros somos los justos, los demás los pecadores”. Este “nosotros y los demás”, “nosotros y los otros”, las divisiones: “Nosotros tenemos la posición justa ante Dios”. En cambio están “los otros”, se dice incluso: “Son los condenados”. Y esa es una enfermedad de la Iglesia, un mal que nace de las ideologías o de los partidos religiosos. Pensad que en tiempos de Jesús, al menos había cuatro partidos religiosos: el partido de los fariseos, el partido de los saduceos, el partido de los zelotes y el partido de los esenios, y cada uno interpretaba la ley según “la idea” que tenía. Y esa idea es una escuela “fuera de la ley” cuando es un modo de pensar, de sentir mundano que se hace intérprete de la ley. También reprochaban a Jesús por entrar en casa de publicanos –que eran pecadores, según ellos– a comer con ellos, con los pecadores, porque la pureza de la ley no lo permitía; y no se lavaba las manos antes de comer…; siempre ese reproche que provoca división: esto es lo importante que yo quería subrayar.

Hay ideas y posturas que crean división, y llega a ser más importante la división que la unidad: es más importante mi idea que el Espíritu Santo que nos guía. Hay un cardenal emérito que vive aquí en el Vaticano, buen pastor, que decía a sus fieles: “La Iglesia es como un río. Algunos están más de esta parte, otros de la otra parte, pero lo importante es que todos estén dentro del río”. Eso es la unidad de la Iglesia. Nadie fuera, todos dentro. Y con sus peculiaridades: eso no divide, no es ideología, es lícito. Pero, ¿por qué la Iglesia tiene esa amplitud del río? Porque el Señor la quiere así

El Señor, en el Evangelio, nos dice: «Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño y en solo Pastor». El Señor dice: “Tengo ovejas en todas partes y yo soy pastor de todos”. Este todos en Jesús es muy importante. Pensemos en la parábola de la fiesta de bodas, cuando los invitados no querían ir: uno porque había comprado un campo, otro se había casado…, cada uno dio su motivo para no ir. Y el dueño se enfadó y dijo: «Marchad a los cruces de los caminos y llamad a las bodas a cuantos encontréis». A todos. Grandes y pequeños, ricos y pobres, buenos y malos. Todos. Ese “todos” es la visión del Señor que vino por todos y murió por todos. “¿Y también murió por aquel desgraciado que me ha hecho la vida imposible?”. También murió por él. “¿Y por aquel bandido?”: murió por él. Por todos. E incluso por la gente que no cree en Él o es de otras religiones: murió por todos. Eso no quiere decir que se deba hacer proselitismo: no. Pero Él murió por todos, justificó a todos.

Cristo murió por todos: ¡sigamos adelante!”. Tenemos un solo Redentor, una sola unidad: Cristo murió por todos. En cambio, la tentación… hasta Pablo la sufrió: “Yo soy de Pablo, yo soy de Apolo, yo soy de este, yo soy del otro…”. Y pensemos en nosotros, hace 50 años, en el postconcilio: las divisiones que sufrió la Iglesia. “Yo estoy de esta parte, yo pienso así, tú así…”. Sí, es lícito pensar así, pero en la unidad de la Iglesia, bajo el Pastor Jesús.

Que el Señor nos libre de la psicología de la división, de separar, y nos ayude a ver esto tan grande de Jesús: que en Él todos somos hermanos y Él es el Pastor de todos. Hoy, esta palabra: “Todos, todos”, que nos acompañe durante la jornada.

Dos cosas. El reproche de los apóstoles a Pedro por haber entrado en la casa de los paganos y Jesús que dice: “Yo soy pastor de todos”. Y: “Tengo otras ovejas que no provienen de este redil. Y debo guiarlas también a ellas. Escucharán mi voz y serán un solo rebaño”. Es la oración por la unidad de todos los hombres, porque todos, hombres y mujeres, todos tenemos un único Pastor: Jesús.

Sábado de la III Semana de Pascua

Hch. 9, 31-42; Juan 6, 61-70

La primera Lectura empieza: «En aquellos días, la Iglesia gozaba de paz en toda Judea, Galilea y Samaria. Se iba construyendo y progresaba en el temor del Señor, y se multiplicaba con el consuelo del Espíritu Santo». Tiempo de paz. Y la Iglesia crece. La Iglesia está tranquila, tiene el consuelo del Espíritu Santo, está consolada. Tiempos buenos… Sigue la curación de Eneas, y luego Pedro resucita a Gacela, Tabita…, cosas que se hacen en paz.

