Miércoles de la II Semana de Pascua

Jn 3,16-21

Este pasaje del Evangelio de Juan, el diálogo entre Jesús y Nicodemo, es un auténtico tratado de teología: aquí está todo. El kerigma, la catequesis, la reflexión teológica, está todo en este capítulo. Hoy señalaré solo dos puntos de todo esto, dos puntos que están en el pasaje de hoy.

El primero es la revelación del amor de Dios. Dios nos ama, y nos ama –como dice un santo– como locura: el amor de Dios parece una locura. Nos ama: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Unigénito». Dios dio a su Hijo, envió a su Hijo, y lo envió a morir en la cruz. Cada vez que miramos el crucifijo, vemos ese amor. El crucifijo es precisamente el gran libro del amor de Dios. No es un objeto para ponerlo aquí o allá, más bonito o no tanto, más antiguo o más moderno… no. Es la expresión del amor de Dios. Dios nos amó así: envió a su Hijo, se anonadó hasta la muerte de cruz por amor. «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo»

Cuánta gente, cuántos cristianos pasan el tiempo mirando el crucifijo, y ahí lo encuentran todo, porque han entendido –el Espíritu Santo les ha hecho entender– que ahí está toda la ciencia, todo el amor de Dios, toda la sabiduría cristiana. Pablo habla de esto, explicando que todos los razonamientos humanos que él hace sirven hasta cierto punto, pero el verdadero razonamiento, el modo de pensar más hermoso, y que más lo explica todo, es la cruz de Cristo, es “Cristo crucificado que es escándalo” y locura, pero es el camino. Y eso es el amor de Dios. «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo» ¿Para qué? «Para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» El amor del Padre que quiere a sus hijos consigo.

Mirar el crucifijo en silencio, mirar las llagas, mirar el corazón de Jesús, mirar el conjunto: Cristo crucificado, el Hijo de Dios, anonadado, humillado por amor. Este es el primer punto que hoy nos muestra este tratado de teología, que es el diálogo de Jesús con Nicodemo.

El segundo punto es un punto que también nos ayudará: «La luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas». Jesús retoma esto de la luz. Hay gente –también nosotros, muchas veces– que no pueden vivir en la luz porque están acostumbrados a las tinieblas. La luz les deslumbra, son incapaces de ver. Son murciélagos humanos: solo saben moverse en la noche. Y también nosotros, cuando estamos en pecado, estamos en ese estado: no toleramos la luz. Es más cómodo vivir en las tinieblas; la luz nos abofetea, nos hace ver lo que no queremos ver. Y lo peor es que los ojos, los ojos del alma, de tanto vivir en tinieblas se habitúan de tal modo que acaban ignorando qué es la luz. Pierdo el sentido de la luz, porque me acostumbro más a las tinieblas. Y tantos escándalos humanos, tantas corrupciones nos indican esto. Los corruptos no saben qué es la luz, no la conocen. Lo mismo nosotros cuando estamos en pecado, en estado de alejamiento del Señor, nos volvemos ciegos y nos sentimos mejor en las tinieblas, y así vamos, sin ver, como ciegos, moviéndonos como podamos.

Dejemos que el amor de Dios, que envió a Jesús para salvarnos, entre en nosotros y “la luz que trae Jesús”, la luz del Espíritu entre en nosotros y nos ayude a ver las cosas con la luz de Dios, con la luz verdadera y no con las tinieblas que nos da el señor de las tinieblas.

Dos cosas, hoy: el amor de Dios en Cristo, en el crucificado, en lo cotidiano. Y la pregunta diaria que podemos hacernos: “¿Yo camino en la luz o camino en las tinieblas? ¿Soy hijo de Dios o he acabado por ser un pobre murciélago?”.

Martes de la II Semana de Pascua

Jn 3, 7-15

Si contemplamos la escena que nos presenta hoy la narración de los hechos de los apóstoles, en la primera lectura, podremos comprender mejor las expresiones que dejan atónito, no solo a Nicodemo sino también a todos nosotros.

No podían imaginar los israelitas que el cumplimiento de la ley, alcanzara su plenitud en la vida presentada como ideal en los Hechos de los Apóstoles: Vivían con un solo corazón y una sola alma. El amor a Dios hecho fraternidad resume la práctica de todos los mandamientos.

