Viernes después de ceniza

Is 58, 1-9

Las lecturas de hoy, viernes después de Ceniza, dos días después del comienzo de la Cuaresma nos hablan del ayuno como preparación para la Pascua, en la cual el cristiano debe resucitar a una vida más íntima con Cristo.

En la primera lectura, el profeta Isaías nos revela que el ayuno que agrada al Señor no es aquel que consiste en nada más que doblar la cabeza, sino el que rompe las cadenas injustas, desata las amarras del yugo, comparte el pan con el hambriento, viste al desnudo y ayuda al hermano.

La penitencia que enseña la Iglesia en este tiempo de Cuaresma significa un cambio profundo de corazón, bajo el influjo de la Palabra de Dios y en la perspectiva del Reino. La penitencia es el esfuerzo concreto y cotidiano del hombre para perder la propia vida por Cristo como único modo de ganarla…; para despojarse del hombre viejo y revestirse del nuevo…; para elevarse continuamente de las cosas de abajo a las de arriba donde está Cristo.

Dios Nuestro Señor lo que busca en cada uno de nosotros es la conversión interna, que cuando se realiza, se manifiesta en obras, que cuando se lleva a cabo, tiene que brillar hacia fuera; pero no es solamente lo externo. De qué poco serviría haber manchado nuestras cabezas de ceniza, si nuestro corazón no está también volviéndose ante Dios Nuestro Señor. De qué poco nos serviría que no tomásemos carne en todos los viernes de Cuaresma, si nuestro corazón está cerrado a Dios Nuestro Señor.

Mt 9, 14-15

La dimensión interior, que el profeta reclama, Nuestro Señor la toma y la pone en una dimensión sumamente hermosa, cuando le preguntan: ¿Por qué ustedes no ayunan y sin embargo los discípulos de Juan y nosotros si ayunamos? Y Jesús responde usando una parábola: “¿Pueden los amigos del esposo ayunar mientras está el esposo con ellos?” Jesús lo que hace es ponerse a sí mismo como el esposo.

El ayuno que Él busca es el del corazón, la conversión que Él busca es la del corazón y siempre que nos enfrentemos a esta dimensión de la conversión del corazón nos estamos enfrentando a algo muchas veces no se ve tan fácilmente; a algo que muchas veces no se puede medir, pero a algo que no podemos prescindir en nuestra vida. ¿Quién puede palpar el amor de un esposo a su esposa?

¿Quién puede medir el amor de un esposo a su esposa? ¿Cómo se palpa, cómo se mide? ¿Solamente por las formas externas? No. Hay una dimensión interior en el amor esponsal del cual Jesucristo se pone a sí mismo como el modelo. Hay una dimensión que no se puede tocar, pero que es también imprescindible en nuestra conversión del corazón. Tenemos que ser capaces de encontrar esa dimensión interior, una dimensión que nos lleva profundamente a descubrir si nuestra voluntad está o no entregada, ofrecida, dada como la esposa al esposo, como el esposo a la esposa, a Dios, Nuestro Señor.

La conversión no es simplemente obras de penitencia. La conversión es el cambio del corazón, es hacer que mi corazón, que hasta el momento pensaba, amaba, optaba, se decidía por unos valores, unos principios, unos criterios, empiece a optar y decidirse como primer principio, como primer criterio, por el esposo del alma que es Jesucristo.

Jueves después de ceniza

Deut 30, 15-20

La Cuaresma nos llama a la conversión, conversión que no debe ser solamente una conversión exterior, sino que debe ir sobre todo hacia la conversión del corazón. La conversión del corazón que viene a ser el núcleo de toda la Cuaresma, es vista por la Escritura, como un momento de elección por parte del hombre que debe dirigirse a Alguien. La pregunta es: ¿A quién dirigimos el corazón? ¿Hacia quién me estoy dirigiendo yo? En este período en el cual la Iglesia nos invita a reflexionar más profundamente tenemos que preguntarnos: ¿Hacia dónde voy yo?

