Miércoles después de Epifanía

Mc 6, 34-44

En medio de un mundo egoísta, que solo piensa en sí mismo, este evangelio nos enseña lo que puede ocurrir cuando se comparte lo que se tiene.

El amor que nosotros decimos tener a Dios, tiene que hacerse concreto en las actitudes que tenemos para con los hermanos.

San Juan, en su carta, es muy claro cuando lo afirma  “amémonos los unos a los otros, el que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor” Proclamar que Dios es amor y olvidar que tenemos hermanos a nuestro lado, es una frase hueca, carente de vida y una traición al verdadero amor.

San Marcos, en el Evangelio de este día, nos presenta a Jesús viviendo plenamente este amor en los hechos concretos de solidaridad con los hermanos.

El hambre es una realidad de todos los tiempos y de todos los lugares. No podemos hacernos los desentendidos. Frente a las graves situaciones de hambre que actualmente se vive en muchos países, no se puede vivir en el seguimiento de Jesús y dar la espalda a la realidad que vive el pueblo.

Las palabras de Jesús dirigidas a sus discípulos “dadle vosotros de comer” suenan terriblemente actuales, una orden categórica, y son una orden categórica que no podemos hacer a un lado.

Estamos terminando estas fiestas de Navidad y aunque se habla de una crisis sin precedentes, descubrimos excesos e incongruencias en los gastos y despilfarros. Así, mientras muchos pasan hambre, otros desperdician.

Es el inicio del año y tenemos que estar conscientes que el verdadero discípulo de Jesús se tiene que comprometer en una más justa distribución, en un nuevo sistema.

Después de anunciar su palabra, Jesús no se queda en palabras bonitas, asume el compromiso que implica el hambre del pueblo, es más, empuja a sus discípulos para que ellos también se comprometan a que no habrá verdadera paz mientras haya hambre, pobreza y miseria.

El compromiso del cristiano es llevar el mensaje y luchar por condiciones más justas para todos los hombres. ¿Cómo asumimos nosotros este compromiso?

Quizá nos parezca utópico, pero debemos iniciar desde lo pequeño, desde nuestros vecinos, desde nuestra realidad, los pequeños proyectos productivos, el compartir lo poco que tenemos, el descubrir la necesidad del otro, son los primeros pasos para iniciar este camino.

Cristo nos sigue diciendo hoy a cada uno de nosotros “dadle de comer”. Oigamos su voz y pongamos en práctica su mandamiento.

Martes después de Epifanía

1 Jn 4, 7-10

En los restaurantes la propina que se deja al camarero se considera un regalo.  En este caso la palabra regalo ha perdido su sentido.  Un regalo es algo que se da a una persona, sin tener en cuenta el mérito.  El mesero, especialmente el que nos ha servido muy bien, merece una recompensa.  Una propina es, en realidad, parte de su salario, no un regalo.

Dios sí que nos da a todos un regalo.  San Juan lo señala con toda claridad cuando dice que “el amor consiste es esto: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero y nos envió a su Hijo, como víctima de expiación por nuestros pecados”.  Nosotros no hicimos nada primero para merecer que el Hijo se haya hecho hombre.  La iniciativa fue de Dios.  Aunque nosotros éramos todavía una raza de pecadores, Dios nos amó y nos demostró su amor en una forma práctica.

Durante su vida, Jesús nos manifestó continuamente esta clase de amor gratuito.  Jesús enseñó a las multitudes.  No estaba bajo contrato, como un profesor universitario a quien se le paga por enseñar a sus alumnos, quienes a su vez pagan inscripción y colegiatura.  Fue un acto nacido del amor, absolutamente libre.

Es esencial que reconozcamos que todo lo que tenemos es un don de Dios: la vida, la fe, nuestra familia, y aun aquella energía y talento con los que nos ganamos la vida.  Y lo que Jesús hizo por las multitudes lo sigue haciendo por nosotros en cada momento, en cada misa que celebramos.  Nos enseña por medio de las Sagradas Escrituras y nos alimenta con su propio Cuerpo y Sangre.

Mc 6, 34-44

En medio de un mundo egoísta, que solo piensa en sí mismo, este evangelio nos enseña lo que puede ocurrir cuando se comparte lo que se tiene.