Pero hay tiempos no de paz, en la Iglesia primitiva: tiempos de persecuciones, tiempos difíciles, tiempos que ponen en crisis a los creyentes. Tiempos de crisis. Y un tiempo de crisis es el que nos cuenta hoy El Evangelio de Juan. Este pasaje del Evangelio es el fin de todo un seguimiento que comenzó con la multiplicación de los panes, cuando querían hacer rey a Jesús, Jesús se va a rezar, ellos al día siguiente no lo encuentran, van a buscarlo, y Jesús les reprocha que lo buscan porque da de comer y no por las palabras de vida eterna… Y toda esa historia acaba aquí. Le dicen: “Danos de ese pan”, y Jesús explica que el pan que dará es su propio cuerpo y su propia sangre.

«En aquel tiempo, muchos discípulos de Jesús, al oírlo, dijeron: este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?». Jesús había dicho que quien no comiese su cuerpo y su sangre no tendría vida eterna. Jesús decía también: “Si coméis mi cuerpo y mi sangre, resucitaréis en el último día”. Esas son las cosas que decía Jesús. «¡Duras son estas palabras!». “Es demasiado duro. Algo aquí no funciona. Este hombre se ha pasado varios pueblos”. Y este es un momento de crisis. Había momentos de paz y momentos de crisis. Jesús sabía que los discípulos murmuraban. Aquí hay una distinción entre los discípulos y los apóstoles: los discípulos eran unos 72 o más, los apóstoles eran los Doce. «Pues Jesús sabía desde el principio quiénes no creían y quién lo iba a entregar». Y ante esa crisis, les recuerda: «Por eso os he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede». Vuelve a hablar de aquel ser atraídos por el Padre: el Padre nos atrae a Jesús. Y así es como se resuelve la crisis.

Y «desde entonces, muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con él». Tomaron distancias. “Este hombre es un poco peligroso… Y esa doctrina… Sí, es un hombre bueno, predica y cura, pero cuando llega a esas cosas raras… Por favor, vámonos”. Y lo mismo hicieron los discípulos de Emaús, la mañana de la resurrección: “Pues sí, algo extraño: las mujeres dicen que el sepulcro… Pero esto huele raro –decían–, vámonos pronto porque vendrán los soldados y nos crucificarán”. Y lo mismo los soldados que protegían el sepulcro: vieron la verdad, pero prefirieron vender su secreto: “Vamos a lo seguro: no nos metamos en esas historias, que son peligrosas”.

Un momento de crisis es un momento de elección, es un momento que nos pone ante las decisiones que debemos tomar. Todos, en la vida, hemos tenido y tendremos momentos de crisis: crisis familiares, crisis matrimoniales, crisis sociales, crisis en el trabajo, muchas crisis…

¿Cómo reaccionar en el momento de crisis? «Desde entonces, muchos discípulos se echaron atrás y no volvieron a ir con Él». Jesús decide preguntar a los apóstoles: «Entonces Jesús les dijo a los Doce: ¿También vosotros queréis marcharos?». ¡Tomad una decisión! Y Pedro hace la segunda confesión: «Simón Pedro le contestó: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios». Pedro confiesa, en nombre de los Doce, que Jesús es el Santo de Dios, el Hijo de Dios. La primera confesión –“Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”– y enseguida, cuando Jesús empezó a explicar la pasión que vendría, él lo para: “¡No, no, Señor, eso no!”, y Jesús le regaña. Pero Pedro ha madurado un poco, y aquí no protesta. No entiende lo que Jesús dice, eso de “comer la carne y beber la sangre”, no lo comprende, pero se fía del Maestro. Se fía. Y hace esta segunda confesión: “¿Pero a quién iremos?, por favor. Tú tienes palabras de vida eterna”.