El dar testimonio de la resurrección, no con palabras, sino con los signos que todos podían contemplar, era el mejor anuncio del Reino de Dios. Y detrás de todo esto como motor y fuente el Espíritu Santo.

Podrían parecernos muy abstractas las palabras que hoy nos ofrece el Evangelio, pero si tomamos en cuenta que el viento es uno de los signos de la presencia del Espíritu, estaremos en camino de comprenderlo mejor.

El que nace del Espíritu, es una persona libre, sin ataduras que rompe los esquemas, que abre caminos.

La contraposición entre cielo y tierra es muy clara. Hay personas inteligentísimas, sin más, que tienen sus objetivos puestos en las cosas del mundo. Jesús propone otros valores; propone otra forma de vivir. Solo mediante el viento, el Espíritu Santo, que no proviene de la tierra sino del cielo, podremos construir un mundo nuevo.

Cuando nos mueven intereses económicos, materiales, mezquinos podemos tener una gran unión, pero no tendremos un solo corazón. Cuando nos mueve el Espíritu lograra que tengamos un solo corazón y una sola alma.

Es necesario revisar como hemos abierto el corazón al Espíritu y si estamos dispuestos a dejarnos mover por su fuerza, o si nosotros lo queremos manipular.

Hoy, busquemos un momento de silencio para sentir la brisa del viento y dejarme invadir por la presencia del Espíritu.

¿Estoy viviendo de acuerdo a lo que quiere Jesús? ¿Mis valores son mezquinos, egoístas?

Que el Espíritu Santo venga y nos llene de su fuerza, de su sabiduría.

San Marcos

Mc 16, 15-20

Hoy la Iglesia celebra a San Marcos, uno de los cuatro evangelistas, muy cercano al apóstol Pedro. El Evangelio de Marcos fue el primero en ser escrito. Es sencillo, de estilo simple, muy cercano.

Y en este pasaje –que es el final del Evangelio de Marcos, que hemos leído ahora– es el envío del Señor. El Señor se reveló como salvador, como el Hijo único de Dios; se reveló a todo Israel y al pueblo, especialmente y con más detalle a los apóstoles, a los discípulos. Es la despedida del Señor: el Señor se va, partió y «fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios». Pero antes de partir, cuando se aparece a los Once, les dijo: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación». Es la misión de la fe. La fe, o es misionera o no es fe. La fe no es algo solo para mí, para que yo crezca en la fe. La fe siempre te lleva a salir de ti. ¡Salir! La transmisión de la fe; la fe se trasmite, se ofrece, sobre todo con el testimonio: “Id, que la gente vea cómo vivís”

Hoy hay tanta incredulidad, en nuestras ciudades, porque los cristianos no tienen fe. Si la tuviesen, seguro que la darían a la gente. Falta la misión. Porque en la raíz falta la convicción: “Sí, yo soy cristiano, soy católico…”, como si fuese una actitud social. En el carnet de identidad te llamas así: “cristiano”; es un dato del carnet de identidad. Eso no es fe. Eso es algo cultural. La fe necesariamente te lleva fuera, te lleva a darla: porque la fe esencialmente debe ser trasmitida. No está quieta. “Ah, ¿usted quiere decir, padre, que todos debemos ser misioneros e ir a países lejanos?”. No, esa es una parte de la misión. Lo que quiere decir es que, si tienes fe, necesariamente debes salir de ti y mostrar socialmente la fe. La fe es social, es para todos: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda criatura». Y esto no quiere decir hacer proselitismo, como si yo fuese de un equipo de fútbol que hace proselitismo o de una sociedad de beneficencia. No, la fe es nada de proselitismo. Es hacer ver la revelación, para que el Espíritu Santo pueda actuar en la gente a través del ejemplo, como testigo, con servicio. El servicio es un modo de vivir: si yo digo que soy cristiano y vivo como un pagano, ¡no va! Eso no convence a nadie. Si digo que soy cristiano y vivo como cristiano, eso atrae. Es el buen ejemplo.