En la primera lectura Dios pone delante del pueblo de Israel el bien y el mal, diciéndole que puede elegir, decir a quién quiere servir, qué que quiere hacer de su vida. Tú también vas a decidir si quieres vivir tu vida amando al Señor tu Dios, escuchando su voz, adhiriéndote a Él, o vas a tener un corazón que se resiste.

La Escritura nos habla por un lado de un corazón que se resiste a Dios y por otro lado de un corazón que se adhiere a Dios. Mi corazón se resiste a Dios cuando no quiero ver su gracia, cuando no quiero ver su obra en mi vida, cuando no quiero ver su camino sobre mi existencia. Mi corazón se adhiere a Dios, cuando en medio de mil inquietudes, vicisitudes, en medio de mil circunstancias yo voy siendo capaz de descubrir, de encontrar, de amar, de ponerme delante de Él y decirle: “aquí estoy, cuenta conmigo”.

Lc 9, 22-25

Después de la confesión de Pedro: Tú eres el Cristo el Hijo de Dios vivo; Jesús les anuncia a sus discípulos la pasión. Este anuncio de la pasión les muestra que el Mesías esperado no es un Mesías triunfante. La gloria de Cristo pasará por la Cruz.

En el anuncio de la Pasión Cristo habla de sufrir, de ser rechazado y morir para después resucitar. El sufrimiento, el rechazo y la muerte, también van a ser la condición de todo el que quiera seguir a Jesús. Y Jesús nos invita a seguirlo, no nos obliga, nos invita. Jesús dice: si alguno quiere…

Y seguir a Cristo es seguirlo por el camino que recorrió que paso por la cruz para alcanzar luego la gloria de la resurrección. Cuando cada una de nosotros llevamos esa nuestra cruz de cada día con amor y por amor a Cristo, estamos profesando nuestra profunda fe en Jesús. Cuando Cristo nos invita a seguirlo tomando nuestra cruz, nos está indicando que la vida cristiana es una vida con cruz.

Lo normal en una vida cristiana es que se encuentren anticipo de la resurrección dentro de nuestra vida diaria cargando nuestra cruz. Algunas veces puede ser que encontremos nuestra cruz en una gran dificultad, en una enfermedad grave y dolorosa, en la muerte de un ser querido. En esos casos, debemos abandonarnos en las manos de Dios, con la certeza que si Él permite nuestro dolor es para hacernos más semejantes a Él.

Si el Señor permite nuestra cruz, nos va a dar las gracias necesarias para llevarla y daremos fruto abundante. Pero lo normal, es que encontremos la cruz de cada día en las pequeñas contrariedades en nuestra familia, en el trabajo, en nuestro grupo, con nuestros vecinos… Tenemos que recibir esas contrariedades con ánimo y ofrecerlas al Señor sin quejarnos. La queja es una forma de rechazo a la cruz.

MIÉRCOLES DE CENIZA

Las Lecturas de este importante día con que la Iglesia da inicio a la Cuaresma, el Miércoles de Ceniza, nos llaman a la conversión, al arrepentimiento y a la humildad… tres cosas que hay que tener en cuenta en este tiempo especial que llamamos Cuaresma, durante el cual debemos prepararnos para la conmemoración de la Pasión y Muerte del Señor y la celebración de su Resurrección triunfante el Domingo de Pascua. 

Al empezar la cuaresma, Jesús en el Evangelio de hoy nos ofrece tres herramientas, tres actividades que son necesarias para renovar y confirmar nuestro seguimiento de Jesús, y expresar la nueva vida que Dios ha hecho nacer en nosotros: la oración, el ayuno y la limosna. Constituye un buen programa para este tiempo. Cada uno de nosotros debiera salir de esta celebración de hoy concretando la práctica de este ejercicio cuaresmal: ¿Cómo y cuándo rezaremos a este Dios estos 40 días? ¿De qué cosas ayunaré este año? ¿Qué gesto de amor haré a favor de mis hermanos, en especial de los más necesitados?