Esto nos ayuda a todos a vivir los momentos de crisis. Hay un proverbio que dice: “cuando vas a caballo y debes atravesar un río, por favor, no cambies de caballo en medio del río”. En los momentos de crisis, ser muy firmes en la convicción de la fe. Esos que se fueron, “cambiaron de caballo”, buscaron otro maestro que no fuese tan “duro”, como decían de Él. En el momento de crisis está la perseverancia, el silencio; permanecer donde estamos, firmes. No es el momento de hacer cambios. Es el momento de la fidelidad, fidelidad a Dios, fidelidad a las decisiones tomadas antes. Es también el momento de la conversión, porque esa fidelidad nos inspirará algún cambio para bien, no para alejarnos del bien.

Momentos de paz y momentos de crisis. Los cristianos debemos aprender a manejar ambas. Ambas. Algún padre espiritual dice que el momento de crisis es como pasar por el fuego para hacerte fuerte. Que el Señor nos envíe el Espíritu Santo para saber resistir las tentaciones en los momentos de crisis, para saber ser fieles a las primeras palabras, con la esperanza de vivir después momentos de paz. Pensemos en nuestras crisis: las crisis de familia, las crisis del barrio, las crisis en el trabajo, las crisis sociales del mundo, del país… Tantas crisis, tantas crisis. Que el Señor nos dé la fuerza –en los momentos de crisis– de no vender la fe.

Viernes de la III Semana de Pascua

Juan 6, 52-59

«Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado»: Jesús recuerda que ya los profetas habían anunciado esto: «Serán todos discípulos de Dios». Es Dios quien atrae al conocimiento del Hijo. Sin eso no se puede conocer a Jesús. Sí, se puede estudiar, también estudiar la Biblia, y conocer cómo nació, qué hizo: eso sí. Pero conocerlo por dentro, conocer el misterio de Cristo es solo para los que son atraídos por el Padre.

Eso es lo que le pasó a este ministro de economía de la reina de Etiopía. Se ve que era un hombre piadoso y que se tomó tiempo, entre sus muchos asuntos, para ir a adorar a Dios. Un creyente. Y volvía a su patria leyendo al profeta Isaías. El Señor llama a Felipe, lo envía a aquel sitio y le dice: «Acércate y pégate a la carroza», y oye al ministro que está leyendo a Isaías. Se acerca y le hace una pregunta: «¿Entiendes lo que estás leyendo?». «Y cómo voy a entenderlo, si nadie me guía?», y pregunta: «¿De quién dice esto el profeta?». “Te ruego, sube a la carroza”, y durante el viaje –no sé cuánto tiempo, yo pienso que al menos un par de horas– Felipe le anunció a Jesús.

Esa inquietud que tenía este señor en la lectura del profeta Isaías era precisamente del Padre, que atraía a Jesús: lo había preparado, lo había llevado desde Etiopía a Jerusalén para adorar a Dios y luego, con esa lectura, preparó su corazón para revelarle a Jesús, hasta el punto de que, en cuanto vio agua, dijo: «Mira, agua. ¿Qué dificultad hay en que me bautice?». Y creyó.

Y esto –que nadie puede conocer a Jesús sin que el Padre lo atraiga – es válido para nuestro apostolado, para nuestra misión apostólica como cristianos. Pienso también en las misiones. “¿Qué vas a hacer en las misiones?” – “Yo, a convertir a la gente”“Quieto, ¡tú no convertirás a nadie! Será el Padre quien atraiga esos corazones para reconocer a Jesús”. Ir en misión es dar testimonio de la propia fe; sin testimonio no harás nada. Ir en misión –¡y son buenos los misioneros!– no significa hacer granes estructuras, cosas… y quedarse así. No: las estructuras deben ser testimonios. Puedes hacer una estructura hospitalaria, educativa de gran perfección, de gran desarrollo, pero si esa estructura no da testimonio cristiano, tu trabajo allí no será una labor de testigo, una labor de auténtica predicación de Jesús: será una sociedad de beneficencia, muy buena –¡muy buena!–, pero nada más.