Una vez, un estudiante me dijo: “En la universidad tengo muchos compañeros ateos. ¿Qué debo decirles para convencerles?”“Nada, querido, nada! Lo último que debes hacer es decir algo. Comienza viviendo y ellos, al ver tu buen ejemplo, te preguntarán: ¿Por qué vives así?”. La fe se trasmite: no obligando sino como el que ofrece un tesoro. “Está ahí, ¿veis?”. Y esa es también la humildad de la que habla San Pedro en la Primera Lectura: «Queridísimos, revestíos todos de humildad en el trato mutuo, porque Dios resiste a los soberbios, mas da su gracia a los humildes». Cuántas veces en la Iglesia, en la historia, han nacido movimientos, asociaciones de hombres o mujeres que querían obligar a la fe, convertir…, auténticos “proselitistas”. ¿Y cómo acabaron? En la corrupción.

Es tan tierno este pasaje del Evangelio. Pero, ¿dónde está la seguridad? ¿Cómo puedo estar seguro de que saliendo de mí seré fecundo en la transmisión de la fe? «Proclamad el Evangelio a toda criatura», haréis maravillas. Y el Señor estará con nosotros hasta el fin del mundo. Nos acompaña. En la transmisión de la fe, el Señor siempre está con nosotros. En la transmisión de la ideología habrá maestros, pero si tengo la actitud de fe que debo trasmitir, el Señor está ahí y me acompaña. En la transmisión de la fe nunca estoy solo. Es el Señor conmigo quien trasmite la fe. Lo prometió: “yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”.

Pidamos al Señor que nos ayude a vivir nuestra fe así: la fe de puertas abiertas, una fe transparente, no “proselitista”, sino que se haga ver: “¡Pues yo soy así!”. Y con esa sana curiosidad, ayude a la gente a recibir este mensaje que les salvará.

Sábado de la Octava de Pascua

Marcos 16, 9-15

Los jefes, los ancianos, los escribas, viendo a estos hombres y la franqueza con la que hablaban, y sabiendo que era gente sin formación –quizá no sabían ni escribir–, se queda asombrados. No entendían: “Pero es algo que no podemos entender, cómo esta gente sea tan valiente, tenga esta franqueza”. Esa palabra es muy importante pues es el estilo propio de los predicadores cristianos, también en el Libro de los Hechos de los Apóstoles: franqueza, coraje. Quiere decir todo eso. Decir claramente.

Franqueza. El coraje y la franqueza con los que los primeros apóstoles predicaban… Por ejemplo, el Libro de los Hechos está lleno de esto: dice que Pablo y Bernabé intentaban explicar a los judíos con franqueza el misterio de Jesús y predicaban el Evangelio con franqueza. Pero hay un versículo que a mí me gusta mucho en la Epístola a los Hebreos, cuando el autor nota que algo en la comunidad no está yendo bien, que se pierde, que hay un cierto bajón, que esos cristianos se están volviendo tibios. Y dice: «Acordaos de los días primeros, cuando, recién iluminados, tuvisteis que sostener una lucha grande y dolorosa. No perdáis, por tanto, vuestra confianza». “Recupérate”, recupera la franqueza, el coraje cristiano de seguir adelante. No se puede ser cristianos sin que venga esa franqueza: si no viene, no eres un buen cristiano. Si no tienes valor, si para explicar tu posición caes en ideologías o en la casuística, te falta la franqueza, te falta el estilo cristiano, la libertad de hablar, de decirlo todo. El coraje.

Y luego, vemos que los jefes, los ancianos y los escribas son víctimas de esa franqueza, porque los arrincona: no saben qué hacer. «Notando que eran hombres sin letras ni instrucción, estaban sorprendidos. Reconocían que habían sido compañeros de Jesús pero, viendo de pie junto a ellos al hombre que había sido curado, no encontraban respuesta». En vez de aceptar la verdad como es, tenían el corazón tan cerrado que buscaron la vía diplomática, la vía del compromiso: “Asustémoslos un poco, digámosles que serán castigados, a ver si así se callan”.

Ciertamente están arrinconados por la franqueza: no sabían cómo salir. Pero no se les ocurría decir: “Pero, ¿no será verdad esto?”. El corazón ya estaba cerrado, era duro: el corazón estaba corrupto. Este es uno de los dramas: la fuerza del Espíritu Santo que se manifiesta en esa franqueza de la predicación, en esa locura de la predicación, no puede entrar en los corazones corruptos. Por eso, estemos atentos: pecadores sí, corruptos jamás. Y no llegar a esa corrupción que tiene tantos modos de manifestarse.

