Martes de la XVIII Semana del Tiempo Ordinario

Mt 14, 22-36

Jesús aparece ante nosotros hoy como Señor de los elementos materiales, tranquilizador de nuestros temores. Pero nos enseña también la condición fundamental que exige de parte nuestra: la fe. 

En el Evangelio de hoy hay muchas enseñanzas para nuestra vida.  En un primer momento encontramos a Jesús haciendo oración; lo repite tanto el evangelio que nos parece algo natural, pero es que así debería ser nuestra oración, constante hasta para ser natural en todo momento y cada día busquemos hacer oración, vivir en la presencia de Dios Padre. 

Pero mientras Jesús hacer oración, los discípulos se embarcan solos y tienen que enfrentarse a las adversidades que la naturaleza les presenta.  ¿Por qué se han marchado a navegar sin Jesús? El mismo Jesús les había pedido que subieran a la barca, pero su soledad hace que la tormenta les cause miedo y sientan que el viento era contrario y entonces cuando parece ir todo en contra, cuando las olas sacuden la barca, se presenta Jesús.

La reacción de los discípulos en lugar de ser de alegría es de temor, pues creen ver un fantasma.

¿Cuantas veces nos sucede esto, cuantas veces ante la adversidad la presencia de Jesús la sentimos como una amenaza?  Y nos llenamos de ira porque no lo descubrimos claramente. 

Sin embargo, Jesús en esos momentos, navega con nosotros, no nos deja solos, nos dice también a nosotros: “tranquilizaos y no temáis, soy yo”  Son palabras para nosotros.  Necesitamos escucharlas con atención, necesitamos sentir esa presencia de Jesús y poner en paz nuestro corazón.

Si estamos en la enfermedad, si las horas de las dificultades nos azotan, si percibimos el miedo, Cristo se acerca a nosotros y nos dice que no temamos y es Él el que navega con nosotros.

A nosotros nos puede pasar igual que a Pedro y pedir señales prodigiosas que nada tienen con las necesidades.  Cristo está para darnos confianza, con su palabra nos toma de la mano y calma la tempestad y podemos continuar con su presencia, seguros nuestra travesía por la vida.

Lunes de la XVIII Semana del Tiempo Ordinario

Mt 14, 13-21

Este relato del evangelio está lleno de enseñanzas, sin embargo valdría hoy la pena reflexionar en lo que quizás encontramos al centro de éste, que es: «compartir».

Es interesante cómo los apóstoles dicen: «Lo único que tenemos son cinco panes y dos pescados»… y quizás se podría agregar: «Pero estos son para que nosotros comamos». Jesús nos enseña que es precisamente en el compartir en dónde se puede experimentar la multiplicación.

En un mundo que vive cerrado sobre sí mismo, siempre ávido de atesorar, que importante es el poder experimentar que en el compartir está la felicidad y la paz del corazón. Es la experiencia que libera profundamente al hombre y lo hace ser auténtico ciudadano del Reino. Es precisamente cuando compartimos, cuando somos capaces de romper nuestro egoísmo, y compartir con los demás los dones (materiales y espirituales), cuando podemos decir con verdad: soy libre.

Las cosas tienden a sujetarnos y llegan hasta hacernos esclavos de ellas. El Ejercicio de compartir nos asegura que la redención de Cristo ha sido operada en nosotros. Contrariamente a lo que se podría pensar, la única forma de ser verdaderamente rico… es compartiendo y compartiéndonos. No dejes pasar este día sin tener esta magnífica experiencia de compartir.

Sábado de la XIII Semana del Tiempo Ordinario

Am 9, 11-15; Mateo 9, 14-17

Días difíciles para el pueblo de Israel. Tanto el reino del norte como en del sur se han alejado de Dios y Dios suscita un profeta que descubra y saque de la sombra los pecados del pueblo y de sus reyes.

El profeta elegido, Amós, profetiza en nombre de Dios. No está contento con la misión que ha recibido y llegará a oponerse a ser conocido como profeta del Altísimo. “No soy profeta, ni hijo de profeta; solo soy un pastor, cultivador de higos”. Así se define a sí mismo.