Eran solo unos cuantos panes y pescados y fueron suficientes para alimentar a toda una multitud. Y es que es precisamente cuando se comparte cuando se puede experimentar la multiplicación. Muchas veces pensamos que lo que tenemos (especialmente cuando se trata de recursos económicos) apenas nos alcanzaría para nosotros y para nuestra familia.

Es necesario hacer la prueba y darnos cuenta que cuando ponemos nuestros dones al servicio de Dios y de los demás, estos se multiplican enormemente. La abundancia nace del compartir. El atesorar nos empobrece y empobrece a muchos, el compartir nos enriquece y nos permite participar del amor de Dios. ¿Por qué no haces la prueba y ves que grande es el Señor?

Sábado de la II Semana después de Navidad

1 Jn 3, 7-10

Ayer, en la primera lectura, se afirmaba muy claramente nuestra condición de hijos de Dios: “Miren cuánto amor nos ha tenido el Padre, pues no sólo nos llamamos hijos de Dios, sino que lo somos”.  Hoy se nos presentan las consecuencias prácticas de esa filiación: “Ninguno que sea Hijo de Dios sigue cometiendo pecados, porque el germen de vida que Dios le dio permanece en él.  No puede pecar porque ha nacido de Dios”.

¿Nos damos cuenta de que la realidad negativa del pecado viene precisamente del Amor de Dios herido, disminuido, despreciado o negado por nuestros actos?  Muchas veces en nuestra vida puede dominar más el criterio legalista que el del amor.  “Haré tal cosa mala; al cabo, luego me confieso y ya”, “Total, haré esto, al fin que no es pecado mortal, es sólo venial y con un poquito de agua bendita se me quita”  “Yo hago los pecados de toda persona norma”, etc.

El Señor nos pide algo más grande, más alto, vivir en su amor: “No dejen que nadie los engañe, quien practica la santidad es santo, como Cristo es santo”.

Jn 1, 35-42

Esta es la historia de cada apóstol, de cada santo, de cada misionero, de cada cristiano bautizado. Una historia sencilla pero profunda. Es el regalo más extraordinario que una persona puede recibir, porque es Dios quien ha elegido. Una definición corta y fácil de memorizar. La vocación es un don de Dios que exige una respuesta personal.

Toda llamada reclama una respuesta. ¿Qué voy a responder yo, si Cristo me llama, como llamó a sus apóstoles? Ellos respondieron a la pregunta de Jesús con otra pregunta, pero una pregunta que ya presuponía una respuesta no dada por Cristo. ¿Qué buscan? “Te buscamos a ti y queremos seguirte”. ¿Dónde habitas?

Lo mismo pasa con cada uno de nosotros. Cristo pasa por la ribera de nuestra vida para escuchar nuestra respuesta. Prestemos atención a su llamada y, como decía el Papa Juan Pablo II al inicio de su pontificado: “No temamos abrirle las puertas a Cristo. Abridlas de par en par”.

Cristo es el camino, pero necesita un dedo que lo señale. Él es la vida pero necesita que otros den su testimonio de vida auténtica. Cristo necesita de la fuerza de nuestro amor para calentar a otros que mueren de frío. No temamos seguir sus huellas camino de la cruz, pues Él nos dará la fuerza para seguir su rastro si nos pide mayor entrega a su servicio o darle un poco de nuestro tiempo para extender su Reino.

Santísimo Nombre de Jesús

1 Jn 2, 29; 3, 1-6

Juan, el autor de la 1ª lectura, anhelaba que reconociéramos no sólo quien es Jesús, sino en qué nos hemos convertido a causa de Él.  Nos dice: “Queridos hermanos, somos hijos de Dios”.  Esta afirmación tan sencilla contiene una verdad enorme.  Porque ser hijos de Dios es el más grande privilegio y dignidad que se nos puede conceder a nosotros, los hombres mortales.

¿Creemos de veras que Dios Padre amó a Jesús, su Hijo?  ¿Pensamos que el Padre lo amó y se preocupó por Él?  ¿Podemos imaginar qué orgulloso estaría de su Hijo y cómo querría siempre lo mejor para Él?  El gran misterio de nuestra fe consiste en que, haciéndonos hijos suyos, el Padre nos cuida y contempla dentro de nosotros a la persona de su Hijo querido.  Nos llena del mismo afecto paternal con que ama a Jesús.