Pero estaban arrinconados y no sabían qué decir. Y al final encontraron un compromiso: “Amenacémosles un poco, asustémosles un poco”, les llaman y les ordenan, les invitan a no hablar en ningún momento ni enseñar en el nombre de Jesús. “Hagamos las paces: vosotros iros en paz, pero no habléis en el nombre de Jesús, no enseñéis”.  A Pedro ya lo conocemos: no era un valiente nato. Fue cobarde, negó a Jesús. ¿Pero ahora qué ha pasado? Responden: «¿Es justo ante Dios que os obedezcamos a vosotros más que a él? Juzgadlo vosotros. Por nuestra parte no podemos menos de contar lo que hemos visto y oído». ¿Y ese coraje de dónde le viene a este cobarde que negó al Señor? ¿Qué pasó en el corazón de este hombre? El don del Espíritu Santo: la franqueza, el coraje, es un don, una gracia que da el Espíritu Santo el día de Pentecostés. Justo después de haber recibido al Espíritu Santo fueron a predicar: un poco valientes, algo nuevo para ellos. Eso es coherencia, la señal del cristiano, del auténtico cristiano: es valiente, dice toda la verdad porque es coherente.

Y a esa coherencia nos llama el Señor en el envío; después de la síntesis que hace Marcos en el Evangelio: resucitado de mañana –una síntesis de la resurrección– «les echó en cara su incredulidad y dureza de corazón, porque no habían creído a los que lo habían visto resucitado». Pero con la fuerza del Espíritu Santo –es el saludo de Jesús: “Recibid el Espíritu Santo”– les dijo: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación», id con coraje, id con franqueza, no tengáis miedo. No –repito el versículo de la Carta a los Hebreos–, “no perdáis vuestra franqueza, no perdáis este don del Espíritu Santo”. La misión nace precisamente de aquí, de ese don que nos hace valientes, francos en el anuncio de la palabra.

Que el Señor nos ayude siempre a ser así: valientes. Esto no quiere decir imprudentes: no, no. Valientes. El coraje cristiano siempre es prudente, pero es coraje.

Viernes de la Octava de Pascua

Jn 21, 1-14

Los discípulos eran pescadores: Jesús les había llamado precisamente en el trabajo. Andrés y Pedro estaban trabajando con las redes. Dejaron las redes y siguieron a Jesús. Juan y Santiago, lo mismo: dejaron a su padre y a los compañeros que trabajaban con ellos y siguieron a Jesús. La llamada fue justo en su oficio de pescadores. Y este pasaje del Evangelio de hoy, este milagro, de la pesca milagrosa nos hace pensar en otra pesca milagrosa, la que cuenta Lucas: también allí pasó lo mismo. Tuvieron pesca, cuando pensaban que no tenían. Después de predicar, Jesús les dijo: “Remad mar adentro. ¡Pero hemos bregado toda la noche y no hemos pescado nada!”. “Id”. “Por tu palabra –dijo Pedro– echaré las redes”. Y fue tanta la cantidad –dice el Evangelio– que “quedaron asombrados”, por ese milagro. Hoy, en esta otra pesca no se habla de asombro. Se ve una cierta naturalidad, se ve que ha habido un progreso, un camino andado en el conocimiento del Señor, en la intimidad con el Señor; yo diré la palabra justa: en la familiaridad con el Señor. Cuando Juan vio esto, dijo a Pedro: “Es el Señor”, y Pedro se vistió, se echó al agua para ir al Señor. La primera vez, se arrodilló ante Él: “Apártate de mí, Señor, que soy un pecador”. Esta vez no dice nada, es más natural. Nadie pregunta: “¿Quién eres?”. Sabían que era el Señor, era natural el encuentro con el Señor. La familiaridad de los apóstoles con el Señor había crecido.

 También los cristianos, en el camino de nuestra vida estamos en camino, progresando en familiaridad con el Señor. El Señor, podría decirse, está un poco “a mano”, pero “a mano” porque camina con nosotros, conocemos que es Él. Nadie le preguntó, aquí, “¿quién eres?”: sabían que era el Señor. La del cristiano es una familiaridad cotidiana con el Señor. Y seguramente desayunaron juntos, con el pescado y el pan, seguramente hablaron de tantas cosas con naturalidad.

