Viernes de la XI Semana Ordinaria

2 Cor 11, 18. 21-30

Es muy común que después de haber participado en un retiro, en alguna experiencia espiritual que nos mueve a vivir la vida cristiana de una manera más profunda, que busquemos cómo hacer manifiesto este cambio, como mostrarle a los demás que Jesús es ahora una experiencia en nuestro corazón.

Es común ver personas con su cruz en el pecho, o calcomanías en sus automóviles, u otros elementos que manifiesten esta nueva experiencia del amor de Dios. San Pablo, en lugar de todos estos elementos, pone como pruebas de su conversión, todas las persecuciones y padecimientos que ha realizado por Cristo.

Es pues importante que usemos algunos elementos como las cruces, los cuadros y otros objetos para hacer ver a los demás que hemos sido tocados por el amor de Dios, pero es todavía más importante que este cambio se traduzca en obras, en actitudes, en celo por el Evangelio… estas serán las verdaderas huellas de que Jesús se ha instalado en nuestro corazón.

Mt 6, 19-23

En este pasaje evangélico, Jesús quiere enseñarnos la manera de cómo debemos actuar en este mundo para ganarnos el cielo, que es con obras que produzcan buen fruto y también purificando nuestro corazón para amarle a Él en vez del mundo y sus placeres.

Las cosas que hagamos en esta tierra deben estar hechas según Dios, siguiendo sus designios y quereres. No es lo mismo hacer una gran obra de caridad o un muy buen servicio a alguien con el mero objeto de aparecer como el hombre más caritativo o servicial ante los demás, a realizar estos mismos actos con la intención de ser visto sólo por Dios sin querer recibir alabanzas o elogios de parte de los hombres sino con la actitud de darle gloria y agradarle con esas acciones.

La pureza de intención es necesaria para que nuestras obras tengan valor ante los ojos de Dios. Y Él nos dará nuestro justo pago por esas buenas acciones. Nada de lo que hagamos quedará sin recompensa. Sea bueno o malo. Y esa recompensa la recibiremos sea aquí en la tierra o en el cielo.

Para obrar así se requiere que nuestro corazón esté atento a las oportunidades que se nos presentan. Es verdad lo que Cristo dice acerca del corazón. Por ejemplo, está el testimonio de muchos santos que pusieron todo su corazón en los bienes del cielo y obraron de acuerdo a ello. Porque el cielo y Dios era su tesoro. Y así ganaron la eterna compañía de Dios porque toda su persona y su corazón estaban fijos en el cielo.

Purifiquemos, pues, nuestro corazón para que Cristo sea nuestro único tesoro por el cual lo demos todo.

Jueves de la XI Semana Ordinaria

2 Cor 11, 1-11

En medio de este mundo lleno de confusión en donde se levantan profetas por doquier, con nuevas y diferentes doctrinas, ¿cómo saber cuál es la verdad? La respuesta es muy sencilla: la verdad está en la Iglesia. Jesús no únicamente nos dejó la Escritura, sino que puso a los pastores en la figura de nuestros obispos, y de manera particular a Pedro en la figura del Papa para que, guiados por la luz del Espíritu y en concordancia con la Tradición, lo disciernan todo y nos lleven siempre a abrevar a las aguas que dan Vida. Por ello quien se separa de la Iglesia, corre el riesgo de perderse y de crear y aceptar doctrinas erróneas. Solo en la Iglesia sabemos que estamos siguiendo al Buen Pastor, y que el Evangelio y su interpretación es la que Jesús ha querido y quiere para todos y cada uno de sus discípulos.

Fuera de la comunión eclesial con el Obispo, ¿quién puede decirme si lo que leo en la Escritura es verdad? Incluso, ¿Quién puede decirme que la misma Biblia es «Palabra de Dios»? San Agustín decía: «Yo creo en la Escritura, porque es mi Madre la Iglesia quien me la enseña y me afirma que es verdad». No es fácil aceptar algunas de las enseñanzas de la Iglesia (sobre todo en cuestión de justicia y moral), sin embargo, nuestra Madre lo único que está haciendo es ser fiel al mensaje que le encomendó Jesús.