Si quiero ir en misión, y esto lo digo si quiero hacer apostolado, debo ir con la disponibilidad de que el Padre atraiga a la gente a Jesús, y eso lo hace el testimonio. Jesús mismo se lo dijo a Pedro, cuando confiesa que Él es el Mesías: “Bienaventurado eres, Simón Pedro, porque eso te lo ha revelado el Padre”. Es el Padre quien atrae, y atrae también con nuestro testimonio. “Haré tantas obras, aquí, acá, allá, de educación, de esto, de lo otro…”, pero sin testimonio son cosas buenas, pero no son el anuncio del Evangelio, no son sitios que den la posibilidad de que el Padre atraiga al conocimiento de Jesús. Trabajo y testimonio.

¿Y qué puedo hacer para que el Padre se preocupe de atraer a esa gente? La oración. Y esa es la oración para las misiones: rezar para que el Padre atraiga a la gente a Jesús. Testimonio y oración van juntos. Sin testimonio y oración no se puede hacer predicación apostólica, no se puede hacer el anuncio. Darás una bonita prédica moral, harás tantas cosas buenas, todas buenas. Pero el Padre no tendrá la posibilidad de atraer a la gente a Jesús. Y ese es el centro, el centro de nuestro apostolado, que el Padre pueda atraer  a la gente a Jesús. Nuestro testimonio abre las puertas a la gente y nuestra oración abre las puertas al corazón del Padre para que atraiga a la gente. Testimonio y oración. Y esto no es solo para las misiones, es también para nuestra labor como cristianos. ¿Doy testimonio de vida cristiana, de verdad, con mi estilo de vida? ¿Rezo para que el Padre atraiga a la gente a Jesús?

Esta es la gran regla para nuestro apostolado, siempre, y de modo especial para las misiones. Ir en misión no es hacer proselitismo. Una vez, una señora –buena, se veía que tenía buena voluntad– se me acercó con dos chicos, un chico y una chica, y me dijo: “Este chico, Padre, era protestante y se ha convertido: yo lo he convencido. Y esta chica era animista, “y la he convertido”. Y la señora era buena, buena. Pero se equivocaba. Yo le dije: “Mira, tú no has convertido a nadie: es Dios quien toca el corazón de la gente. Y no te olvides: testimonio, sí; proselitismo, no”.

Pidamos al Señor la gracia de vivir nuestra labor con testimonio y con oración, para que Él, el Padre, pueda atraer a la gente a Jesús.

Jueves de la III Semana de Pascua

Jn 6,44-51

Nada hay tan terrible como la muerte, es uno de los miedos que atenazan al hombre, mientras él busca olvidarse de que un día llegará el fin de su existencia. El hombre quisiera perdurar más allá de los límites que nos imponen los espacios del tiempo y del lugar. Hoy encontramos este anhelo frustrado de los grandes hombres del Antiguo Testamento, que los judíos miran como modelos. Sin embargo, murieron y no quedan huellas de ellos.

Jesús, por el contrario, habla de inmortalidad, de vida eterna y plena, pero no se trata de una evasión de la vida terrena o un desprecio al cuerpo, sino de darles su verdadera dimensión.

No podemos olvidarnos de la realidad temporal como si fuéramos Ángeles y despreciáramos el cuerpo, pero tampoco podemos anclarnos y quedar esclavizados a una realidad temporal y material.

Jesús nos enseña el camino de la fe, ofreciéndose Él mismo como el verdadero pan que ha bajado del cielo. Jesús se nos propone Él mismo como el único camino que nos puede dar esa vida plena, pero nos dice que es un regalo que nos ofrece Dios Padre.

A veces queremos prolongar la vida con alimentos especiales, con dietas integrales, con vitaminas y refuerzos especiales que prolongue la vida, pero nos olvidamos de vivir cada momento en plenitud y con plena identificación con Jesús.

Entonces, aunque prolonguemos nuestra vida, si no es una vida vivida en plenitud y armonía con Jesús, con nosotros mismos y con los demás, parecería como una especie de vida vegetativa. Y el verdadero discípulo de Jesús no puede vivir en ese estado vegetativo sino en constante relación.

La imagen de Jesús como pan está llena de implicaciones para el discípulo, pues al mismo tiempo que nos hace entrar en una relación íntima con Él, también nos lanza a una relación de pan compartido para los demás.

Los discípulos de Jesús debemos vivir como pan que comparte amor y vitalidad, sobre todo con los que más sufren en nuestra sociedad. Al dar vida, también nosotros prolongamos la propia vida.