Pero tiene que llevar a cabo la misión recibida de Dios y profetizar destrucción y muerte, hasta el final del último capítulo. Dios no perdona que se abuse de los pobres, que los ricos se apoderen hasta del vestido del pobre; que mientras unos se pierden en banquetes y comilonas otra parte del pueblo pasa hambre. Dios, nos dice Amós, no puede soportarlo y destruirá al pueblo idólatra y traidor que maltrata al pobre, pero salvará a una pequeña parte y llegará un día en que levantará la tienda derribada de David, restaurará las ruinas y, después de rescatar a los dispersos por las naciones, volverá a producir frutos la tierra y nunca más serán arrancados del campo que regala. Siempre la misericordia de Dios aparece guardando al hombre a la sombra, al abrigo, de sus alas.

¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos y los tuyos no?

Es la eterna paradoja del ser humano. Este suceso podría darse sin ningún problema entre nosotros, aquí y ahora. Nos sentimos perfectos, porque seguimos los preceptos legales al pie de la letra y con eso nos creemos autorizados a juzgar las actuaciones de nuestros vecinos, nuestros paisanos o, yendo más lejos, de cualquiera que por un medio o por otro llega a nuestro conocimiento.

El que nos consideremos buenos, o al menos mejores que los demás, nos está colocando a las puertas de la intolerancia. En alguna ocasión, asistiendo a la misa dominical, he oído que alguna persona criticaba que otra fuera a comulgar porque “todos sabemos cómo vive”. Nos erigimos en jueces, jurados y verdugos ejecutores, tal vez sin darnos cuenta de que el primer paso para poder recibir al Señor no es estar recién confesado, sino saber, sentir, que somos indignos de recibir al Señor, que se entrega como comida para nosotros precisamente para curar nuestra indignidad.

Es el amor al vecino lo que importa para poder acercarte a recibir el sacramento. Es saberse necesitado de misericordia, querer recibirla y ser, al mismo tiempo, capaz de darla. Dios está con nosotros, con cada uno y con todos.

Todos somos odres viejos que debemos reciclarnos constantemente y hacernos nuevos para poder recibir y conservar el vino nuevo. Tenemos que ser igualmente, paño remojado que pueda tapar el roto del manto y evite hacerlo más grande.

Dios está con nosotros, está a nuestro lado y, mientras permanezca con nosotros, no podemos entristecernos con ayunos y penitencias. Día llegará en el que sintamos que nos hemos apartado de Dios y entonces necesitaremos ayunar y hacer penitencia hasta sentirnos nuevamente acogidos por Él. Siempre teniendo en cuenta que el amor de Dios está con nosotros, aunque nos queramos apartar de Él.

Vivamos el amor de Dios y de Dios recibiremos la lluvia que nos hará dar buenos y abundantes frutos, como hemos cantando en el Salmo 84, y no demos tanta importancia a sacrificios, a ritos, a cultos, porque Dios quiere misericordia, no sacrificios ni holocaustos.

Viernes de la XIII Semana del Tiempo Ordinario

Mt 9, 9-13

Si el evangelio no ha penetrado los medios más difíciles de nuestra sociedad, pudiera ser porque en muchos hermanos aún permanece la conciencia farisaica de no juntarse con los pecadores, con aquellos a los que, por sus múltiples pecados, no son dignos de Dios.

Este pasaje, y en general todo el Evangelio, nos muestra que precisamente éstos son el objeto de la evangelización. Ciertamente que no es fácil esta tarea pues exige departe del evangelizador una conciencia pura y una espiritualidad centrada en Dios, de tal manera que pueda ser luz en las tinieblas.

De otra manera las tinieblas pueden opacar, e incluso, apagar su Luz. Por otro lado, Jesús, nos invita a recibir con gran amor y misericordia a aquellos que a pesar de sus limitaciones en la conversión, están buscando llevar una mejor relación con Dios.

Recordemos que la conversión es un proceso y un camino; hay algunos hermanos que van más adelante y otros más atrás. Recuerda que si tú eres de los que vas adelante no eres mejor que el que va atrás, y que con la medida (misericordia) que midas, con esa misma serás medido. Abre tu corazón a los pobres, a los pecadores, de la misma manera que a los que están buscando amar más a Dios, pero que se debaten aun en el pecado.