Esta familiaridad de los cristianos con el Señor es siempre comunitaria. Sí, es íntima, es personal, pero en comunidad. Una familiaridad sin comunidad, una familiaridad sin el Pan, una familiaridad sin la Iglesia, sin el pueblo, sin los sacramentos es peligrosa. Puede acaban en familiaridad –digamos– gnóstica, una familiaridad solo para mí, separada del pueblo de Dios. La familiaridad de los apóstoles con el Señor siempre era comunitaria, siempre en la mesa, signo de comunidad. Siempre era con el Sacramento, con el Pan.

En este momento debemos tener esta familiaridad con el Señor y esa es la familiaridad de los apóstoles: no gnóstica, no egoísta para cada uno de ellos, sino una familiaridad concreta, en el pueblo. La familiaridad con el Señor en la vida cotidiana, la familiaridad con el Señor en los sacramentos, en medio del pueblo de Dios. Ellos hicieron un camino de madurez en la familiaridad con el Señor: aprendamos nosotros a hacerlo también. Desde el primer momento, estos entendieron que la familiaridad era distinta de lo que imaginaban, y llegaron a esto. Sabían que era el Señor, lo compartían todo: la comunidad, los sacramentos, el Señor, la paz, la fiesta.

Que el Señor nos enseñe esta intimidad con Él, esta familiaridad con Él, pero en la Iglesia, con los sacramentos, con el santo pueblo fiel de Dios.

Jueves de la Octava de Pascua

Lc 24, 35-48

En estos días, en Jerusalén, la gente tenía muchos sentimientos: miedo, asombro, dudas. «En aquellos días, mientras el paralítico curado seguía aún con Pedro y Juan, todo el pueblo, asombrado…»: hay un ambiente inquieto porque pasaban cosas que no se entendían. El Señor fue a sus discípulos. Ellos ya sabían que había resucitado, y Pedro también, porque habló con él esa mañana; y los dos que volvieron de Emaús lo sabían…, pero cuando el Señor se aparece se asustan. «Aterrorizados y llenos de miedo, creían ver un espíritu»; la misma experiencia la tuvieron en el lago, cuando Jesús vino caminando sobre las aguas. Pero en aquel momento Pedro, envalentonado, apostó por el Señor, y dijo: “Si eres tú, hazme andar sobre las aguas”. Pero hoy Pedro está callado, ha hablado con el Señor esa mañana, y de aquel diálogo nadie sabe qué se dijeron y por eso está callado. Y estaban tan llenos de miedo, aterrorizados, creían ver un fantasma. Y les dice: «¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro corazón? Mirad mis manos y mis pies», y les muestra las llagas, ese tesoro que Jesús se llevó al Cielo para enseñarlo al Padre e interceder por nosotros. «Palpadme y daos cuenta de que un espíritu no tiene carne y huesos».

Y luego viene una frase que a mí me da mucho: «Pero no acababan de creer por la alegría…», estaban llenos de asombro, pero la alegría les impedía creer. Era tanta la alegría que: “no, esto no puede ser verdad. Esta alegría no es real, es demasiada alegría”. Y les impedía creer. La alegría, los momentos de gran alegría. Estaban colmados de alegría pero paralizados por la alegría. Y la alegría es uno de los deseos que Pablo tiene para los suyos de Roma: “Que el Dios de la esperanza os colme de alegría”, les dice. Colmar de alegría, estar lleno de alegría. Es la experiencia del consuelo más alto, cuando el Señor nos hace entender que es distinto a estar alegre, positivo, luminoso… No, es otra cosa. Estar gozoso…, pero lleno de alegría, una alegría desbordante que nos agarra de lleno. Y por eso Pablo desea que “el Dios de la esperanza os colme de alegría”.

Y esa palabra, esa expresión, colmar de alegría, se repite muchas veces. Por ejemplo, lo que pasó en la cárcel, cuando Pablo salva la vida al carcelero que estaba a punto de suicidarse porque se habían abierto las puertas con el terremoto, y luego le anuncia el Evangelio, lo bautiza, y el carcelero, dice la Biblia, estaba “lleno de alegría” por haber creído. Lo mismo pasó con el ministro de economía de Candaces, cuando Felipe lo bautizó y desapareció, él siguió su camino “lleno de alegría”. Lo mismo pasó el día de la Ascensión: los discípulos regresan a Jerusalén, dice la Biblia, “llenos de alegría”. Es la plenitud del consuelo, la plenitud de la presencia del Señor. Porque, como Pablo dice a los Gálatas, “la alegría es el fruto del Espíritu Santo”, no la consecuencia de emociones que surgen por algo maravilloso… No, es más. Esa alegría, esa que nos colma es el fruto del Espíritu Santo. Sin el Espíritu no se puede tener esa alegría. Recibir la alegría del Espíritu es una gracia.