La oración ha de ocupar un lugar preferente en el tiempo de Cuaresma. Una oración permanente y fiel al momento del día que hayamos decidido elegir. Una oración que refuerce nuestros vínculos con Jesús. Una oración que sea un diálogo amoroso con el Señor que consiste en hablarle, en explicarle nuestras cosas, las necesidades de los hermanos, en escucharlo en todo aquello que Él nos dice en el evangelio y en el fondo del corazón. Una oración en la que expresemos cómo lo amamos, y en la que sintamos su amor, su entrega, al contemplarlo clavado en la cruz y glorioso una vez resucitado. Y eso tanto en su persona, como en la de todos los hombres y mujeres de nuestro mundo.

En un mundo como el nuestro, enloquecido por el consumo, la diversión, la evasión, y que nos endurece el corazón ante tanta creciente pobreza y tanto sufrimiento, necesitamos ayunar. No porque nos guste el ayuno por el ayuno, ni porque esperemos acumular muchos méritos ante Dios, sino porque el ayuno nos hace capaces de abrir los ojos y de esponjar el corazón, nos hace más libres para amar y seguir a Jesús. Ayunar de aquello que nos engorda de orgullo, de vicio, de pasiones, de ataduras con las cosas, de ser esclavos de nosotros mismos y nos priva de amar, de llenarnos de Dios y de los demás. Cada uno verá de qué cosas debe ayunar. Y sabemos que no siempre el ayuno deberá ser de comida y bebida. ¿Qué ayuno hará cada uno durante esta Cuaresma para ampliar su capacidad de amar?

La limosna, ha de ser también signo de nuestra sincera conversión cuaresmal, de la autenticidad de nuestra oración, de los frutos de nuestros ayunos. Dar y compartir nuestro dinero, las cosas, el tiempo, nuestras capacidades y cualidades, nuestra persona entera. Tener demasiado hace daño. Nos hace incapaces de andar ligero, nos esclaviza, nos distancia de los demás, nos aprieta el corazón. ¿Qué daré a los demás en esta Cuaresma? ¿Más tiempo a mi familia, mayor delicadeza a mi trato con los demás? ¿Vaciar algo mi bolsillo para llenar el de aquellos que lo tienen vacío? ¿Qué haré para ser más solidario con el mundo pobre y marginado? ¿Con qué grupos puedo colaborar o aportar mi ayuda? Aquello que ahorre con mi ayuno y privaciones cuaresmales, ¿por qué no lo entrego a los necesitados?

El gesto penitencial de la imposición de la ceniza y el acercarnos a la mesa del Señor para recibir la Eucaristía han de ser expresión ante Dios y la comunidad aquí reunida de nuestro firme compromiso de ser fieles al Señor. Han de ser, también, reconocimiento de nuestra debilidad, de nuestra condición pecadora, de nuestras ganas de renovar la vida y la necesidad que todos tenemos de la comunión con Jesús.

Martes de la VIII Semana Ordinaria

Ecles 35, 1-15

Solemos relacionar la palabra sacrificio con dolor, pena, destrucción y muerte, pero en sí la palabra sacrificio significa ante todo una acción sagrada, una relación con Dios, que es el único y supremo Santo.

Esta relación con Dios va a tener momentos expresivos públicos y rituales, hoy diríamos litúrgicos.  En tiempos del autor del Eclesiástico, estos momentos litúrgicos eran los sacrificios del Templo, las primicias, los diezmos.  Pero estas expresiones cultuales tienen que ser acompañadas, para que sean verdaderas, de una actitud interior de obediencia, de amor a Dios, que necesariamente deberá manifestarse en acciones de justicia, de servicio y de misericordia para con el prójimo.

El autor del Eclesiástico no rechaza lo litúrgico, al contrario, recomienda la generosidad en las ofrendas, el realizarlas con buena finalidad, pues no son un soborno.  Pero subraya también lo fundamental de la caridad.

