Jueves de la II Semana de Cuaresma

Jer 17, 5-10

Para captar la fuerza de las imágenes proféticas, nos tenemos que situar en el ambiente geográfico donde fueron escritas: el contraste entre la estepa, tierra árida y quemada por el calor, y las márgenes del río, con su humedad vivificante.

¿En quién confiamos nosotros?, ¿en los valores puramente humanos, materiales, el poder, el prestigio, la riqueza, los honores?, o ¿en Dios?, ¿pura y sencillamente?

En nuestras realidades humanas es relativamente fácil aparecer y no ser, tener y no ser, crear una máscara muy diferente del verdadero rostro, engañar, comprar… Ante Dios esto es imposible.  Dejemos que su Palabra penetre, escrute.  Seamos un árbol fructífero, plantado junto al agua.

Lc 16, 19-31

El Señor Jesús usaba un sistema de enseñanza: las parábolas, pequeñas narraciones llenas de realidades, de situaciones, de cosas que todos conocían o habían experimentado, y de ahí provenía la enseñanza.  En la parábola hay una serie de personajes, palabras, situaciones, y la enseñanza viene al final.  De la parábola de las jóvenes previsoras no hay por qué pensar que Jesús enseña a no compartir los bienes; o de la parábola del administrador infiel, que el Señor enseñe a robar.  En esta parábola no se quiere enseñar que hay que sufrir en esta vida o en la otra.

Ni tiene una implicación de «luchas de clases».

La riqueza no es mala en sí, pero lleva muy de cerca el peligro de cerrarse a Dios, de olvidarse de lo realmente importante, de quedarse en las apariencias, y también lleva, muy de cerca, el peligro de cerrarse a los demás.

Los hermanos del rico, como él, tenían la Ley y los profetas y no les hicieron caso: «no harán caso».

La comunidad primitiva, al oír aquello de «ni aunque resucite un muerto»,  pensarían inmediatamente en la resurrección de Cristo.

¿Qué nos dice esta parábola hoy a nosotros?

Miércoles de la II Semana de Cuaresma

Jer 18, 18-20

Todos nosotros, en una forma u otra, alguna vez nos hemos sentido abandonados, solos, traicionados, o hemos sentido la enfermedad, propia o de algún ser querido, hemos experimentado pobreza o incapacidad, incomprensión o dudas.

Jeremías es un profeta, habla en nombre de Dios.  Por haber predicho el fin de la Ley y del profetismo, se siente amenazado; su figura se va haciendo tipo del siervo sufriente, del justo perseguido.  Su lamentación es un modelo de fe y de esperanza para todo el pueblo de Dios.

Mt 20, 17-28

Hemos escuchado la tercera predicción que Jesús hace de su camino pascual, que es el modelo de nuestro caminar cristiano.

Esta tercera predicción más detallada que las otras dos: será entregado, condenado, objeto de burlas, azotado y crucificado.

La sensibilidad humana se subleva instintivamente ante la humillación, el dolor y la muerte.  Así reaccionaron los apóstoles.  La predicción de la resurrección no hace ningún contrapeso, si tal vez la escucharon…; la sintieron tan lejana… tan incorpórea.

En contraste a este camino de Cristo está nuestro camino humano: «que se sienten uno a tu derecha y el otro a tu izquierda en tu Reino».  Pero el Señor dice: «el que quiera ser grande entre ustedes, que sea el que lo sirva».

El Señor nos da ejemplo de esto, «que no vino a ser servido sino a servir… y a dar la vida por redención…».

Esto lo vivimos de forma muy especial en la Eucaristía.  Llenos de su vida, en la que participamos, salgamos a servir y a transformar.

Martes de la II Semana de Cuaresma

Is 1, 10. 16-20

Sodoma y Gomorra, las dos ciudades pecadoras destruidas por la ira de Dios, permanecen en la actitud negativa del pueblo que responde con ingratitud e infidelidad al amor que Dios le ha manifestado.