Jueves de la XIII Semana del Tiempo Ordinario

Mt 9, 1-8

Después del Sermón de la montaña, el evangelio de Mateo relata diez milagros de Jesús, intercalando algún relato vocacional.  Hoy recoge la liturgia el relato de la curación del hombre con parálisis y quisiera destacar algunos aspectos:

Transcurre en su ciudad. El contraste es grande, quien le dice a aquel hombre paralítico que es liberado de sus pecados y de su parálisis, es uno de ellos.

Al paralítico lo llevan personas con una gran fe, que admira a Jesús. El sentido comunitario de este gesto es fuerte y abre el camino a la liberación y la curación.

El lenguaje es cercano y positivo: “Ánimo, hijo, tus pecados te son perdonados”. Y choca de lleno con el discurso de los escribas, que carga al enfermo con el peso de la culpa y le excluye como pecador.

Jesús percibe los malos pensamientos del corazón de quienes le critican. Si la misericordia no mueve y conmueve ante el otro, el corazón se vuelve insensible y duro, y pervierte la mente, las creencias, las relaciones, las leyes…

Y muestra qué es realmente perdonar pecados. La compasión que libera y sana se acerca a la persona y acoge toda la complejidad y el sufrimiento de su situación. Pone en marcha procesos, las capacidades de cada uno, acompaña desde la comunidad y le integra socialmente, trata con dignidad y respeto, ayuda a superar las limitaciones y anima a tomar la propia vida en sus manos y proyectar, realizarse, sentirse útil y capaz. “Ponte en pie, coge tu camilla y vete a tu casa”.

La gente quedó sobrecogida y “alababa a Dios”. El gran tema en el evangelio de Mateo es el Reino de Dios. Jesús no sólo proclama en sus discursos este Reino de los cielos, sino que, con sus gestos, hace realidad ese Reino en el momento presente. Es el Amor de Dios, exquisito, radical y profundo, realmente Buena Noticia.

En aquella ciudad y en cada camino, pueblo o ciudad de hoy, sigue resonando la pregunta de Jesús: “¿Qué es más fácil…?”. Es más fácil condenar, culpabilizar, dar por perdido, desentenderse, excluir, ignorar… “Pues para que veáis…”, la Buena Noticia es el amor, el que libera, sana, protege, cuida, capacita, reconoce, incluye…

Dios da su poder a los hombres y mujeres, claro que sí, el poder del amor.

San Pedro y San Pablo

Mt 16, 13-19

Hoy la liturgia nos presenta un texto con un profundo significado simbólico, más allá de que el contexto histórico nos deja clara la postura de un rey Herodes chaquetero, con la mochila del corazón vacía de contenido. Para Herodes el poder significaba su lucha diaria; de hecho, apresa a Pedro porque eso le confería prestigio: “al ver que esto agradaba a los judíos”…

El contexto de Herodes no es muy lejano del nuestro. Quedar bien nos deja expuestos a nuestros propios miedos. Por otro lado, tenemos a Pedro, el cobarde testigo de Cristo que le negó tres veces “por miedo a los judíos”. Dos imágenes idénticas de una misma realidad, el ser humano con la mochila de la vida cargada ¿de qué? ¡de nada! Porque donde se aloja, el poder, el prestigio, el miedo y la falta de fe, no queda nada.   

Pero la fuerza de la Palabra nos lleva mucho más lejos, la Palabra ilumina para romper cadenas, nunca para oscurecer ni destruir. Y esa es la gran diferencia entre Pedro y Herodes. Este último manda prender a Pedro, meterlo en la cárcel y rodearlo de soldados. Son imágenes de alguien que está atrapado por el miedo a perder; en realidad Herodes se encarceló a sí mismo.

La belleza y esencia de este texto nos lo muestra la realidad que envuelve a Pedro en la cárcel. Éste aparece atado con cadenas (las cadenas de la traición y la negación: “no le conozco”). La iglesia ora y lo acompaña desde el dolor de la persecución, pero con la firmeza de la fe, y la celda de Pedro se ilumina con la fuerza de la presencia, “date prisa levántate”, es la llamada a salir a la luz, ¡ven! La llamada a ser, esa llamada que todo ser humano hemos escuchado en nuestra propia esencia cuando fuimos creados. Y ocurre el milagro, “se le caen las cadenas de las manos”.