Mt 6, 7-15

La enseñanza de Jesús no podía ser más simple y contundente: Orar, más que palabras es establecer y profundizar una relación con nuestro Papá. Con un papá que conoce bien nuestras necesidades, antes incluso de que se las manifestemos, pero que como papá le gusta que nosotros se las digamos; un papá que al que debemos de honrar no solo con nuestras palabras sino con nuestra propia vida a fin de que su nombre sea Glorificado; un padre al que le gusta, como todos, ser obedecido, no por temor, sino por amor; un padre que quiere que todos sus hijos mantengan una buena relación en el amor, que sabe lo difícil que es o que puede ser, pero que aun así invita al perdón y a la reconciliación; un padre que siempre está atento a los peligros en los que el hijo puede caer y por ello da su gracia y su amor.

Si el Padrenuestro, más que una forma litánica y monótona, es un modo particular de relacionarse con Dios, el cual en sí mismo es una proposición a una manera particular de vivir. Por ello para los cristianos, la oración se hace vida y la vida se hace oración. Basta decir “Padre”

Un hijo tiene “algo” que su padre no puede resistir, sin poder explicar bien por qué. Así es esto de ser padre. A Dios también le pasa. Cristo nos pasó el secreto, al enseñarnos a orar, empezando con esa palabra mágica que lo puede todo, si la decimos con el corazón: “Padre”. No importa cuántas palabras digamos. Tampoco si las frases tienen sentido o belleza literaria. Lo que a Él le importa es que somos nosotros, sus hijos, quienes nos dirigimos a Él.

Un “Padre nuestro”, rezado como un acto de amor y de entrega, arranca de Dios aquello que más necesitamos. Cada una de sus palabras puede ayudarnos a hacer una nueva oración, pues contiene las verdades más profundas de nuestra fe. Que Él es nuestro Padre; y de ahí se deriva que nos ama, que nos escucha, que nos cuida, que nos espera en el cielo. Que nuestra vida tiene sentido en buscar su gloria, en instaurar su Reino en el mundo, en cumplir su voluntad. Que nos cuida de los peligros y nos da el alimento y la fuerza espiritual que necesitamos para recorrer el camino hacia ÉL.

Quizás desde muy pequeños venimos repitiendo, con mayor o menor devoción, la gran oración del cristiano. Pero sin duda, cada vez que lo hacemos, Dios “interrumpe todas sus ocupaciones” para escucharnos y atendernos como el mejor de los padres.

Miércoles de la XI Semana Ordinaria

2 Cor 9, 6-11

Uno de los elementos que favorecen el crecimiento de la vida espiritual, es la generosidad. Y es que esta tiene una característica: da con alegría. Dar con alegría es una de las muestras más claras de que nuestra caridad es producida por el Espíritu, ya que nos hace ver no solo la necesidad de nuestro hermano, sino que descubre en él a Jesús, quien nos ha dicho que quien ayuda a uno de sus hermanos, a Él mismo lo ayuda.

Si es una sonrisa, nuestro tiempo o nuestros bienes, démoslos con alegría, sabiendo que nuestro Dios es un Dios de amor que no se deja ganar en generosidad y que sea lo que hayamos dado, Él se encargará de restituirnos al 100 por 1. Cada día se nos presentan muchas ocasiones de dar, de ayudar, de servir… no desaprovechemos la oportunidad y hagámoslo con alegría.

Mt 6, 1-6. 16-18

Es propio del hombre la tendencia natural que siente a que se le recompense cuando ha hecho algo bien. Parte de la educación que recibimos de pequeños es por medio de la premiación y del regalo. Un regalo si nos portamos bien, si sacamos buenas notas en el colegio, si nos tomamos la medicina cuando estamos enfermos, etc. Y ya de mayores la mayoría de las veces actuamos para ser vistos por los demás, porque nos gusta llamar la atención en medio de un grupo de amigos o incluso en la propia familia. Y no digamos cuando hemos hecho un acto de beneficencia a otra persona. En estos casos pensamos que todos deben darse cuenta de la grandiosa generosidad con que cuenta el mundo con mi presencia en esta tierra. Nos incluimos dentro de las “7 maravillas del mundo”.

