HOMILÍA DOMINICAL

INMACULADA CONCEPCIÓN (CICLO C)

La fiesta que estamos celebrando hoy es para que todos nos llenemos de alegría y esperanza.  No sólo es la fiesta de una mujer, María de Nazaret, concebida por sus padres ya sin mancha alguna de pecado porque iba a ser la Madre del Mesías.

Hoy es la fiesta también de todos los que nos sentimos, de alguna manera, representados por ella.

La Virgen, es el inicio de la Iglesia.  Ya desde la primera página de la historia humana, como escuchamos en la primera lectura, cuando los hombres cometieron el primer pecado, Dios tomó la iniciativa y anunció la llegada del Salvador que llevaría a término la victoria sobre el mal.  Y junto a Él ya desde el libro del Génesis aparece «la Mujer», su Madre, asociada de algún modo a esta victoria.

Hoy celebramos con gozo que María fue la primera salvada, la que participó de modo privilegiado de ese nuevo orden de cosas que su Hijo vino a traer a este mundo.  En la primera oración de la misa decíamos: «Preparaste una digna morada a tu Hijo» y en previsión de su muerte, «preservaste a María de toda mancha de pecado».

Pero si estamos celebrando el «Sí» que Dios ha dado a la raza humana en la persona de María, también nos gozamos hoy de cómo Ella, María de Nazaret, cuando le llegó la llamada de Dios, le respondió con un «Sí» decidido.  El «sí» de María, podemos decir que es el «Sí»  de tanto y tantos millones de personas que a lo largo de los siglos han tenido fe en Dios, personas que tal vez no veían claro, que pasaban por dificultades, pero se fiaron de Dios y dijeron como María: «Cúmplase en mí lo que me has dicho».

María, la mujer creyente, la mejor discípula de Jesús, la primera cristiana.  Ella no era una persona importante de su tiempo.  Era una mujer sencilla de pueblo, una muchacha pobre, novia y luego esposa de un humilde trabajador.  Pero Dios se complace en los humildes, y la eligió a Ella como Madre del Mesías.  Y Ella desde su sencillez, supo decir «Sí» a Dios.

Pero a la vez, se puede decir que esta fiesta es también nuestra.   

La Virgen María, en el momento de su elección y de su «Sí» a Dios, fue «imagen y comienzo de la Iglesia».   Cuando Ella aceptó el anuncio del ángel, de parte de Dios, se puede decir que empezó la Iglesia: la humanidad empezó a decir sí a la salvación que Dios ofrecía con la llegada del Mesías.

En María quedó bendecida toda la humanidad: la podemos mirar como modelo de fe y motivo de esperanza y alegría.

Tenemos en María una buena maestra para este Adviento y para la Navidad.  Nosotros queremos prepararnos a acoger bien en nuestras vidas la venida del Salvador.  Ella, María, la Madre, fue la que mejor vivió en sí misma el Adviento y la Navidad y la manifestación de Jesús como el Salvador.

Que nuestras Eucaristía de hoy, sea una entrañable acción de gracia a Dios, porque ha tomado la iniciativa para salvarnos y porque ya lo ha empezado a realizar en la Virgen María.

Estamos en el segundo domingo de Adviento, tiempo que la Iglesia lo dedica a prepararnos a encontrarnos con Dios en nuestra vida.  La liturgia de este domingo es una llamada a la conversión, a aceptar la voluntad de Dios en nuestras vidas.

La 1ª lectura del libro de Baruc nos invitaba a creer en Dios, a esperar y confiar en Dios, que siempre tiene una respuesta a las tragedias que los hombres provocamos en el mundo por la injusticia y las opresiones.

En nuestro mundo hay violencia y guerra, miles de inocente mueren cada día a consecuencia del hambre. Para que se obtenga la paz, valor tan deseado, es necesario primero que los montes elevados se abajen, que los valles se llenen y se eleven, que lo torcido se enderece y los senderos se allanen. Es decir, que se vuelva al orden natural querido por Dios “que ha destinado los bienes de este mundo para todos”. Mientras no seamos capaces de recrear el mundo querido por Dios no será posible la paz. Es necesario que los poderosos se despojen de su orgullo y los ricos compartan su riqueza para que estalle la paz en el mundo. Es decir, primero la justicia alimentada por el perdón. Antes que la caridad está la justicia, de lo contrario se trata más bien de “caridades”.