La escena es increíblemente bella: es invitado a ponerse el cinturón y las sandalias, a echarse el manto y a seguir al Ángel, todo un simbolismo de alianza que nos recuerda al Padre bueno que caminó con el pueblo infiel de Israel y le amó como se ama a un hijo desde las entrañas. Aquí Pedro queda redimido y revestido de Cristo, liberado de sí mismo, se le caen las cadenas del miedo. Y al final de la calle, lo dejó el Ángel, con la mochila de la vida preparada para dar razón de su fe con la propia vida.  

¿La misma mochila?

Pablo no andaba muy lejos de la realidad que envolvió la vida de Herodes y Pedro. Su mochila sólo contenía la letra muerta de la ley y por tanto el vacío y la muerte. El camino a Jerusalén lo ha recorrido muchas veces con cartas cobardes para encadenar y ejecutar a los cristianos, ahora lo recorre en sentido inverso, libre de las ataduras de la ley, pero encadenado por la ley del amor que le liberó hasta llevarle a perder la vida por amor. El juez justo le espera para conferirle la corona de la vida. Solo redime, libera y dignifica el amor. A Pablo y Pedro les embriagó el amor de Cristo y a nosotros, ¿quién nos ha embriagado?

Una mochila nueva

Los primeros versículos del capítulo 16 de san Mateo nos relatan la confusión de los discípulos cuando Jesús intenta avisarles del doble juego de los fariseos y saduceos y, como en tantas otras ocasiones, no le entienden. Se encamina con ellos a la región de Cesarea de Filipos, y les confronta con dos simples preguntas: ¿Quién dice la gente que soy yo y quien decís vosotros que soy yo?

Responder a la primera pregunta era fácil, sólo implicaba ponerse al corriente de los comentarios de pasillo, que son tan frecuentes cuando alguien no piensa como nosotros. Pero ¿y la segunda?, la segunda pregunta dejaba al descubierto algo mucho más profundo, ¿qué buscaban junto a él?

Pedro le responde: “Tú eres el Mesías”, una respuesta que no brota de un conocimiento razonado, sino de un enamorado conocimiento, esa fuerza del amor que descubre Jesús en el corazón del pobre Pedro, al que le confía su mismo cuerpo, la Iglesia. “Sobre tu pobreza, tu ignorancia y tu negación yo colocaré la obra de mi Padre, mi propio Cuerpo”.

La palabra clave que Jesús le confía es imprescindible para entrar en su camino de salvación, para ser liberados de nosotros mismos: “edificaré”. El cuerpo de Cristo se edifica sobre la herida de la cobardía, de la búsqueda de poder y de prestigio, todos sin excepción buscaron los primeros lugares y lucharon por conseguirlos; las mochilas de los discípulos están vacías de contenido, pero el perdón y la misericordia las llenó de audacia y compasión y nació la Iglesia como la esposa fiel que recorre el camino de la humanidad sanando y besando heridas.

¿Cómo andan nuestras mochilas? ¿Son las mochilas nuevas con las llaves del Reino para abrir los cerrojos heridos de la humanidad?

Martes de la XIII Semana del Tiempo Ordinario

Mt 8, 23-27

La primera lectura es un modelo del estilo profético, que parte de las infidelidades de Israel a Dios, reiteradas a lo largo de su historia, que llevan a Dios a estar indignado con su pueblo; pero confía en que cambie de conducta, y para ello aplica la corrección, y el aviso serio de que ha de convertirse a Él. Ofrece la versión dura de Yahvé. Todo padre, en algún momento por amor a su hijo ha de utilizar la reprensión y “meterle cierto miedo en el cuerpo”, según expresión clásica. Encararse con Dios implica ser sincero consigo, aunque la sinceridad no dé la versión que quisiéramos de nosotros mismos. Y saber que a Dios no se le engaña. “Tú no eres un Dios que ame la maldad” dice el salmo que reiteramos en la celebración de este día. Pero nosotros si la amamos. Ahí está la diferencia con nuestro Dios, con nuestro Padre. Hay que pedirle con el salmo responsorial “Señor guíame con tu justicia”. Es decir, impón tu orden. Imponlo en nuestro saber, en nuestros sentimientos, en nuestras obras. Para así, desde nuestra debilidad, que no se apartará de nosotros, podamos encararnos con Dios, vernos cara a cara con Él. Será además el mejor modo de encararnos con nosotros mismos, vernos tal como somos.

¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?

En la vida, en el navegar por el tiempo, habrá momentos de tempestad. Momentos en que tememos hundirnos. Si algo, junto a las trágicas consecuencias de enfermedad y muerte genera es miedo. Miedo vivido en soledad. Miedo disimulado ante aquellos con los que convivíamos. Nos sentíamos poca cosa, estábamos como los apóstoles en el texto evangélico acobardados. Nos encontraremos en la vida con más situaciones, en las que la situación dura se nos impone: será enfermedad propia o ajena, será muerte de alguien cercano. Será también experiencias de fracaso de diverso tipo en nuestra vida. O experiencia de una incertidumbre que alberga un porvenir oscuro. Son los vientos y las corrientes contrarios que encontramos en el navegar por la vida. Tiempos de estar acobardados.

Jesús en el texto evangélico se nos muestra exigente: no tienen derecho los apóstoles en plena tempestad a tener miedo, si Él está con ellos. Les reprocha que no confíen en Él. Esa es la fe: la confianza en quien decimos que creemos. La confianza que supera evidencias inmediatas de impotencia y miedo. Ahí reside el mensaje del texto evangélico. No podemos desconfiar del Dios en quien decimos creer. En medio de la tempestad hay que buscarlo, y contar con Él, es el momento de tener conciencia de que no vivimos solos, Él está en nuestras vidas. Está para darnos valor y no dejarnos acobardar; para darnos esperanza, no dejarnos aplastar por el temor.

Es fácil que vivamos la situación de cobardía y miedo de los apóstoles en la barca en medio de la tempestad. Hemos de ir preparándonos para esos momentos. Malo es que cuando la navegación por la vida es plácida nos olvidemos de Dios. Luego no será fácil hacerlo presente cuando se produzca la tempestad. Hay que cuidar sentir a Dios en nuestro vivir. Contar con Él. Para pedirle ayuda en la dificultad, pero también para darle gracias cuando parece que no le necesitamos.

Lunes de la XIII Semana del Tiempo Ordinario

Am 2, 6-10.13-16; Mt 8, 18-22

El profeta Amós era del sur, de Judea, y fue enviado por Dios al reino del norte, Israel.  Por aquella época Israel gozaba de prosperidad y todo parecía funcionar bien.  Un cambio hacia el norte ordinariamente hubiera sido deseable, pero no para Amós, pues él sabía que entre toda la riqueza del reino del norte había una gran corrupción.  Dios lo llamó a predicar ahí el arrepentimiento, lo cual no era una tarea agradable.  El tenía que proclamar ante el pueblo que su injusticia y su opresión de los pobres era una burla práctica contra la fe que profesaban.  Ellos se consideraban como el pueblo escogido de Dios, pero Amós tuvo que recordarles que esa elección carecía de sentido, si no vivían de acuerdo con la ley de Dios.

Amós entra en escena alrededor del año 670 antes de Cristo, y con todo eso, es un profeta contemporáneo.  Aun a pesar de las dificultades económicas de nuestro tiempo, podemos decir que nuestra sociedad es próspera.  Y la prosperidad contribuye a hacer cómoda la religión.  ¿Por  qué no ser religioso, cuando todo parece cómodo?  Además, la prosperidad puede contribuir a la autoprotección.  Una vez que se han probado las comodidades de «la buena vida», uno no quiere desprenderse de ellas.  Pero la autoprotección conduce también a la explotación de los demás.

Es muy probable que pensemos que nosotros no encajamos en este cuadro de la prosperidad y yo no soy Amós para convencerlos de lo contrario.  Pero, seamos ricos o pobres, debemos escuchar el mensaje de Amós como un desafío a nuestras actitudes y a nuestras acciones.  ¿Qué tanto valor les damos a las comodidades que podemos comprar con dinero?  ¿En dónde tenemos puesto el corazón?  ¿Nos conformamos con satisfacer las necesidades sencillas de la vida o buscamos siempre más?  Si fuera necesario ¿querríamos imitar a Jesús, que no tenía en dónde reclinar su cabeza?