Sin embargo, el evangelio de hoy no enseña completamente lo contrario. Dice que ni siquiera la mano izquierda se debe enterarse de lo que hace la derecha. Parecería una exageración, pero detrás de este evangelio se encuentra la enorme riqueza y el enorme valor de Cristo. Pues, cuando quiere que le ofrezcamos un sacrificio, un acto de generosidad, quiere que se la ofrezcamos sólo a Él y para Él. Lo que llaman algunos “pureza de intención”. Es decir, hacer las cosas sólo por amor a Cristo. Esperando la recompensa no del aplauso de los hombres sino de Dios. Es un aplauso muy silencioso en la tierra pero exageradamente estruendoso en el cielo. Hagamos la prueba buscando no ser vistos y alabados por los hombres la próxima ocasión en que hagamos el bien a una persona.

Ante estas palabras de Jesús, sería interesante el preguntarnos el motivo de nuestras acciones, ¿qué es lo que está detrás de nuestra caridad, de nuestro servicio? Y es que es triste que dada la fragilidad de nuestra vida, muchas veces nos sintamos impulsados a servir, o a hacer la caridad por motivos muy lejanos a la vida evangélica. Muchas veces se sirve al patrón, al supervisor, incluso a nuestros mismos padres, solo por motivos de conveniencia, siempre buscando qué ventaja puedo tener de mi acción. Muchas veces la caridad que hacemos a nuestros hermanos necesitados tiene un trasfondo egotista o utilitarista que en nada se parece al que nos propone Jesús. Todas nuestras acciones, no solo las espirituales, como las que nos propone el evangelio de hoy, deben tener como única motivación Dios y el amor a los hermanos.

Cuando esto es una realidad, de ordinario se sirve con mucha discreción, pues lo importante no es que los otros lo vean, sino que nuestra acción verdaderamente ayude a los demás. Esto si bien es una gracias, es también un ejercicio.

Busquemos que nuestra caridad y servicio sean por amor, de manera que solo Dios lo vea, pues de esta manera nuestra recompensa nos la dará Dios y no los hombres.

Martes de la XI Semana Ordinaria

2Cor 8, 1-9

De nuevo san Pablo nos recuerda que el amor no es una cosa irreal sino concreto y que se manifiesta con acciones concretas. En esta ocasión se refiere a la ayuda económica en favor de los pobres y más necesitados de las comunidades cristianas. Decía un sacerdote: «Cuando el evangelio llega a tu bolsillo, puedes estar seguro que ya pasó por tu corazón». Y es que mientras el evangelio se queda en la cabeza y no desciende hasta el corazón todo se va quedando en bonitos pensamientos, en grandes discursos, pero en poca vida.

En medio de este mundo materialista y consumista, en donde somos con frecuencia presas del egoísmo que nos lleva a atesorar, la vida del Espíritu nos libera para que los dones que Dios ha creado y de los cuales nos ha hecho administradores, puedan llegar a todos los hombres.

Recordemos siempre que no hay nadie tan pobre que no tenga algo que compartir con los demás. El dinero solo tiene valor cuando produce bienestar, y cuando este bienestar es recibido por los más necesitados, se convierte en bendición.

Mt 5, 43-48

La caridad representa el mayor mandamiento social. Respeta al otro y sus derechos. Exige la práctica de la justicia y es la única que nos hace capaces de ésta. Inspira una vida de entrega de sí mismo: “Quien intente guardar su vida la perderá; y quien la pierda la conservará” (Lc 17, 33)».

Es importante respetar a los demás y hacer ver que, en tu vida, el encuentro con Jesucristo ha significado algo importante, decisivo. De otra manera, todo sería inútil. Si un hombre tiene fe, debe vivir según la fe».

«Amén a sus enemigos» es la indicación que Jesús nos da hoy en el Evangelio. No es fácil. Implica seguir su ejemplo: «Sean, pues, perfectos, como perfecto es su Padre celestial». Hace falta conocer a Jesús y hacer la experiencia de Él.