Mc 10, 28-31

Hoy es Pedro quien se gloría de haberlo dejado todo. Cuando antes todos se espantaban de las palabras del Señor: quién podrá salvarse.. Tan duras les resultaban las palabras de Maestro cuando decía que ningún rico se salvaría. Ellos no eran ricos. Pero bien que entendieron las palabras de Cristo. Con mucho o con poco se es rico, esto es, todo hombre se apega a las cosas. Pedro, hablando más con el espíritu que con la carne, dice bien: “lo han dejado todo y lo siguieron”.

Jesús le responde, esperando que sus oidores entiendan también como antes el fondo de sus palabras: “recibirán el ciento por uno”. Cierto que les habla de cosas, de bienes que aumentarán. Cierto que para ello han de hacer una opción radical por Él, una opción que no es despreciar las cosas sino desapegarse de ellas para apegarse a Dios y amar en Dios esas cosas que han dejado, con un amor rectificado por la experiencia de Cristo. Es más, el que haya logrado experimentar la plenitud liberalizadora de la opción radical por Cristo, no sentirá gusto sino sólo en Dios. Y las creaturas, tan bellas como su Hacedor, serán los medios para mejor amarle y servirle.

Pero entre las cosas que se nos prometen está una poco agradable, poco comprensible: las persecuciones. Se nos prometen persecuciones como premio por el seguimiento de Cristo. ¿Quién, en efecto, está libre de las cruces de esta vida? ¿Quién en esta tierra ha vivido sin sufrir algo? Nadie. Todos somos pasto de las fieras del egoísmo de nuestros hermanos. Y sin embargo Cristo nos promete estos sufrimientos por Él. ¡Qué extraño regalo! Muy extraño. Pero extraño es para el que no ama. Es una locura sufrir por Cristo si no se le tiene. Quien lo tiene lo da todo porque lo ama. Quien sufre por alguien amado crece, se enaltece, siente que recibe más de lo que ha podido dar. Pero también sabe que esos padeceres no son eternos. Eterna será la Gloria junto a Cristo en el cielo. Y por eso lo sufre todo, se deja querer por Jesús plenamente. No tengamos miedo. Optar por Cristo siempre será la mejor empresa de nuestra vida. Hay que vivirlo para comprenderlo.

Lunes de la VIII Semana Ordinaria

Ecles 17, 20-28

Si quisiéramos resumir en una sola palabra el tema de nuestra primera lectura, sería sin duda en la de la recomendación “conviértanse”.

Conversión es una palabra que tal vez veamos como algo lejano a nuestra realidad, porque al oírla pensamos inmediatamente en una conversión básica o radical de la que tal vez no tengamos necesidad.  En tal caso se requeriría un cambiar absolutamente de dirección, como cuando vemos que vamos manejando en sentido contrario.  Pero, aunque veamos que vamos en la dirección debida, es indispensable un continuo movimiento de la manejadera para rectificar el sentido y mantenerse en el camino. La palabra “vuelve” se repitió 4 veces en esta pequeña lectura.  Sí, nuestro origen es Dios, Él es nuestra finalidad absoluta.

Hay que tener en cuenta que a inicios del siglo II antes de Cristo, cuando escribe el autor del Eclesiástico, la creencia en una vida futura aún no era clara y sólo se manifestará hasta la época de los Macabeos; por esto se destaca el argumento para la pronta conversión: “El muerto ya no alaba al Señor, pues ya no existe”. No hay proporción entre nuestra miseria, por grande que sea, y la infinita misericordia de Dios.

Mc 10, 17-27

Cuando Jesús fija la mirada en aquel joven, para nosotros hoy desconocido, mira a cada uno de los que ha llamado por el bautismo a la vida de cristianos. No mira tan sólo a los que llama a su pleno seguimiento. Llama más bien a todos aquellos que intuyen que la vida es más que diversión y pérdida de tiempo en naderías. Y es que quien entra dentro de su alma, descubre un vacío por llenar, un corazón por enardecer de amor, un ansia, un no sé qué de eterno, como ese joven, y que no estará tranquilos sino hasta llenarlo de lo único eterno: el amor de Jesucristo.