Es muy bueno que escuchemos las palabras de Amos.  Así, no seremos culpables de injusticia o de opresiones, si vivimos según el mensaje fundamental del profeta, que consiste en esto: cumplir la ley de Dios y su voluntad es la única forma de vivir.

INMACULADO CORAZÓN DE LA VIRGEN MARÍA

Lc 2, 41-51

La liturgia propone esta memoria al día siguiente de la gran fiesta del Corazón de Jesús. Así, tras la solemnidad en que se celebra el corazón abierto del Salvador, hacemos un recuerdo más discreto del corazón de la madre, la toda-santa, la obra primorosa del Espíritu.

  • El corazón de María

El símbolo «corazón de María» nos evoca el mundo de sentimientos de la Madre del Señor: ella conoce la alegría desbordante, pero también la turbación, el desgarro, las zozobras y angustias. María es asimismo la creyente que «guarda y medita en su corazón» los momentos de la manifestación de Jesús, ya en el nacimiento, o más tarde en la primera Pascua del niño ; el corazón de María aparece entonces como «la cuna de toda la meditación cristiana sobre los misterios de Cristo» María es, además, modelo del verdadero discípulo, que escucha la Palabra, la conserva en el corazón y da fruto con perseverancia. María es, en fin, la mujer nueva que vive sin reservas ni cálculos el don y los afanes del amor: «el corazón de María es su amor»; «su corazón es el centro de su amor a Dios y a los hombres» (Antonio Mª Claret).

Vamos a desarrollar este último punto, comenzando por el amor a Dios. Si a María le hubieran abierto alguna vez las venas, quizá le habría sucedido, y con más razón, lo que se cuenta de un místico: le abrieron las venas, y la sangre, al caer, en vez de formar un charco, trazaba unas letras, que iban componiendo un nombre, el nombre de Dios. Hasta ese punto lo llevaba metido en su propia sangre. Tan «perdidamente» enamorado de él estaba.

María, bajo el título de su Corazón, nos muestra que la vida cristiana no estriba ante todo en someterse a una ley, asentir a un sistema doctrinal, cumplir un ritual en que se honra a Dios con los labios. Ser cristianos es vivir una relación de acogida, confianza y entrega al Dios vivo; es una adhesión personal a Cristo, Desde ahí se vivirá la obediencia a la voluntad de Dios, se acogerá la enseñanza del Evangelio, se adorará a Dios en espíritu y verdad.

Sobre el amor de María a los hombres nos habla el Papa Juan Pablo II. Jesús —decía el Papa en la encíclica Dives in misericordia, n. 9— manifestó su amor «misericordioso» ante todo en el contacto con el mal moral y físico. En ese amor «participaba de manera singular y excepcional el corazón de la que fue Madre del Crucificado y del Resucitado… En ella y por ella, tal amor no cesa de revelarse en la historia de la Iglesia y de la humanidad. Tal revelación es especialmente fructuosa, porque se funda, por parte de la Madre de Dios, sobre el tacto singular de su corazón materno, sobre su sensibilidad particular, sobre su especial aptitud para llegar a todos aquellos que aceptan más fácilmente el amor misericordioso de parte de una madre».

Pero el papa invita en otro lugar a destacar sobre todo el amor preferencial por los pobres: «La Iglesia, acudiendo al corazón de María, a la profundidad de su fe, expresada en las palabras del Magnificat, renueva cada vez mejor en sí la conciencia de que no se puede separar la verdad sobre Dios que salva, sobre Dios que es fuente de todo don, de la manifestación de su amor preferencial por los pobres y los humildes, que, cantado en el Magnificat, se encuentra luego expresado en las palabras y obras de Jesús» (Redempioris Mater, n. 37).

El corazón de María se muestra así como un corazón dilatado y poblado de nombres, en especial de los nombres de los últimos. Por eso la presentarán algunos como la mujer toda corazón.