V DOMINGO DE PASCUA (CICLO C)

Las lecturas que acabamos de proclamar nos hablan hoy del amor. El amor es lo que identifica a los seguidores de Jesús. Para poder amar, como Jesús nos lo pide hoy, hay que cambiar muchas cosas en nuestra vida y a muchos no les gustan los cambios porque es más cómodo vivir de la manera a la que estamos acostumbrados.
La 1ª lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles nos ha narrado como Pablo y Bernabé recorren centenares de kilómetros para evangelizar. Ellos habían experimentado el nuevo sentido de sus vidas y no podían guardárselo para ellos.
Pablo y Bernabé pedían a los nuevos cristianos fidelidad y perseverancia en las tribulaciones. “Hay que pasar por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios”, nos decía san Pablo.
Hay que hacer una opción por el Reino de Dios y esto no es fácil. El camino del Reino está sembrado de dificultades y la “puerta es estrecha”, aunque nunca está cerrada.
Hemos de perseverar en nuestra fe, saber qué quiere Dios de nosotros, estar dispuestos a involucrarnos en las cosas de Dios, renunciar a esas cosas que nos apartan de Dios. Dios ha hecho muchas cosas por nosotros, ¿qué estamos haciendo nosotros por Dios?
La 2ª lectura del Apocalipsis de san Juan nos habla de “un cielo nuevo y una tierra nueva”.
Es cierto que el camino del Reino de Dios está sembrado de dificultades y que la puerta es estrecha, pero si alcanzamos ese cielo nuevo, entramos a un mundo transformado, prometedor y alegre; entramos a un mundo nuevo “donde no habrá llanto, ni duelo, ni sufrimiento”. El mundo del sufrimiento y de la lucha diaria dejará lugar al mundo de la felicidad, del descanso y de la paz.
Pero ya desde ahora, estamos llamados a construir esa “tierra nueva”, a superar todas aquellas cosas que impiden al ser humano vivir en plena libertad, a superar un mundo de oscuridad que nos sumerge en la cultura de la muerte y de la infelicidad. Estamos llamados a superar el egoísmo, la codicia, los rencores, la vanidad, los miedos, las inseguridades. Estamos llamados a construir un mundo nuevo que no esté dominado por la injusticia, la dominación de unos sobre otros, la muerte, la violencia y tantas cosas negativas como tiene hoy nuestro mundo.
Dios nos llama y nos invita a formar otro mundo, un mundo que se abra a la gracia de Dios. Un mundo donde el mal y todas sus consecuencias ya no existan.
El Señor, con su vida, con su palabra y su obra, hizo nuevas todas las cosas y empezó a hacer realidad un mundo nuevo sostenido con otros valores, valores diferentes a los que viven hoy la mayoría de las personas. Es tarea nuestra ir construyendo ese “cielo nuevo y esa tierra nueva” a la que Dios nos invita.
En el Evangelio de san Juan el Señor, antes de despedirse de sus discípulos les entrega como testamento espiritual su sueño y su mandato: el gran Mandamiento del Amor.
El mundo podrá identificarnos de qué comunidad somos si cumplimos este mandato del amor. Jesús rescata la Ley, pero le pone como medio de cumplimiento el amor; quien ama, demuestra que está cumpliendo con los demás preceptos de la Ley.
En un mundo cargado de egoísmo, de envidias, rencores y odios, los cristianos estamos llamados a dar testimonio de otra realidad completamente nueva y distinta: el testimonio del amor. Allí están las bases sobre las que se puede construir una nueva sociedad. Mientras no vivamos el amor, no es cierto que la ley pueda cambiar la sociedad.
Cuando nuestros políticos, sobre todo en campañas, hacen propuestas que parecen novedosas, se quedan cortos, porque siempre buscan cosas superficiales y sus sueños no tocan la base de la persona. Se fijan en los bienes materiales y no está en la base el amor y el respeto mutuo.
Pero Jesús se refiere al verdadero amor. No es el amor romántico y dulzón de los novios adolescentes. El amor del que nos habla Jesús es amar hasta dar la vida. Es el amor de pareja que sabe superar las naturales diferencias; es el amor de padres que no crían hijos con la ilusión de después pasarles la factura en cuidados de ancianidad; es el amor al prójimo donde se tiene en cuenta a todos y cada uno, y no se miran las propias conveniencias. Así sí se podrá construir una ciudad nueva.
Hay que amar, sin mirar a quién; amar, sin contar las horas; amar, con corazón y desde el corazón; amar, buscando el bien del contrario. Ese es el sueño de Jesús y debería ser el sueño de sus seguidores.
Desgraciadamente, los cristianos nos quedamos cortos. Con mucha frecuencia, nuestras comunidades son verdaderos campos de batalla donde nos enfrentamos unos contra otros; donde no reconocemos en el otro la imagen de Dios.
Lo que hace grande a una comunidad es su capacidad de amar a los diferentes, de integrar y superar el conflicto.
¿Cómo vivimos el gran sueño de Jesús entre nosotros? ¿Cómo damos testimonio de este amor en la familia, en el trabajo, en la construcción de la sociedad? ¿Cómo estamos construyendo esa “nueva ciudad”, esa nueva sociedad?