Nuestro valor auténtico a los ojos de Dios no consiste en lo que hacemos, sino en lo que somos.  Los buenos padres no les exigen a sus hijos pequeños que conquisten su amor y afecto.  Los niños no tienen que pagar su comida y alojamiento.  Los buenos padres les dan todo a sus hijos, no por lo que éstos hagan, que puede ser cosas sorprendentes, sino sencillamente porque son sus hijos, por lo que ellos son.

Debemos cumplir siempre la voluntad de Dios, pero nunca debemos pensar que así estamos comprando a Dios.  Él nos lo da todo, porque somos sus hijos.  No vamos a comprarle a Dios el cielo para nosotros, porque el cielo es sencillamente nuestra herencia.  Nada hay más grande que esta sencilla afirmación: “Somos hijos de Dios”.

Jn 1, 29-34

Cristo pasa por la ribera de nuestra vida de cristianos constantemente pero hay que saber descubrirlo. Es necesario saber buscarlo y encontrarlo para aprovechar esos momentos de gracia que según san Agustín pasan y no vuelven. Quien encuentra el momento de gracia y lo desprecia o una de dos, o es un tonto o no se da cuenta de aquello que pierde.

Se necesita un poco de astucia para no dejar pasar aquel momento más importante de nuestra vida: la salvación eterna de nuestra propia alma. Y sabemos, como nos lo atestigua san Pedro en su primera carta, que la salvación de nuestra propia alma no tiene precio alguno, no se puede comprar ni con el oro, ni con la plata de este mundo. Tiene el precio de la sangre de Cristo derramada por amor a nosotros.

Por eso es necesario tener bien encendidas nuestras lámparas para que cuando llegue la gracia de Dios a nuestras vidas podamos descubrirla y decir como el Bautista: “Eh ahí el cordero de Dios”. Eh ahí la gracia de Dios que viene a mi alma en medio del trajín de todos los días. Ojalá que al final de un día cualquiera podamos decir con gran alegría: este día ha sido todo para ti Señor. Te he ofrecido todo lo que me ha sucedido hoy y sé que lo recibirás con grandísimo amor.

Santos Basilio Magno y Gregorio Nacianceno

1 Jn 2, 22-28; Jn 1, 19-28

Hay una pregunta crucial que todos alguna vez nos hemos hecho: “¿Qué dices de ti mismo?”. Contestar a esta pregunta nos enfrenta con nuestra realidad más honda y exige de nosotros un ejercicio de humildad y sinceridad auténticas. Porque todos vivimos esclavos de la imagen, la autoimagen y la imagen que los demás se hacen de nosotros. En esta era de la globalización, nos hemos creado necesidades que nos sitúan en la superficialidad y la banalidad, que no nos permiten profundizar y discernir qué es lo que en la vida cotidiana me ayuda a dar la mejor versión de mí mismo.

Juan Bautista nos muestra hoy el camino para alcanzar esa conciencia sobre uno mismo que no nos aleje de lo que en verdad somos, sino que nos permita conectar con nuestro yo más profundo para potenciar los talentos que Dios nos ha dado y para integrar los límites y debilidades que toda vida humana lleva consigo.

Tres veces contesta Juan Bautista “No lo soy”, a los que ya creían en él como Mesías o el Profeta que Dios enviaría delante de Él. “Yo soy la voz”, una voz que nos invita a la conversión y a pasar del “otro lado del Jordán” a la tierra prometida. Por eso él sabe situarse en el lugar correcto, a los pies del que viene a abrir un camino de liberación y sanación para todos nosotros.

Si estás en la otra orilla, y te sientes alejado, desesperanzado, triste, abatido, solo, hundido, descartado, ¡no temas!, esta buena noticia es para ti. Reconoce quién eres, reconoce Quién habita dentro de ti y ponte en camino para cruzar el Jordán de tu vida y pasar a la tierra prometida de la vida eterna, la vida plena, que goza de todo lo bueno, bello y verdadero que hay en el mundo y que es para ti.