XXIII DOMINGO ORDINARIO (CICLO B)
La liturgia de este domingo nos habla de un Dios comprometido con la vida y la felicidad del hombre, continuamente empeñado en renovar, en transformar, en recrear a la persona, para hacerle alcanzar la vida plena del Hombre Nuevo.
La 1ª lectura del profeta Isaías, hace una llamada a la alegría y a la esperanza porque Dios interviene y se manifiesta en medio de su pueblo.
Para los optimistas, nuestro tiempo es un tiempo de grandes realizaciones, de grandes descubrimientos, en el que se abre todo un mundo de posibilidades para el hombre; para los pesimistas, nuestro tiempo es un tiempo de sobrecalentamiento del planeta, de subida del nivel del mar, de destrucción de la capa de ozono, de eliminación de los bosques, de riesgo de holocausto nuclear.
Hay también muchas personas que viven agobiados por problemas personales, familiares y económicos. Hay acontecimientos que nos hacen sufrir: enfermedad, falta de trabajo, accidentes, etc. Antes esta situación no es fácil encontrar consuelo y, mucho menos, soluciones.
Sin embargo, la primera lectura nos dice que no nos asustemos, que tengamos ánimo, que tengamos la certeza de la presencia salvadora y amorosa de Dios en nuestra vida y que estemos convencidos que Dios no nos dejará abandonados en las manos del mal ni de la muerte. No nos olvidemos que Dios está ahí, que hace justicia y libera, a su tiempo, a los oprimidos.
La 2ª lectura del apóstol Santiago, nos invita a no discriminar ni marginar a ningún hermano y a acoger con especial bondad a los pequeños y a los pobres. Jesucristo nunca discriminó ni nunca marginó a nadie.
¿Tratamos igual al rico que al pobre? ¿Al que tiene un título universitario y al analfabeto?
En nuestro trabajo e incluso en nuestra familia hay personas con las que nos llevamos bien, nos caen bien, nos entendemos bien con ellas, pero también hay personas que no las toleramos, que nos cuesta aceptarlas, tratarlas bien, con comprensión, con tolerancia, con amor. Nos relacionamos con las personas muchas veces por su apariencia y no por lo que realmente son.
Dios mira el corazón del hombre y no su posición social o su situación económica. Nosotros estamos llamados a hacer lo mismo: a no hacer distinción de personas, porque en cuestión de fe el corazón de un pobre puede ser más rico que el del presidente de la nación.
El Evangelio de San Marcos, nos muestra a Jesús curando a un sordomudo.
Es horrible no poder hablar, no poder escuchar, sentir soledad en medio de la multitud, que no puedas comunicarte.
Nos encontramos en un país de sordos y mudos. A los pobres, a los necesitados no se les hace caso. Hay tantas personas que tienen graves problemas y necesidades y por más que se cansan de gritar, de pedir, no son escuchados. Quienes tienen la autoridad, el poder, el dinero y las posibilidades de solucionar problemas, se han vuelto incapaces de escuchar los gritos de angustia y de dolor del pueblo.
En nuestro tiempo, se ha empeorado este problema fundamental de la comunicación y el lenguaje. En lugar de hacer más fácil el entendernos, nos quedamos solos, nos aislamos o solamente nos relacionamos con nuestro grupito.
Somos sordos que cerramos los oídos para no ver realidades que nos están gritando: un ecosistema que se agota, una naturaleza que ya no aguanta nuestra destrucción, hermanos que claman de hambre y necesidades, pero que no encuentran respuesta. Hemos cerrado nuestros oídos y no vemos estos gritos desgarradores. Hemos perdido la capacidad de propiciar un encuentro cálido, cordial y amable con los demás.
Estamos mudos cuando cerramos por orgullo los labios y preferimos el silencio, mientras que una palabra podría suscitar soluciones, romper hielos y devolver paz y armonía. Vivimos en un mundo de silencio, aislamiento y soledad provocado por nuestros orgullos, por la injusticia y por la discriminación. Necesitamos romper el silencio con el lenguaje del amor, para escuchar y para hablar.
La imagen del sordomudo podría también representar a las personas incomunicadas no solamente con sus semejantes, sino también con Dios. No tenemos tiempo para escuchar su palabra, no queremos oír sus mensajes, no estamos dispuestos a dejarlo entrar en nuestro interior.
Hoy Jesús grita también para nosotros su potente “¡Effetá!” “¡Ábrete!” que nos lleva a abrir el corazón a Dios, a los hermanos y a nosotros mismos. ¿Seremos capaces de abrir nuestro corazón a la Palabra de Dios? ¿Escucho el sentir y el dolor de los hermanos? ¿Permanezco mudo ante las injusticias, la mentira y el dolor?