Miércoles de la XI Semana Ordinaria

2 Cor 9, 6-11

Uno de los elementos que favorecen el crecimiento de la vida espiritual, es la generosidad. Y es que esta tiene una característica: da con alegría. Dar con alegría es una de las muestras más claras de que nuestra caridad es producida por el Espíritu, ya que nos hace ver no solo la necesidad de nuestro hermano, sino que descubre en él a Jesús, quien nos ha dicho que quien ayuda a uno de sus hermanos, a Él mismo lo ayuda.

Si es una sonrisa, nuestro tiempo o nuestros bienes, démoslos con alegría, sabiendo que nuestro Dios es un Dios de amor que no se deja ganar en generosidad y que sea lo que hayamos dado, Él se encargará de restituirnos al 100 por 1. Cada día se nos presentan muchas ocasiones de dar, de ayudar, de servir… no desaprovechemos la oportunidad y hagámoslo con alegría.

Mt 6, 1-6. 16-18

Es propio del hombre la tendencia natural que siente a que se le recompense cuando ha hecho algo bien. Parte de la educación que recibimos de pequeños es por medio de la premiación y del regalo. Un regalo si nos portamos bien, si sacamos buenas notas en el colegio, si nos tomamos la medicina cuando estamos enfermos, etc. Y ya de mayores la mayoría de las veces actuamos para ser vistos por los demás, porque nos gusta llamar la atención en medio de un grupo de amigos o incluso en la propia familia. Y no digamos cuando hemos hecho un acto de beneficencia a otra persona. En estos casos pensamos que todos deben darse cuenta de la grandiosa generosidad con que cuenta el mundo con mi presencia en esta tierra. Nos incluimos dentro de las “7 maravillas del mundo”.

Sin embargo, el evangelio de hoy no enseña completamente lo contrario. Dice que ni siquiera la mano izquierda se debe enterarse de lo que hace la derecha. Parecería una exageración, pero detrás de este evangelio se encuentra la enorme riqueza y el enorme valor de Cristo. Pues, cuando quiere que le ofrezcamos un sacrificio, un acto de generosidad, quiere que se la ofrezcamos sólo a Él y para Él. Lo que llaman algunos “pureza de intención”. Es decir, hacer las cosas sólo por amor a Cristo. Esperando la recompensa no del aplauso de los hombres sino de Dios. Es un aplauso muy silencioso en la tierra pero exageradamente estruendoso en el cielo. Hagamos la prueba buscando no ser vistos y alabados por los hombres la próxima ocasión en que hagamos el bien a una persona.

Ante estas palabras de Jesús, sería interesante el preguntarnos el motivo de nuestras acciones, ¿qué es lo que está detrás de nuestra caridad, de nuestro servicio? Y es que es triste que dada la fragilidad de nuestra vida, muchas veces nos sintamos impulsados a servir, o a hacer la caridad por motivos muy lejanos a la vida evangélica. Muchas veces se sirve al patrón, al supervisor, incluso a nuestros mismos padres, solo por motivos de conveniencia, siempre buscando qué ventaja puedo tener de mi acción. Muchas veces la caridad que hacemos a nuestros hermanos necesitados tiene un trasfondo egotista o utilitarista que en nada se parece al que nos propone Jesús. Todas nuestras acciones, no solo las espirituales, como las que nos propone el evangelio de hoy, deben tener como única motivación Dios y el amor a los hermanos.

Cuando esto es una realidad, de ordinario se sirve con mucha discreción, pues lo importante no es que los otros lo vean, sino que nuestra acción verdaderamente ayude a los demás. Esto si bien es una gracias, es también un ejercicio.

Busquemos que nuestra caridad y servicio sean por amor, de manera que solo Dios lo vea, pues de esta manera nuestra recompensa nos la dará Dios y no los hombres.