Es bastante peligroso trabajar o amar «para» recibir algo a cambio. Hay que trabajar o amar «porque» se debe trabajar o amar, pero no porque nos lo vayan a agradecer. Qué paz y qué alegría nos da el saber que Dios lo ve y lo sabe todo. Él recompensará nuestra generosidad. Perdonemos. Comprendamos. Sepamos salir al encuentro de aquellos que peor nos caen. Amemos al que siempre nos riñe, al que se burla de nosotros… así, seremos verdaderos testigos del amor de Dios a los hombres. «Miren cómo se aman». Ésta era la definición de los primeros cristianos. Sembremos amor. Tarde o temprano, cosecharemos un mundo mejor, más cristiano, más humano, más lleno de amigos y, entonces, nadie será nuestro enemigo.

Lunes de la XI Semana Ordinaria

2 Cor 6, 1-10

Una de las cosas que más daño hace a la Iglesia es el mal testimonio que sus hijos dan, pues desgraciadamente no dice: «Que mal se porta esa persona», sino que dice: «Fíjate, ese es uno que se dice cristiano, y mira cómo vive igual que los que no conocen a Dios».

Es triste encontrarse hermanos en espectáculos a los cuales un cristiano no puede asistir; participando en conversación impropias para aquellos que se dicen seguidores del Señor; bebiendo en modo inmoderado, que lo hacen comportarse en un modo que pone en ridículo a su familia y sobre
todo a Cristo que vive en él. Por ello Pablo, buscaba que toda su vida se
asemejara a la de Cristo, y aun sabiéndose débil y pecador dice: «A nadie damos motivo de escalado, para que no se burlen de nuestro ministerio».

Nosotros también, en medio de nuestras debilidades, busquemos que nuestra vida dé testimonio de nuestro ser cristiano, y evitemos a toda costa ser un elemento de escándalo para la Iglesia y para el Evangelio.

Mt 5, 38-42

Perdonar es una de los más nobles trabajos de la naturaleza humana. Pero cuando se dice noble no quiere decir que sea extraordinaria. En un hombre, lo que sale de un alma limpia, es el perdón. La venganza sólo puede salir de lo que tenemos de bruto. La primera de las virtudes es saber convivir.

Un hombre bueno o un santo son como el fuego: se definen por la luz y el calor que difunden. Un fuego es aquello a lo que la gente se acerca en invierno, algo junto a lo que se está bien. El generoso olvida el mal. O al menos hace lo posible para olvidarlo. Cuando la gente pregunta, ¿por qué el Papa está siempre feliz? La respuesta es muy simple: porque se siente querido por muchas personas, pero sobre todo por Dios. Porque nunca se ha sentido abandonado. Porque experimenta su ternura incluso en la oscuridad y en el dolor.

El Evangelio de hoy es lo que algunos llamarían «una auténtica revolución del amor». «Han oído que se dijo… Pero yo les digo…» Jesús rompe los esquemas calculadores y nos traza el camino de la caridad y del perdón. No lo hizo sólo con sus palabras. Lo demostró con su ejemplo y con su vida. Al soldado que le abofeteó, le puso la mejilla derecha también; dejó no sólo su túnica, que después echaron a suertes, sino todas sus vestiduras antes de subir a la cruz; le pedimos que nos acompañara una milla y se quedó caminando con nosotros hasta el final de los tiempos en la Eucaristía. Ojalá que este pasaje nos lleve a revisar nuestra vida. Que obre en nosotros una «una auténtica revolución de amor» en nuestro corazón. Todo ello, como fruto de ese sabernos amados por Dios y por tantos y tantos hermanos nuestros en el Señor.

Sábado de la X Semana Ordinaria

2 Cor 5, 14-21;

Miren qué amor tan grande nos ha tenido el Señor. Sentados a su mesa donde nos ha servido con tan grandes manjares hemos de considerar cuál ha de ser nuestra respuesta, pues hemos de responder en la misma forma en que nosotros hemos sido alimentados.