No son los sacrificios y las prácticas cultuales vacías de espíritu los que pueden purificar al hombre, sino solamente la práctica de la justicia, que debe corresponder a la misericordia de Dios siempre pronta a perdonar.

Con frecuencia aplicamos a Dios nuestras propias mezquindades y limitaciones.  ¿Me podrá perdonar Dios?  ¿Tendrá suficiente poder?  ¿Tendrá ganas de perdonarme?

En esta Cuaresma, soy invitado a reconocer mis pecados; con mayor razón soy invitado a reconocer, ante todo, la infinita misericordia de Dios.

Mt 23, 1-12

Las distancias entre la teoría y la práctica, entre el mandamiento y su cumplimiento, entre lo exterior y lo interior, hoy nos aparece en las palabras de Cristo, llenas de fuerza.

Moisés expresa toda autoridad o responsabilidad.  Autoridad= servicio.

Los vestidos e insignias de oración, las filacterias y los mantos con franjas  -lo exterior, sin alma-  la finalidad fallida: «para ser vistos».

La palabra de Cristo: «Que el mayor entre ustedes sea su servidor».

A la luz de esta Palabra, celebremos hoy la Eucaristía.

Lunes de la II Semana de Cuaresma

Dan 9, 4-10

La conversión, al regresar a Dios, movimiento continuo indispensable en toda la vida cristiana personal o comunitaria, implica la visión clara del camino debido, de lo bueno, por una parte, y por otra, de la aceptación del desvío, de lo malo.

Cuaresma es tiempo especial de conversión y, aunque la conversión sea una exigencia continua, es muy importante un tiempo especial en el que la escucha de la Palabra y la respuesta oracional se intensifiquen.

Hoy nos podemos unir a la plegaria de Daniel que hemos escuchado.  Es una contemplación de la grandeza, del amor y de la fidelidad de Dios, y de los olvidos, ingratitudes y alejamiento del pueblo.

La contemplación de nuestra miseria no abate, no destruye, porque se está mirando a la misericordia de Dios y se apoya en ella; misericordia infinitamente más grande que nuestros pecados; de ahí el aliento de restauración, el movimiento confiado de regreso al Padre.

Lc 6, 36-38

Ayer oíamos el mismo mandamiento evangélico que hoy escuchamos: «sean misericordiosos como su Padre es misericordioso».  Ayer los oíamos así: sean perfectos como su Padre celestial  es perfecto».  También hoy, igual que ayer, nos viene a la mente la forma como se expresa el mismo mandamiento en el evangelio de san Juan: «un mandamiento nuevo yo les dejo, un mandamiento nuevo yo les doy: que se amen los unos a otros como Yo los he amado».

Es la respuesta exigida de nuestro amor, correspondiente al amor primero y perfecto de Dios.  «Dios es amor», «tanto amó Dios al mundo que le dio su propio Hijo», «habiendo amado a los suyos… los amó hasta el extremo»

Alguien dijo: «la medida del amor es el amor sin medida», el amor mismo de Dios.

No juzgar, no condenar, perdonar.

Estamos celebrando el Sacramento que hace presente para nosotros ese amor sin medida.  Salgamos fortalecidos para responder, a nuestra vez, a ese mandamiento básico: amar «como el Señor Jesús».

Sábado de la I Semana de Cuaresma

Deut 26, 16-19

La lectura del Deuteronomio nos ha presentado la alianza, el pacto que Dios hace con su pueblo: «Yo seré tu Dios, tú serás mi pueblo».

Nosotros somos hoy el pueblo de Dios, con nosotros Él ha hecho la alianza suprema y definitiva en Cristo Señor.

En la palabra misma «Iglesia» está la raíz griega Kaleo, es decir, llamar.  Dios toma la iniciativa, El invita, convoca; el pueblo escucha la invitación, atiende al llamado y se reúne.  Dios, con su palabra, va formando a ese pueblo, lo ilumina, lo guía, lo alienta; cuando es necesario, amorosamente lo increpa.  Luego hace con él su alianza.  Es lo que nosotros, día a día, vamos viviendo, experimentando en nuestras celebraciones eucarísticas.