Tenemos hambre, hambre de Dios. Necesitamos el pan de vida eterna. Quizás hemos probado otros “banquetes” y hemos descubierto que no sacian nuestro deseo plenamente. Pero Cristo se revela como el alimento que necesitamos, el único que puede colmar nuestras necesidades y darnos la fuerza para el camino.

Contemplemos a Jesús como pan que nos ofrece la resurrección, que vence la muerte y que nos da vida plena.

Miércoles de la III Semana de Pascua

Jn 6,35-40

La obediencia a la voluntad de Dios es la senda de Jesús, que comienza con esto: «Vengo para hacer la voluntad de Dios».

Y es también el camino de la santidad, del cristiano, porque fue precisamente el camino de nuestra justificación: que Dios, el proyecto de Dios, se realice, que la salvación de Dios se realice. Al contrario de lo que sucedió en el Paraíso terrestre con la no-obediencia de Adán: la desobediencia, que trajo el mal a toda la humanidad.

En efecto, también los pecados son actos de no obedecer a Dios, de no hacer la voluntad de Dios. En cambio, el Señor nos enseña que este es el camino, no existe otro.

Un camino que comienza con Jesús, en el cielo, en la voluntad de obedecer al Padre, y en la tierra comienza con la Virgen, en el momento en que ella dice al ángel: «Que se cumpla en mí lo que tú has dicho». (cf. Lc 1, 38), es decir, que se cumpla la voluntad de Dios. Y con ese SÍ a Dios, el Señor comenzó su itinerario entre nosotros.

Sin embargo, ni siquiera para Jesús fue fácil. «El diablo, en el desierto, en las tentaciones, le hizo ver otros caminos», pero no se trataba de la voluntad del Padre y Él lo rechazó.

Lo mismo sucedió cuando a Jesús no lo comprendieron y lo abandonaron; muchos discípulos se marcharon porque no entendían cómo es la voluntad del Padre, mientras que Jesús sigue cumpliendo esta voluntad.

Una fidelidad que vuelve también en las palabras: «Padre, que se cumpla tu voluntad», pronunciadas antes del juicio, la noche que rezaba en el huerto pidió a Dios que aleje este cáliz, esta cruz. Jesús sufre, sufre mucho. Pero dice: que se cumpla tu voluntad.

Ante todo pedir la gracia, rezar y pedir la gracia de querer hacer la voluntad de Dios. Esto es una gracia.

Sucesivamente hay que preguntarse también:«¿Pido que el Señor me done el querer hacer su voluntad? ¿O busco componendas, porque tengo miedo de la voluntad de Dios?».

Además, hay que rezar para conocer la voluntad de Dios para mí y para mi vida, acerca de la decisión que debo tomar ahora, sobre la forma de gestionar las situaciones.

Que el Señor nos dé la gracia a todos para que un día pueda decir de nosotros lo que dijo de ese grupo, de esa multitud que lo seguía, los que estaban sentados a su alrededor: «He aquí a mi madre y a mis hermanos. Porque quien cumple la voluntad de Dios, ese es para mí hermano, hermana y madre».

Hacer la voluntad de Dios nos hace formar parte de la familia de Jesús, nos hace madre, padre, hermana, hermano. 

Santos Felipe y Santiago

Jn 14, 6-14

Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os proclamé y que vosotros aceptasteis, y en el que estáis fundados, y que os está salvando, si es que conserváis el Evangelio que os proclamé; de lo contrario, se ha malogrado vuestra adhesión a la fe.

Así comienza la primera lectura de hoy, fiesta de los Apóstoles Felipe y Santiago. Y hay que decir que la fe no es solo el rezo del Credo, aunque se expresa en él. Transmitir la fe no quiere decir dar información, sino fundar un corazón en la fe en Jesucristo. Trasmitir la fe no es algo que se pueda hacer mecánicamente: “Mira, toma este libro, estúdialo y luego te bautizo”. No. Es otro el camino para trasmitir la fe: se trata de trasmitir lo que nosotros mismos hemos recibido. Ese es el desafío de un cristiano: ser fecundo en la transmisión de la fe. Y es también el reto de la Iglesia: ser madre fecunda, dar a luz a sus hijos en la fe.