Dios nos ha amado sin ponerle fronteras a su amor. Cristo clavado en la cruz, habiendo cargado sobre sí nuestros propios pecados, habiéndonos unido a Él como se unen las ramas al tronco para que en Él participemos de la misma vida que Él recibe del Padre, nos ha manifestado el inmenso amor que nos tiene.

Este amor nos apremia a amar como nosotros hemos sido amados por Cristo, de tal forma que viviendo para Aquel que por nosotros murió y resucitó, y transformados en Él seamos embajadores del Señor, que nos envía a hacer un fuerte llamado a la conversión y a la reconciliación con Dios. Nosotros mismos hemos de ser un signo creíble de esa reconciliación.

Si decimos vivir unidos a Cristo y sólo nos conformamos con hablar bellamente sobre la necesidad de volver a Dios, mientras nosotros mismos somos ocasión de división, de sufrimiento, de persecución y de muerte para nuestro prójimo, la verdad no está en nosotros, pues en lugar de ser embajadores de Cristo, seríamos embajadores del autor del pecado y de la muerte, de la rebeldía y del alejamiento del amor que Dios ha depositado en nuestros corazones.

Mt 5, 33-37

La sabiduría popular dice: “al pan, pan y al vino, vino” o “las cosas claras y el chocolate espeso”. Y es que la sabiduría popular tiene mucho de verdadero, pues no hay persona que a uno más le repulse que esas que se guardan las cartas debajo del tapete.

Digamos sí a Dios y no al mal; esto es a lo que se refiere Cristo con las palabras del evangelio. Decir no al pecado, a todo aquello que nos separa de Dios, de su divina gracia, pues si realmente entendemos que Dios es lo más grande que podemos tener en nuestro interior, jamás se nos pasará por la mente el ofenderlo, y mucho menos aún negarlo con nuestras obras.

Pero no seamos negativos; mejor digamos siempre sí a todo aquello que sea bueno, a todo lo que nos acerque a Cristo; porque si comprendemos que estar con Dios nos da la felicidad completa, no buscaremos entonces el no ofenderlo, sino más bien, el hacer todo lo posible por su amor.

“Hágase en mí según tu palabra”; esta es la actitud, que como María, debemos de tener. ¿Cuál es tu voluntad Señor? Pues heme aquí, presente para cumplirla. Sí Señor, yo quiero como María amarte en la vida ordinaria de Nazaret, cuando haga el bien a los demás como en Caná o en el sufrimiento de la cruz. Sí, Señor, cuenta conmigo.

Viernes de la X Semana Ordinaria

2 Cor 4, 6-15

Una de las cosas que más sorprende al mundo es el hecho de que Dios pueda habitarnos; el hecho de que en este cuerpo de barro tan frágil pueda estar contenida toda la fuerza y la gloria de Dios.

Es por ello que podemos enfrentar cada día las dificultades de nuestra vida con un espíritu alegre y tenaz; que podemos mostrar al mundo un nuevo camino de amor y de paz, que ellos no conocen.

La fuerza de Dios, su gloria y su gracia hace del cristiano una persona
diferente que va esparciendo por donde camina, «el grato aroma de Cristo» esto es, la paz, la armonía, la justicia.

No permitas, que la fragilidad de tu barro, oscurezca esta fuerza de Dios, sino que por el contrario, siéntete orgulloso de, a pesar de tu debilidad, sé portador del amor de Dios en tu vida y responde con generosidad a ello.

Mt 5, 27-32

En este pasaje Mateo une dos enseñanzas: una sobre el pecado y otra sobre el adulterio de manera que aprovecha la enseñanza sobre el pecado en general para advertir sobre el pecado de adulterio.

Centramos entonces nuestra atención en la enseñanza del pecado que está a la base de esta enseñanza, pues la del adulterio resulta evidente. El ejemplo que pone Jesús de arrancarse un ojo o una mano, desde luego que no debe ser tomado al pie de la letra pues está ejemplificando la importancia y lo doloroso que a veces puede resultar el apartarse de las ocasiones de pecado.