Hoy, el Señor nos ha recordado que al don perfecto de su amor tiene que corresponder la efectividad de nuestro amor.

Mt 5, 43-48

De nuevo encontramos la palabra del Señor Jesús que nos aparece como perfeccionador y culminador de todas las expectativas y mandatos de la antigua alianza.  «Han oído ustedes que se dijo… pero yo les digo…»

El mandamiento del Señor es desconcertante, enorme, podemos decir, imposible: «sean perfectos como su Padre celestial es perfecto».

Sí, efectivamente, mandato imposible en él mismo.  Pero Jesús nos diría: «Yo te he abierto el camino, yo te doy las fuerzas para este actuar, yo te acompaño y te aliento».

Este mandato es expresado de otro modo: «sean misericordiosos como su Padre es misericordioso»; lo sabemos, fue explicitado en: «un mandamiento nuevo yo les dejo, un mandamiento nuevo yo les doy, que se amen unos a otros como yo lo he amado».

No olvidar que nos podemos llamar verdaderamente cristianos sólo en la medida que estemos efectivamente intentando cumplir este mandamiento.

Viernes de la I Semana de Cuaresma

Ez 18, 21-28

Nuestro camino cuaresmal tiene su meta en la Pascua, misterio de muerte y resurrección, de transformación absoluta, nuestra humanidad en Cristo ha sido cambiada; Él, el primero de todos, ha transformado el dolor en alegría, la humillación en reinado, la muerte en vida.

La cuaresma es por esto un camino pascual de conversión.

Hoy escuchamos una exhortación a la perseverancia para quien sea justo, a la conversión para quien sea pecador.  Nosotros estamos luchando porque nuestra vida exprese cada vez más lo que es Cristo, pero en nuestro caminar a esa Luz hay obscuridades, el camino a veces se nos borra, la tentación nos atrae, a veces caemos.  Tenemos algo de justos, sigamos adelante; tenemos algo de pecadores, cambiemos de dirección, hay esperanza.

Mt 5, 20-26

Jesús es el cumplimiento de la Ley antigua, culminación de sus esperanzas.  Por esto también las exigencias de Jesús son mayores: “si su justicia  –entendamos modo santo de vivir-  no es mayor que la de los escribas y fariseos -es decir de la gente más sabia y religiosa de su época-  ciertamente no entrarán ustedes al Reino de los Cielos».

Jesús no quiere sólo que no se produzca frutos malos, sino que la misma raíz sea buena; de ahí, la serie de prescripciones de la que está tomada la de hoy: «Oyeron que se dijo a los antiguos, pero yo les digo….»

Hoy escuchamos el comprometedor mandato del Señor: «Si cuando vas a poner tu ofrenda… te recuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja tu ofrenda… ve primero a reconciliarte…»

En el altar, sobre todo en –nuestro altar-, «mesa de la Cena del Señor y ara de su sacrificio», tiene que conjuntarse lo vertical de nuestra fe y adoración, y lo horizontal de nuestra verdadera caridad.

Hagamos, hoy especialmente, verdad práctica y viva este mandato del Señor.

La Cátedra de san Pedro

Mt 16, 13-19

Interrumpimos hoy los temas de Cuaresma, para acercarnos a la celebración de una fiesta del apóstol San Pedro que nos recuerda su misión: Pedro como garante de fe para sus hermanos.

Hoy es la fiesta del «Tu es Petrus», la memoria de la misión que Cristo confió a Pedro de ser el apoyo de sus hermanos. De ahí que la propia liturgia exalte la fe de Pedro como la roca sobre la que se asienta la Iglesia.

Pocas veces pregunta Jesús de modo tan directo, tan claro y sobre un tema tan candente. ¿Qué dice la gente que soy yo? Los apóstoles respondieron de modo diplomático. Unos que Elías, otros que uno de los profetas… Y después de escuchar diferentes respuestas, les preguntas directamente y vosotros ¿quién decís que soy yo? Pregunta básica e importante para aquellos discípulos y también para cada uno de nosotros.  De la respuesta que demos sobre todo con nuestras obras más que con nuestras palabras, dependerá si realmente nos podemos llamar discípulos.

