
2 Cor 11, 1-11
En medio de este mundo lleno de confusión en donde se levantan profetas por doquier, con nuevas y diferentes doctrinas, ¿cómo saber cuál es la verdad? La respuesta es muy sencilla: la verdad está en la Iglesia. Jesús no únicamente nos dejó la Escritura, sino que puso a los pastores en la figura de nuestros obispos, y de manera particular a Pedro en la figura del Papa para que, guiados por la luz del Espíritu y en concordancia con la Tradición, lo disciernan todo y nos lleven siempre a abrevar a las aguas que dan Vida. Por ello quien se separa de la Iglesia, corre el riesgo de perderse y de crear y aceptar doctrinas erróneas. Solo en la Iglesia sabemos que estamos siguiendo al Buen Pastor, y que el Evangelio y su interpretación es la que Jesús ha querido y quiere para todos y cada uno de sus discípulos.
Fuera de la comunión eclesial con el Obispo, ¿quién puede decirme si lo que leo en la Escritura es verdad? Incluso, ¿Quién puede decirme que la misma Biblia es «Palabra de Dios»? San Agustín decía: «Yo creo en la Escritura, porque es mi Madre la Iglesia quien me la enseña y me afirma que es verdad». No es fácil aceptar algunas de las enseñanzas de la Iglesia (sobre todo en cuestión de justicia y moral), sin embargo, nuestra Madre lo único que está haciendo es ser fiel al mensaje que le encomendó Jesús.
Mt 6, 7-15
La enseñanza de Jesús no podía ser más simple y contundente: Orar, más que palabras es establecer y profundizar una relación con nuestro Papá. Con un papá que conoce bien nuestras necesidades, antes incluso de que se las manifestemos, pero que como papá le gusta que nosotros se las digamos; un papá que al que debemos de honrar no solo con nuestras palabras sino con nuestra propia vida a fin de que su nombre sea Glorificado; un padre al que le gusta, como todos, ser obedecido, no por temor, sino por amor; un padre que quiere que todos sus hijos mantengan una buena relación en el amor, que sabe lo difícil que es o que puede ser, pero que aun así invita al perdón y a la reconciliación; un padre que siempre está atento a los peligros en los que el hijo puede caer y por ello da su gracia y su amor.
Si el Padrenuestro, más que una forma litánica y monótona, es un modo particular de relacionarse con Dios, el cual en sí mismo es una proposición a una manera particular de vivir. Por ello para los cristianos, la oración se hace vida y la vida se hace oración. Basta decir “Padre”
Un hijo tiene “algo” que su padre no puede resistir, sin poder explicar bien por qué. Así es esto de ser padre. A Dios también le pasa. Cristo nos pasó el secreto, al enseñarnos a orar, empezando con esa palabra mágica que lo puede todo, si la decimos con el corazón: “Padre”. No importa cuántas palabras digamos. Tampoco si las frases tienen sentido o belleza literaria. Lo que a Él le importa es que somos nosotros, sus hijos, quienes nos dirigimos a Él.
Un “Padre nuestro”, rezado como un acto de amor y de entrega, arranca de Dios aquello que más necesitamos. Cada una de sus palabras puede ayudarnos a hacer una nueva oración, pues contiene las verdades más profundas de nuestra fe. Que Él es nuestro Padre; y de ahí se deriva que nos ama, que nos escucha, que nos cuida, que nos espera en el cielo. Que nuestra vida tiene sentido en buscar su gloria, en instaurar su Reino en el mundo, en cumplir su voluntad. Que nos cuida de los peligros y nos da el alimento y la fuerza espiritual que necesitamos para recorrer el camino hacia ÉL.
Quizás desde muy pequeños venimos repitiendo, con mayor o menor devoción, la gran oración del cristiano. Pero sin duda, cada vez que lo hacemos, Dios “interrumpe todas sus ocupaciones” para escucharnos y atendernos como el mejor de los padres.