Compara el dolor y la perdida sustancial de uno de nuestros miembros, que podríamos decir vital, a la del dejar aquello que sabemos que nos lleva al pecado.

Con esto en mente podemos entender que es mejor dejar o alejarse de un amigo(a), de un lugar, de un trabajo, etc., con todo el dolor y la perdida que esto significa, si este amigo(a), lugar, trabajo etc., están siendo la ocasión de pecar.

Ésta quizás es la enseñanza más fuerte y explícita de las consecuencias del pecado y de la lucha y lo doloroso que representa una conversión profunda y total a Jesús como Señor.

Por lo tanto si alguna cosa, persona o lugar te son ocasión de pecar.. ¡Aléjalas de ti!, pues es mejor no tenerlas o mantenerlas, que perder la vida en Cristo.

Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote

Jn 17, 1-2. 9. 14-26

Celebramos hoy en la Iglesia la fiesta de Nuestro Señor Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote.

Por una tradición que se pierde en el tiempo, el primer jueves después de Pentecostés se celebra en la Iglesia la función sacerdotal de Cristo, quien ofreciéndose a sí mismo se constituye en Sumo y Eterno Sacerdote.

Es verdad que Cristo nunca se proclamó a sí mismo como sacerdote, no tenía ningún título y no ejerció en el Templo de Jerusalén, pero también es verdad que todas las funciones del sacerdocio las realizó de una manera plena con su vida y con su palabra: Santificar, ofrecer sacrificio, purificar.

Es muy clara su función de santificar, que es la de todo sacerdote durante todo su ministerio, desde la unción en la sinagoga hasta la muerte en cruz, con los mensajes de paz que nos ofrece el resucitado. 

Jesús ofrece el sacrificio pleno de presentarse a sí mismo como víctima y sacerdote.  Establece la Alianza que une en comunión a los hombres con Dios y que realiza perfectamente la misión del sacerdote: ser puente entre los hombres y Dios, y establecer esa relación entre la humanidad y su Señor.

No son los sacrificios rituales que a menudo se ofrecían en el Templo y que terminaban perdiendo su sentido al convertirse en puros ritos sin interioridad.  Es la vida ofrecida en sacrificio.  Un sacrificio que otorga perdón, reconciliación y vida nueva.

Jesús en la última cena, aparece como el sacerdote de la Nueva Alianza, sellada con su sangre para la salvación de todos.

Hoy podemos contemplar, alabar y agradecer  Jesús por ser sacerdote.  Pero también es un día muy propicio para descubrir en cada uno de nosotros, cómo por el bautismo fuimos constituidos sacerdotes en unión con Jesús.

También nosotros tenemos la misión de llevar todas las cosas a su perfección y a su santidad; también nosotros debemos ofrecer el sacrificio de reconciliación y de vida.

Que este día, todos y cada uno de nosotros, recordemos esa misión a la que nos invita a participar Jesús: ser sacerdotes juntamente con Él.

San Bernabé, apóstol

Mc 5, 17-19

El mandado de Jesús es claro: «Id, predicad, haced discípulos». Pero, ¿qué significa de verdad evangelizar? Hoy, que la Iglesia celebra la fiesta del apóstol Bernabé, podríamos decir que la evangelización tiene como tres dimensiones fundamentales: el anuncio, el servicio y la gratuidad.

Partiendo de las lecturas de la misa de hoy queda claro que el Espíritu Santo es el auténtico protagonista del anuncio, y que no se trata de una simple prédica o de la trasmisión de unas ideas, sino que es un movimiento dinámico capaz de cambiar los corazones gracias a la labor del Espíritu. Hemos visto planes pastorales bien hechos, perfectos, pero que no eran instrumentos de evangelización, porque simplemente estaban enfocados en sí mismos, incapaces de cambiar los corazones. No es una actitud “empresarial” la que Jesús nos manda hacer, no. Es con el Espíritu Santo. Dice la primera lectura: «Un día que ayunaban y daban culto al Señor, dijo el Espíritu Santo: Apartadme a Bernabé y a Saulo para la misión a que los he llamado». ¡Ese es el valor! La verdadera valentía de la evangelización no es una terquedad humana. No. Es el Espíritu quien te da el valor y te lleva adelante.