Pedro arrojado y decidido como siempre afirma tajante: » Tú eres el Mesías el Hijo de Dios vivo». Escuchando Jesús está respuesta lo alaba, le cambia el nombre como señal de nueva vocación y le encomienda una misión.

Pedro, muy humano, la asumirá con su propia vida y después de arrepentirse de su negación, incluso dará la vida por Cristo.

Es interesante recordar las mismas palabras que recogen su primera carta para darnos cuenta de su misión: » Me dirijo a vosotros como pastor y testigo de los sufrimientos de Cristo». Esta es la nueva misión de Pedro ser testigo de los sufrimientos de Cristo y convertirse en pastor. Con toda razón en la misma carta exige a los pastores de las comunidades que apacienten el rebaño de buena gana, no por ambición de dinero, cuestionamiento serio para todos los que de alguna forma tenemos responsabilidades frente a los fieles y exige una revisión de nuestras actitudes, sobre todo en estos días de Cuaresma que nos acercamos a la figura de Cristo Sacerdote.

Es una invitación a reconocer equilibradamente la misión del sacerdote. Hay que apoyar y ayudar a los sacerdotes en su misión.

La Iglesia es muy humana, así la fundó Cristo, pero todos somos Iglesia y tenemos que embellecerla con nuestro amor, con nuestra entrega y con nuestra oración.

Pidamos al Señor que su iglesia, junto con Pedro, sea fiel a la misión que le ha encomendado.

Miércoles de la I Semana de Cuaresma

Jon 3, 1-10

La lectura profética es escogida en relación con la lectura evangélica, que es la principal por ser la palabra y los hechos de la Palabra personal del Padre.  Una es a la otra como la aurora a la plenitud del sol, como la promesa al cumplimiento.

Todo el libro de Jonás es como una gran parábola, una narración ficticia, pero es palabra de Dios que enseña verdades muy reales.

Jonás es un profeta del pueblo escogido, enviado a predicar la conversión a la gran capital pagana.  Hace todo lo posible por no ir a su misión; acordémonos de la tempestad, del gran pez que lo traga y lo vomita a los tres días.

Nínive se convierte radical y colectivamente, y eso que son paganos.  Nunca el pueblo de Dios se convirtió así.

Pensemos en la reacción de Jonás; todos sabemos la narración.  «Jonás se disgustó mucho por esto y se enojó»; ¿recordamos al hermano mayor enojado por el perdón del padre al hijo pródigo?

Lc 11, 29-32

Jonás fue una señal para los habitantes de Nínive con su predicación, es decir, con el anuncio del juicio y el llamado a la conversión.

Salomón, el paradigma de la sabiduría, atrajo de muy lejos a la reina de Sabá.

Jesús es un signo, como Jonás, pero mucho mayor que él: es la sabiduría misma de Dios, de la que Salomón tenía un destello; es la Palabra personal del Padre que ha venido a llamar a la conversión.

Para la comunidad primitiva, el signo de Jonás, que se realiza en Cristo, es, ante todo, su resurrección después de tres días en el sepulcro, como Jonás estuvo tres días en el vientre del monstruo.

¿Qué dirían los habitantes de Nínive y la reina de Sabá sobre nuestra reacción a la Palabra de Dios, sobre nuestra respuesta a los dones especiales de Dios a nosotros?

Abrámonos a su Palabra y con la fuerza de su Sacramento, respondámosles muy positivamente.

Martes de la I Semana de Cuaresma

Is. 55, 10-11

El tiempo de cuaresma, de una forma especial, nos urge a reflexionar sobre nuestra vida. Nos exige que cada uno de nosotros llegue al centro de sí mismo y se ponga a ver cuál es el recorrido de la propia vida. Porque cuando vemos la vida de otras gentes que caminan a nuestro lado, gente como nosotros, con defectos, debilidades, necesitadas, y en las que la gracia del Señor va dando plenitud a su existencia, la va fecundando, va haciendo de cada minuto de su vida un momento de fecundidad espiritual, deberíamos cuestionarnos muy seriamente sobre el modo en que debe realizarse en nosotros la acción de Dios. Es Dios quien realiza en nosotros el camino de transformación y de crecimiento; es Dios quien hace eficaz en nosotros la gracia.