Millones de personas en el mundo sufren situaciones de injusticia.  A pesar del crecimiento económico y del desarrollo del estado del Bienestar sigue habiendo pobres y, es más, no sólo sigue aumentando su número sino que surgen nuevos fenómenos de pobreza. Es evidente que el crecimiento económico no va unido a un reparto justo de los bienes.

El adviento no es un tiempo triste, pero tampoco debe servir para justificar unas condiciones inhumanas de vida en las que es imposible cualquier esperanza. Sólo si soy justo y lucho por la justicia dejaré de excluir a los demás.

La 2ª lectura de san Pablo a los Filipenses nos habla de la alegría y de la esperanza que San Pablo tiene en la comunidad cristiana de los Filipenses.

Los cristianos formamos una gran comunidad que es la Iglesia, somos miembros de una gran familia extendida por todo el mundo.  Esto es una gran verdad.  Pero también es verdad que no todos viven con alegría su pertenencia a esa comunidad que es la Iglesia, ni todos se sienten gozosos de ser miembros de esa gran familia de Dios.

A veces en nuestras comunidades cristianas hay divisiones, hay murmuraciones, hay luchas de poder, deseos de manipular por intereses egoístas; hay personas que no aceptan a otras personas, que no se hablan.  ¿Cómo podremos hacer que el Señor venga a nuestra comunidad si estamos divididos y enemistados?

Hemos de superar todas esas barreras, todas esas divisiones, para que todos los alejados sientan la necesidad y la alegría de pertenecer a esta comunidad de Hijos de Dios y así, todos podamos acoger con alegría la venida del Hijo de Dios.

El Evangelio de san Lucas nos presenta la figura de Juan el Bautista, el precursor de Jesús.

Vivimos en un mundo de gran comunicación, estamos cada día mejor informados, y sin embargo cada día escuchamos menos y tenemos menos posibilidades de comunicarnos. Quedamos aislados y somos menos capaces de entablar relaciones de amor y amistad. El poder y un mundo materialista han substituido al Dios de la vida. Y el hombre se encuentra vacío y aunque quiere balbucear y comunicarse, no encuentra nada en su corazón porque no ha escuchado la Palabra de Dios.

El tiempo de Adviento es un tiempo de escucha. Necesitamos espacios para escuchar la Palabra que hoy llega a nosotros y solamente después podremos pronunciarla, vivirla y transformar nuestros ambientes. El camino del Adviento requiere allanar los senderos, enderezar los caminos torcidos y rellenar los profundos huecos que se han formado en nuestras vidas al margen de Dios.

Hay que escuchar la Palabra de Dios para allanar los caminos del Señor,  es decir, tenemos que disponer nuestro corazón para que Dios llegue hasta nosotros; hay que hacer que Dios esté presente en nuestra sociedad para que pueda ser mejorada.

Solamente abriendo el corazón podremos hacer fructificar la Palabra. Pero la Palabra no debe quedar estéril, sino penetrar y transformar.

Es necesario abajar muchas montañas de bienes materiales y dineros acumulados y levantar muchos valles de pobreza y humillación, abajar muchas colinas de poder y egoísmo, levantar muchas hondonadas de marginación, exclusión, desempleo.

Para poder hacer realidad todo esto, necesitamos una conversión y un verdadero cambio del corazón.  Sólo así podremos tener paz, esa paz tan necesaria para erradicar la pobreza y la corrupción, para tener una educación de calidad para todos, un crecimiento económico solidario y erradicar la violencia y la explotación.

Pidamos a Dios nuestro Padre, que ha enviado a Jesucristo como Palabra de vida, que abra nuestros oídos y nuestros corazones, para que lo escuchemos y así transformemos nuestro mundo en una auténtica comunidad de paz y de hermandad.