Pablo VI hablaba de los cristianos alegres, de los evangelizadores alegres, y no de los que viven siempre tristes. Es lo que nos dice la Biblia: «No acababan de creer por la alegría…», era tanta que no creían.

 
Hay un pasaje del libro de Nehemías que nos ayudará hoy en esta reflexión sobre la alegría. El pueblo al volver a Jerusalén encontró el libro de la ley, fue hallado de nuevo –aunque sabían la ley de memoria, el libro no lo encontraban–, e hicieron una gran fiesta y todo el pueblo se reunió para escuchar al sacerdote Esdras que leía el libro de la ley. El pueblo emocionado lloraba, lloraba de alegría porque había encontrado el libro de la ley, y lloraba, estaba alegre, el llanto… Al final, cuando el sacerdote Esdras acabó, Nehemías dijo al pueblo: “Estad tranquilos, ya no lloréis más, conservad la alegría, porque la alegría en el Señor es vuestra fuerza”.

Estas palabras del libro de Nehemías nos ayudarán hoy. La gran fuerza que tenemos para transformar, para predicar el Evangelio, para ir adelante como testigos de vida es la alegría del Señor, que es fruto del Espíritu Santo, y hoy pedimos a Él que nos conceda este fruto.

Miércoles de la Octava de Pascua

Lc 24, 13-35

Ayer reflexionamos sobre María de Magdala como imagen de fidelidad: fidelidad a Dios. Pero, ¿cómo es esa fidelidad a Dios? ¿A qué Dios? Precisamente al Dios fiel. Nuestra fidelidad no es otra cosa que una respuesta a la fidelidad de Dios. Dios que es fiel a su palabra, que es fiel a su promesa, que camina con su pueblo llevando adelante la promesa junto a su pueblo. Fiel a la promesa: Dios, que continuamente se deja sentir como Salvador del pueblo porque es fiel a la promesa. Dios, que es capaz de rehacer las cosas, de recrear, como hizo con este lisiado de nacimiento que le recreó los pies, lo curó, el Dios que cura, el Dios que siempre trae consuelo a su pueblo. El Dios que recrea. Una recreación nueva: esa es su fidelidad con nosotros. Una recreación que es más maravillosa que la creación.

Un Dios que va adelante y que no se cansa de trabajar para llevar adelante al pueblo, y no tiene miedo de “cansarse”, digamos así… Como aquel pastor que cuando vuelve a casa se da cuenta de que le falta una oveja y vuelve a buscar la oveja perdida. El pastor que hace horas extra, pero por amor, por fidelidad… Y nuestro Dios es un Dios que hace horas extra, pero no cobrando: gratuitamente. Es la fidelidad de la gratuidad, de la abundancia. Y la fidelidad es aquel padre que es capaz de subir muchas veces a la terraza para ver si vuelve el hijo, y no se cansa de subir: lo espera para hacerle una fiesta. La fidelidad de Dios es fiesta, es alegría, es una alegría tal que nos hace lo que hizo con este cojo: entró en el templo caminando, saltando, alabando a Dios. La fidelidad de Dios es fiesta, es fiesta gratuita. Es fiesta para todos.

La fidelidad de Dios es una fidelidad paciente: tiene paciencia con su pueblo, lo escucha, lo guía, le explica lentamente y le enciende el corazón, como hizo con esos dos discípulos que se iban lejos de Jerusalén: les enciende el corazón para que vuelvan a casa. La fidelidad de Dios, es lo que no sabemos: qué pasó en aquel diálogo, y es el Dios generoso que buscó al Pedro que le negó, que le había negado. Solo sabemos que el Señor ha resucitado y se apareció a Simón: qué pasó en aquel diálogo no lo sabemos. Pero sí sabemos que es la fidelidad de Dios la que busca a Pedro. La fidelidad de Dios siempre nos precede y nuestra fidelidad siempre es respuesta a esa fidelidad que nos precede. Es el Dios que nos precede siempre. Es la flor del almendro, en primavera: florece la primera. Ser fieles es alabar esa fidelidad, ser fieles a esa fidelidad. Es una respuesta a esa fidelidad.