La transmisión de la fe atraviesa las generaciones, desde la abuela a la madre, en un aire perfumado de amor. El mismo Credo viaja no solo con las palabras, sino con las caricias, con la ternura, incluso “en dialecto”. Y también incluyo a las niñeras, que son como segundas madres. Extranjeras o no, son cada vez más frecuentes los casos de niñeras o cuidadoras que trasmiten la fe con cariño, ayudando a crecer.

Así pues, la primera actitud en la transmisión de la fe es claramente el amor; y la segunda es el buen ejemplo, el testimonio. Trasmitir la fe no es hacer proselitismo, es otra cosa, es algo más grande aún. No es buscar gente que apoye a este equipo de fútbol, a este club, a este centro cultural…; eso está bien, pero para la fe no sirve ese proselitismo. Lo dijo muy bien Benedicto XVI: “La Iglesia crece no por proselitismo sino por atracción”. La fe se trasmite, pero por atracción, es decir, con el buen ejemplo, manifestando en la vida de todos los días aquello en lo que se cree que nos hace justos a los ojos de Dios, suscitando curiosidad en cuantos nos rodean. Y ese testimonio provoca curiosidad en el corazón del otro, y esa curiosidad la emplea el Espíritu Santo y la va trabajando por dentro.

La Iglesia cree por atracción, crece por atracción. Y la transmisión de la fe se da con el ejemplo, hasta el martirio. Cuando se ve esa coherencia de vida entre lo que hacemos y lo que decimos, siempre viene la curiosidad: “¿Por qué ese vive así? ¿Por qué lleva una vida de servicio a los demás?”. Y esa curiosidad es la semilla que toma el Espíritu Santo y la lleva adelante.

Finalmente, la transmisión de la fe nos hace justos, nos justifica. La fe nos justifica y, en la transmisión, damos la justicia verdadera a los demás.

Lunes de la III Semana de Pascua

Jn 6, 22-29

La gente que había escuchado a Jesús durante todo el día, y luego había tenido esta gracia de la multiplicación de los panes y había visto el poder de Jesús, quería hacerlo rey. Primero fueron donde Jesús para escuchar la palabra y también para pedir la curación de los enfermos. Se quedaron todo el día escuchando a Jesús sin aburrirse, sin cansarse: estaban allí, felices. Cuando luego vieron que Jesús les daba de comer, y eso no se lo esperaban, pensaron: “Este sería un buen gobernante para nosotros y seguramente podrá liberarnos del poder de los romanos y sacar el país adelante”. Y se entusiasmaron por hacerlo rey. Su intención había cambiado, porque vieron y pensaron: “Una persona que realiza este milagro, que alimenta a la gente, puede ser un buen gobernante”. Pero habían olvidado en ese momento el entusiasmo que la palabra de Jesús hacía nacer en sus corazones.

Jesús se marchó y se fue a rezar. La gente se quedó allí y al día siguiente buscaba a Jesús, “porque debe estar aquí” decían, ya que habían visto que no subió a la barca con los demás. Y allí se había quedado otra barca. Pero no sabían que Jesús había alcanzado a los otros caminando sobre las aguas. Así que decidieron ir al otro lado del Mar de Tiberíades para buscar a Jesús y cuando lo vieron, la primera palabra que le dicen fue: «Rabbí, ¿cuándo has llegado aquí?», como diciendo: “No entendemos, esto parece una cosa extraña”.

Y Jesús les hace volver al primer sentimiento, al que tenían antes de la multiplicación de los panes, cuando escuchaban la palabra de Dios: «En verdad, en verdad os digo que vosotros me buscáis no porque habéis visto signos —como al principio, los signos de la palabra, que les emocionaban, los signos de la curación—, sino porque habéis comido pan y os habéis saciado». Jesús les hace ver que han cambiado de actitud y ellos en vez de justificarse: “No, Señor, no…”, fueron humildes. Jesús continúa: «No trabajéis por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre, porque a éste es a quien el Padre, Dios, ha marcado con su sello». Y ellos, buena gente, le dijeron: «¿Qué hemos de hacer para realizar las obras de Dios?». “Que creáis en el Hijo de Dios”. Este es un caso en el que Jesús corrige la actitud de la gente, de la multitud, porque a mitad del camino se había desviado un poco del primer momento, del primer consuelo espiritual y había tomado un camino que no era el correcto, un camino más mundano que evangélico.