La acción de Dios se realiza según la imagen del profeta Isaías: así como la lluvia y a la nieve bajan al cielo, empapan la tierra y después da haber hacho fecunda la tierra para poder sembrar suben otra vez al cielo.  La acción de Dios en la Cuaresma, de una forma muy particular, baja sobre todos los hombres para darnos a todos ya a cada uno una muy especial ayuda de cara a la fecundidad personal.

La semilla que se siembra y el pan que se come, realmente es nuestro trabajo, lo que nosotros nos toca poner, pero necesita de la gracia de Dios. Esto es una verdad que no tenemos que olvidar: es Dios quien hace eficaz la semilla, de nada serviría la semilla o la tierra si no fuesen fecundadas, empapadas por la gracia de Dios.

Nosotros tenemos que llegar a entender esto y a no mirar tanto las semillas que nosotros tenemos, cuanto la gracia, la lluvia que las fecunda. No tenemos que mirar las semillas que tenemos en las manos, sino la fecundidad que viene de Dios Nuestro Señor. Es una ley fundamental de la Cuaresma el aprender a recibir en nuestro corazón la gracia de Dios, el esfuerzo que Dios está haciendo con cada uno de nosotros.

Mt. 6, 7-15

No hay otro camino de oración cristiana que Cristo. Sea comunitaria o individual, vocal o interior, nuestra oración no tiene acceso al Padre más que si oramos en el Nombre de Jesús. La santa humanidad de Jesús es, pues, el camino por el que el Espíritu Santo nos enseña a orar a Dios como nuestro Padre. Por eso, antes que nada necesitamos convertirnos de nuestros pecados para unirnos, con un corazón indiviso, a Cristo. Quien se atreva a dirigirse al Padre en Nombre de Jesús, pero con el corazón manchado por la maldad, difícilmente podrá ser escuchado. Y no sólo hemos de ponernos en paz con Dios; también hemos de ponernos en paz con nuestro prójimo, no sólo perdonándole, sino aceptándole nuevamente en nuestro corazón, como Dios nos perdona y nos acepta como hijos suyos. La oración del Padre nuestro, que hoy nos enseña Jesús, no es sólo un llamar Padre a Dios y esperar de su providencia sus dones.

Es, antes que nada, un compromiso que nos lleva a caminar en el amor como hijos suyos y a compartir los dones de Dios: su Santidad, su Reino, su Voluntad salvadora, su Pan, su Perdón, su Fortaleza para no dejarnos vencer por la tentación y su Victoria sobre el malo, con todos aquellos que nos rodean, y que no sólo consideramos como nuestros prójimos, sino como hermanos nuestros. Por eso pidámosle al Señor que, en esta Cuaresma, nos dé un corazón renovado por su Espíritu, para que en verdad nos manifestemos como hijos suyos por medio de nuestras buenas obras.

El Señor nos reúne en la celebración de esta Eucaristía como un Padre que tiene en torno suyo a sus hijos. Dios nos quiere libres de toda división. Nos quiere santos, como Él es Santo. Tal vez vengamos con infinidad de peticiones y con la esperanza de ser escuchados por el Señor. ¿Venimos con el corazón en paz con Dios y en paz con el prójimo? Por eso, antes que nada nos hemos de humillar ante el Señor Dios nuestro, siempre rico en misericordia para con todos. Reconozcamos nuestras culpas y pidámosle perdón a Dios con un corazón sincero, dispuesto a retornar a Dios y a dejarse guiar por su Espíritu. Vengamos libres de todo odio y de toda división. Vengamos como hermanos que viven en paz y que trabajan por la paz. Y no sólo vivamos esa unidad querida por Cristo con los miembros de su Iglesia que nos hemos reunido en esta ocasión, sino con todas las personas, especialmente con aquellas con las que entramos continuamente en contacto en la vida diaria. Amemos a todos como Cristo nos ha amado a nosotros.