Martes de la Octava de Pascua

Jn 20, 11-18

En los últimos años la Iglesia ha insistido continuamente en la importantísima función que tienen los laicos dentro del proyecto salvífico de Dios como anunciadores y testigos de la resurrección de Cristo, como nos lo muestra hoy el evangelio.

Muy significativa la narración que nos presenta san Juan de este encuentro de María Magdalena con Jesús resucitado. María magdalena, cómo muchos de nosotros, permanece en el llanto y la tristeza, sin imaginarse que Jesús pudiese resucitar. Todo lo da por perdido y ahora nada tiene sentido de aquel bello sueño deformar un mundo nuevo, diferente. Sin embargo, se queda junto al sepulcro, no huye, no abandona, aunque esté sumergida en el dolor y en el desconsuelo.

En su tristeza no es capaz de reconocer los grandes prodigios que se están realizando junto a su alrededor; los ángeles en el sepulcro no le causa ninguna sorpresa y solo mira en una dirección: Cristo muerto y ya nada tiene sentido. Sus reclamos y frustraciones no cesan al acercarse a Jesús, también para Él es la pregunta y la acusación velada: “ si tú te lo llevaste…” le han quitado a su maestro y ella se aferra a su soledad, a la ausencia. No es capaz de reconocer al mismo Jesús.

Ciertamente, la resurrección de Jesús no es un simple volver a la vida y tener el mismo cuerpo. La resurrección implica una nueva vida, diferente, plena, como nos lo muestran las narraciones en las que se aparece a sus discípulos.

María Magdalena es capaz de reconocer a Jesús solo cuando escucha su voz pronunciando su nombre y entonces todo se transforma en alegría y felicidad; todo es plenitud y confianza. Adiós a los temores, adiós a la ceguera, adiós al fracaso. Se sabe amada, pronunciada por Jesús que ha resucitado y le encomienda una nueva misión.

Esta experiencia de vida es la que hoy nos ofrece Jesús: No está muerto sino que está al lado nuestro, en nuestros aparentes fracasos, en nuestros desalientos, en su aparente ausencia.

Cristo está con nosotros y también pronuncia nuestro nombre de una forma única y especial, porque su amor por cada uno de nosotros es irrepetible.

Experimentemos hoy este encuentro con Jesús, que seamos capaces de descubrirlo a pesar de las apariencias en que se presente, cómo la sencillez de un jardinero, el dolor de un fracaso o la sonrisa de un niño.

Cristo está vivo y te habla por tu nombre. ¿No te llena de ilusión y vida nueva?

Lunes de la Octava de Pascua

Mt 28, 8-15

El Evangelio de hoy nos presenta una opción, una opción de todos los días, una opción humana, pero que rige desde aquel día: la opción entre la alegría, la esperanza de la resurrección de Jesús, o la nostalgia del sepulcro.

Las mujeres llevan el anuncio: siempre Dios comienza con las mujeres, siempre. Abren camino. No dudan: lo saben; lo han visto, lo han tocado. También han visto el sepulcro vacío. Es verdad que los discípulos no podían creerlo y dirían: “Estas mujeres quizá sean un poco fantasiosas”, no sé, tenían sus dudas. Pero ellas estaban seguras y al final siguieron ese camino hasta el día de hoy: Jesús ha resucitado, está vivo entre nosotros. Y luego está el otro: es mejor no vivir con el sepulcro vacío. Tantos problemas nos acarreará ese sepulcro vacío. Es la decisión de esconder el hecho. Como siempre: cuando no servimos a Dios, al Señor, servimos al otro dios, al dinero. Recordemos lo que dijo Jesús: hay dos señores, el Señor Dios y el señor dinero. No se puede servir a ambos. Y para salir de esa evidencia, de esa realidad, los sacerdotes y doctores de la Ley eligieron la otra senda, la que les ofrecía el dios dinero y pagaron: pagaron el silencio, el silencio de los testigos. Uno de los guardias había confesado, recién muerto Jesús: “¡Verdaderamente este hombre era hijo de Dios!”. Estos pobrecitos no comprenden, tienen miedo, porque les va la vida… y fueron a los sacerdotes y doctores de la Ley. Y les pagaron: pagaron su silencio, y eso, queridos hermanos y hermanas, no es un soborno: eso es pura corrupción, corrupción en estado puro. Si no confiesas a Jesucristo el Señor, piensa porqué: dónde está el sello de tu sepulcro, dónde está la corrupción. Es verdad que mucha gente no confiesa a Jesús porque no lo conoce, porque no se lo hemos anunciado con coherencia, y eso es culpa nuestra. Pero cuando ante la evidencia se toma ese camino, es la senda del diablo, la senda de la corrupción. ¡Se paga y te callas!