La segunda dimensión de la evangelización es la del servicio, ofrecido hasta en las cosas pequeñas. Nos dice el Evangelio: «Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, echad demonios». Es equivocada la presunción de querer ser servidos después de haber hecho carrera, en la Iglesia o en la sociedad: “trepar” en la Iglesia es señal de que no se sabe qué es la evangelización: «el que manda debe ser como el que sirve», advierte el Señor en otro momento. Nosotros podemos anunciar cosas buenas, pero sin servicio no sería anuncio; lo parece, pero no lo es. Porque el Espíritu no solo te lleva adelante para proclamar las verdades del Señor y la vida del Señor, sino que te lleva también a los hermanos y hermanas para servirles. ¡El servicio! También en las cosas pequeñas. Es malo encontrar evangelizadores que se dejan servir y viven para dejarse servir. ¡Qué feo! ¡Se creen los príncipes de la evangelización!

Finalmente, la gratuidad, porque nadie puede redimirse gracias a sus propios méritos. «Lo que habéis recibido gratis –nos recuerda el Señor–, dadlo gratis». Todos hemos sido salvados gratuitamente por Jesucristo y, por tanto, debemos dar gratuitamente.

Así pues, los agentes pastorales de la evangelización deben aprender esto: su vida debe ser gratuita, para el servicio, para el anuncio, y llevados por el Espíritu. Su propia pobreza les empuja a abrirse al Espíritu.

Martes de la X Semana Ordinaria

2Cor 1, 18-22

Algo que llama la atención es el hecho de que algunos hermanos puedan decir: “yo hago con mi vida lo que quiero”. Y llama la atención por el hecho de que la vida no es nuestra, mucho menos si hemos sido bautizados, ya que Jesús pagó con su propia sangre por nosotros, de manera que le pertenecemos.

Por esta razón Pablo dice que “hemos sido marcados y hemos recibido el Espíritu santo”. Esta señal hecha en nuestro Corazón nos identifica como cristianos y como propiedad de Cristo. Es más, no sólo nos marcó, sino que nos “dio el Espíritu Santo” para que toda nuestra vida sea conducida por Él mismo.

De manera que lo que hacemos siempre debe ser para dar gloria a Dios, de la misma manera que lo hizo Jesús.

Cuida tu vida, no la expongas ni al daño físico, ni al daño espiritual, has de
ella una verdadera ofrenda y alabanza al Señor, a quien perteneces en el amor.

Mt 5, 13-16

¡Cuántas veces ponemos sal a los alimentos para darles más sabor! Jesucristo usa los hechos de la vida común para darnos una enseñanza. En esta ocasión, Jesús habla con comparaciones a sus seguidores. Los compara con la sal y con la luz.

Ser sal es dar sabor, es cambiar el gusto a las cosas que normalmente pasan o que no podemos evitar, como el dolor físico o moral. Cosas que a veces hasta nos hunden en un vacío de amargura tan desabrido como la sal que ha perdido su sabor. Darle sabor a la vida es cambiar el vinagre en vino dulce.

Cuando el sufrimiento nos aflige debemos ponerle un poco de esa sal que cambia ese mal rato en algo mejor. La sal es el amor. Sólo el amor tiene las cualidades de la sal que da sabor a nuestras angustias más íntimas. El amor pone sabor a todo. Amor que es la característica del cristiano. Amor que se traduce en caridad, perdón, servicialidad con mi prójimo.

La luz y la oscuridad nunca se juntan, es imposible unir el día con la noche. Debemos ser para los demás, alzándonos del polvo de la tierra que son la concupiscencia de la carne y la soberbia del espíritu. Debemos levantar la antorcha de luz, nuestra fe. Sin miedo, orgullosos de ser cristianos. El que lleva la luz de la fe no puede ir con la cabeza agachada, sino con una sonrisa en el rostro. La alegría de ser sal y ser luz para el mundo está en Cristo que murió y resucitó por cada uno de nosotros.