La Palabra que Dios ha pronunciado sobre nosotros no puede quedar infecunda en nuestra propia vida. Dios nos quiere como criaturas nuevas; más aún, nos quiere como hijos suyos, amados por Él por nuestra fidelidad a su voluntad. Así, transformados en Cristo, el Señor nos quiere enviar para que vayamos al mundo a procurar que su Palabra salvadora llegue a todos los hombres. Esta es la misión que Él nos confía. Y cuando volvamos nuevamente a reunirnos en torno al Señor para celebrar la Eucaristía, no podemos venir con las manos vacías. La Iglesia tiene como misión hacer que nuestro mundo sea fecundo en buenas obras. Ganar a todos para Cristo es lo que está en el horizonte final de nuestra fe en el Señor. Esta cuaresma debe despertar en nosotros no sólo el deseo de volver a Cristo, sino el deseo de darlo a conocer a todos para que todos no sólo lo invoquen, sino que lo tengan en verdad por Padre. Llevar a Cristo a los demás no sólo debe ser una tarea evangelizadora con las palabras. Si no sabemos compartir con los demás nuestros bienes, si no trabajamos para que desaparezca el mal en el mundo difícilmente podremos decir que somos el Reino y Familia de ese Dios que no sólo se nos manifiesta como Padre, y que nos quiere como hijos suyos fraternalmente unidos por el amor.

Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la gracia de abrir nuestro corazón a la escucha fiel de su Palabra, para meditarla amorosamente y para que, entendiéndola, fortalecidos con el Espíritu Santo podamos producir abundantes frutos de salvación para el bien de todos.

Lunes de la I Semana de Cuaresma

Lev 19, 1-2. 11-18

La serie de prescripciones que escuchamos en la primera lectura, muy relacionadas con el decálogo, forma parte de la llamada «Ley de Santidad»,  resumida en la primera frase: «Sean santos, porque Yo, el Señor soy santo».  Es notable su carácter moral religioso, en contraste con lo que la antecede y la sigue, de orden cultual y de moral sexual.

La lectura terminó con otra síntesis: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo.  Yo soy el Señor».  Al leer estas prescripciones, vemos su innegable riqueza.  Si se cumplieran cuidadosamente qué ambiente de paz y bienestar viviríamos familiar y comunitariamente.  Pero, al mismo tiempo, escuchamos los mandatos de Cristo: «Sean misericordiosos como Dios es misericordioso», «un mandamiento nuevo Yo les dejo, un mandamiento nuevo Yo les doy, que se amen unos a otros como Yo los he amado».

Mt 25, 31-46

Hemos también escuchado en el Evangelio la parábola del Juicio Final.  Pensemos en dos cosas:

Primero, el estupor de los glorificados y el de los rechazados: ¿Cuándo te ayudamos, cuándo te dimos de beber, de comer, te visitamos?, ¿cuándo no tendimos una mano hacia ti?, ¿cuándo te rechazamos? Y la respuesta del Supremo Juez: «Cuando ayudaron, cuando no ayudaron a los más insignificantes, a los más pobres, a los más sencillos».

Miremos el criterio de Jesús y nuestro propio criterio, ¿se parecen?

Segundo, Jesús no acusa a los condenados diciéndoles: «Me robaron mi comida, me arrojaron de mi patria, me privaron de mi libertad, provocaron mi enfermedad», simplemente dice: «No me ayudaron».  Si no hemos causado daños positivos pero no hemos ayudado, pudiendo hacerlo, podemos recibir el rechazo del Juez.

«Seremos examinados sobre el amor», decía san Juan de la Cruz.

Ya sabemos lo que nos van a preguntar en el examen final.  Preguntémonos la única pregunta, antes de que nos la haga definitivamente el Señor.