También hoy, ante el próximo –esperemos que sea pronto– fin de esta pandemia, tenemos la misma opción: o apostamos por la vida, por la resurrección de los pueblos, o por el dios dinero: volver al sepulcro del hambre, de la esclavitud, de las guerras, de las fábricas de armas, de los niños sin educación…, allí está el sepulcro.

Que el Señor, en nuestra vida personal o en nuestra vida social, nos ayude siempre a elegir el anuncio: el anuncio que es horizonte siempre abierto; que nos lleve a escoger el bien de la gente. Y nunca caer en el sepulcro del dios dinero.

VIGILIA PASCUAL

VIGILIA PASCUAL

¡Jesucristo ha resucitado!  Acabamos de escucharlo. Y ésta es una gran noticia. Sí, Jesús no podía corromperse en el interior del sepulcro. Por eso aquellas mujeres piadosas que iban a ungir el cuerpo de Jesús con aromas se encontraron con aquellos dos hombres con vestidos refulgentes que les dije­ron: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?” “No está aquí: ha resucitado”. ¡Jesús vive! ¡Jesús ha resucitado! La muerte no ha podido destruirlo.

Es lo que celebramos esta noche. Y la liturgia se vuelca en ello con toda la abundancia de signos: fuego, luz, agua, Palabra, cantos y flores. Todo es vida. Todo proclama la resurrec­ción de Jesús. Todo, esta noche, es un grito de fiesta. Todo se puede resumir en una palabra significativa y que hemos cantado con toda el alma: ¡ALELUYA!

El apóstol Pablo nos ha dicho en la epístola de esta noche: “Así como Cristo resucitó de en­tre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros llevemos una vida nueva”. No­sotros creemos en la vida. Y queremos que todo el mundo viva dignamente. Y porque cree­mos en la resurrección de Jesucristo y en la vida, se nos abren nuevos y amplios horizontes.

Nos damos cuenta de que es posible cambiar y que hay que cambiar, puesto que debemos emprender una nueva vida. Tenemos que abandonar el pecado, el egoísmo y todo lo que nos encadena. Tenemos que saber ser libres de verdad. Es el mismo Pablo quien nos lo dice: debemos vivir “libres de la esclavitud del pecado”.

Dejar la esclavitud y proclamar la vida. He aquí la grandeza de nuestra misión. Y podemos conseguir esto porque la energía de Jesús resucitado también nos ha transformado. Pode­mos ser diferentes. Podemos ser mejores.

Esta noche es también la noche de la esperanza. Debemos proclamar muy fuerte, con el tes­timonio de nuestra vida, que nuestro mundo dormido y triste, puede cambiar. Sin ilusión y esperanza somos personas derrotadas y, de este modo, no podemos ser testigos de Aquel que luchó, dio la vida y resucitó. Tenemos que saber ver y valorar la vida en toda su riqueza y en todas las personas.  A veces quedamos atrapados por algo que nos preocupa y dejamos escapar una inmensidad de vida sin darnos cuenta.

¡Cuánta vida pasa ante nosotros! Valorar la vida en todas sus manifestaciones y promocionarla, podría ser también un fruto de la Pascua.

Emprendamos, pues una nueva vida.  Vencer la esclavitud, vivir con esperanza y amar la vida y valorarla.  Estos deseos podrían ser nuestra felicitación pascual.

Por esto hoy, en esta noche, exultamos de alegría con toda la tierra, tal como se ha proclamado en el anuncio de la Pascua: “Goce también la tierra, inundada de tanta claridad y que radiante con el fulgor del Rey eterno, se sienta libre de la tiniebla que cubría el orbe entero”

Hoy, todo es vida, todo es luz, todo es alegría, todo es esperanza, porque Jesús ha resucitado y nosotros también hemos de resucitar con Él.

¡Feliz Pascua de resurrección para todos!