Esto nos hace pensar que muchas veces en la vida empezamos a seguir a Jesús, vamos detrás de Jesús con los valores del Evangelio, y a mitad de camino se nos presenta otra idea, vemos otros signos y nos alejamos y nos conformamos con algo más temporal, más material, más mundano, tal vez, y perdemos el recuerdo de ese primer entusiasmo que tuvimos cuando escuchábamos hablar a Jesús. El Señor siempre nos hace volver al primer encuentro, al primer momento en que nos miró, nos habló e hizo nacer en nosotros el deseo de seguirle. Esta es una gracia que hay que pedirle al Señor, porque en la vida siempre tendremos la tentación de alejarnos porque vemos otra cosa: “Eso irá bien, esa idea es buena…”. Nos alejamos. La gracia de volver siempre a la primera llamada, al primer momento: no olvidar, no olvidar mi historia, cuando Jesús me miró con amor y me dijo: “Este es tu camino”; cuando Jesús, a través de tantas personas, me hizo comprender cuál era el camino del Evangelio y no otras sendas un poco mundanas, con otros valores. Volver al primer encuentro.

Siempre me ha llamado la atención que —entre las cosas que Jesús dijo la mañana de la Resurrección— afirmara: “Id, anunciad a mis discípulos que vayan a Galilea, allí me verán”, Galilea era el lugar del primer encuentro. Allí habían conocido a Jesús. Y cada uno tiene su propia “Galilea” interior, nuestro momento propio, cuando Jesús se acercó y nos dijo: “Sígueme”. En la vida sucede lo que le pasó a esa gente —gente buena, porque luego le pregunta: “¿Qué hemos de hacer?”, y obedecieron inmediatamente—, nos alejamos y buscamos otros valores, otra hermenéutica, otras cosas, y perdemos la frescura de la primera llamada. El autor de la carta a los Hebreos también nos lo recuerda: “Acordaos de los días pasados”. La memoria, la memoria del primer encuentro, la memoria de “mi Galilea”, cuando el Señor me miró con amor y me dijo: “Sígueme”.

Sábado de la II Semana de Pascua

Jn 6, 16-21

El evangelio de hoy nos presenta el episodio de Jesús que camina sobre las aguas del lago. Después de la multiplicación de los panes y de los peces, Él invita a los discípulos a subir a la barca y a esperarle en la otra orilla, mientras se despide de la multitud y después se retira solo a rezar en el monte, hasta la noche tarde.

Y mientras tanto en el lago se levantó una fuerte tempestad, y justamente en medio de la tempestad Jesús va a la barca de los discípulos, caminando sobre las aguas del lago. Cuando los discípulos lo ven se asustan, piensan que es un fantasma, pero Él los tranquiliza: «Coraje, soy yo, no tengan miedo.

En la barca están todos los discípulos, unidos por la experiencia de la debilidad, de la duda, del miedo, de la poca fe. Pero cuando en esa barca sube Jesús, el clima inmediatamente cambia: todos se sienten unidos en la fe en Él. Todos pequeños y asustados se vuelven grandes en el momento en el cual se arrodillan y reconocen en su maestro al Hijo de Dios.

Cuantas veces también a nosotros nos sucede lo mismo: sin Jesús, lejos de Jesús nos sentimos miedosos e inadecuados, a tal punto que pensamos no poder lograr nada. Falta la fe, pero Jesús está siempre con nosotros y escondido quizás, pero presente y siempre pronto a sostenernos.

Esta es una imagen eficaz de la Iglesia: una barca que debe afrontar las tempestades y algunas veces parece estar en la situación de ser arrollada. Lo que la salva no son las cualidades y la valentía de sus hombres, sino la fe, que permite caminar incluso en la oscuridad, en medio de las dificultades.

La fe nos da la seguridad de la presencia de Jesús siempre a nuestro lado, con su mano que nos sostiene para apartarnos del peligro. Todos nosotros estamos en esta barca, y aquí nos sentimos seguros a pesar de nuestros límites y nuestras debilidades.

Estamos seguros sobre todo cuando sabemos ponernos de rodillas y adorar a Jesús, el único Señor de nuestra vida.