Mirando bien esta escena contemplamos que Cristo nos ve a cada uno de nosotros. Porque cada uno de los que nos decimos cristianos tenemos de una u otra forma apegado el corazón a las cosas de la tierra y nos damos cuenta que ellas no llenan nuestra alma. Añoramos a Dios. Y por eso lo buscamos hasta donde pueda estar esperándonos. Este joven lo encontró en el desierto. Y no tuvo miedo de preguntarle qué tenía que hacer. Para eso iba, para conocer el secreto de su felicidad plena. ¡Lástima que fue poco generoso! Su amor a las cosas le impidió dejar volar su alma donde lo único necesario. Y es que cuando Cristo nos pide dejarlo todo, nos pide todo; cuando nos lo pide todo, no nos deja sin nada. ¡Nos da todo porque se da a Sí Mismo Él todo!

Cristo le siguió con la mirada. Lo vio triste marcharse con su corazón roto por el egoísmo. Los ricos, los que apegamos el corazón a las cosas, tengamos mucho o tengamos nada, tengamos palacios o tengamos harapos, en fin, tengamos algo a lo que no queramos desapegarnos, no podremos hallar jamás descanso, no podremos porque optamos por las pobre creaturas y rechazamos al Creador de las creaturas. En cambio los que han conocido a Cristo de veras Dios, les da la fuerza para dejarlo todo y seguirlo incondicionalmente. ¿Conocemos que somos los más miserables si no le tenemos a Él, la fuente de nuestra verdadera riqueza?

Sábado de la VII Semana Ordinaria

Ecles 17, 1-13

El autor del libro del Eclesiástico nos ha presentado hoy el pensamiento sobre el hombre.  Lo constitutivo de su ser es su relación con Dios.  Es Dios el que causa la grandeza del hombre con sus dones.  Y el autor va enumerándolos en orden de importancia.

El hombre (Adán) tiene su origen en Dios.  Formado de la tierra (adanah), volverá a ella.  Recordemos que estamos en una etapa intermedia de la Revelación y que todavía no se habla de vida eterna.

El hombre aparece en el centro y en la cumbre de la obra creadora de Dios; en el hombre, Dios delega su poder providente que lo responsabiliza ante toda la naturaleza.

El autor menciona los dones de Dios, sobre todo las características humanas diciendo que: “les concedió la mente para que pudieran razonar”; la ciencia y la sabiduría, el discernimiento moral o la totalidad del saber, la capacidad de reconocimiento y agradecimiento, la alianza amorosa como don supremo de Dios.  Por esto exige una respuesta fiel a todos esos dones.

Mc 10, 13-16

Cuando veo a Juan Pablo II rodeado de niños, besándoles y bendiciéndoles me imagino a Jesús en la escena que hoy nos presenta San Mateo en su Evangelio.

Los niños tienen una manera especial de captar lo religioso. Incluso nos sorprende ver con qué fervor rezan o se detienen ante una imagen de la Virgen.

Es porque tienen un espíritu sencillo.

Es responsabilidad de los padres el cultivar los aspectos religiosos en los niños, igual que se les enseña a hablar o a leer. Captan muy bien lo que hacen los mayores, y si les ven rezando, yendo a Misa o explicándoles algún detalle de nuestra fe, lo asimilan con gran facilidad. Hay que aprovecharlo y no esperar a que sean adultos, porque el racionalismo propio de esa edad les impedirá acercarse a la fe.

Es fundamental la labor de los padres. Son ellos los primeros educadores. No pueden dejar esa función al colegio, ni siquiera a la catequesis de la parroquia, porque la familia es la primera escuela de la fe. ¿Cómo entenderá el amor de Dios si no ve amor en su casa? ¿O cómo será su relación con Dios Padre si su propio papá le da miedo o nunca está en casa? Jesús también quiere que los niños lo conozcan, y hay tantas maneras de hacerlo…