Lunes Santo

Is 42, 1-7

En este lunes santo la liturgia nos propone, en primer lugar, un texto del Isaías, un profeta que predicó durante el destierro, como Ezequiel, alimentando la esperanza del pueblo, anunciándole un nuevo éxodo del cual Dios mismo sería el guía y en el cual se renovarían los prodigios del desierto. Se trata de oráculos de consuelo para los deportados, oráculos entre los cuales aparece la figura misteriosa del Siervo de Yahveh.

Nosotros los cristianos siempre hemos visto en el Siervo de Yahveh a la misma persona de Jesús. En el pasaje que hoy leemos se habla de la predilección de Dios por su Siervo, y de cómo lo ha ungido con la plenitud de su Espíritu. Se le describe como un ser bondadoso, humilde, paciente. Se la asignan dos atributos que han sido apreciadísimos a lo largo de los siglos y en las más diversas culturas, y que en nuestro tiempo, siguen representando los anhelos más altos de la mayor parte de la humanidad: la justicia y el derecho. Se le señala una misión universal, no sola a favor del pueblo elegido, sino también de todas las naciones.  El siervo de Dios realizará, en fin, la esperanza de una humanidad libre, plena de vida y feliz.

En la vida y en la obra de Jesús de Nazaret; especialmente en su muerte y resurrección, los cristianos hemos visto cumplida la misión del Siervo de Yahveh. Siervo por su humildad y obediencia, pero hijo querido de Dios que lo resucitó de entre los muertos como vamos a conmemorar y celebrar en esta Semana Santa.

Jn 12, 1-11

Jesús se encuentra con sus amigos. Yo soy su amigo. Sale a mi encuentro. Es Él quien va a Betania y quien viene a tocar a mi puerta. Desea sentarse a mi mesa, partir el pan conmigo, hablar conmigo.

Toca a la puerta de mi corazón para iluminarlo y consolarlo: «Sólo Él tiene palabras de vida eterna» No sólo está a mi lado: me lleva en sus brazos para que las asperezas, las piedras y el barro no me salpiquen y no me hagan tropezar y caer, si yo quiero.

Y, aunque cayera, su amor no disminuiría, incluso me amaría más. Limpiaría mis heridas y manchas del camino. Él sería una María de Betania para con nosotros, nos perfumaría los pies y la cabeza. ¿No deberíamos nosotros hacer lo mismo? Ponernos a sus pies y llorar. Llorar por la tristeza de ofenderle y llorar por la alegría de su perdón. Las lágrimas son la mejor oración que podemos elevar a Dios. Y, también, perfumar sus pies; que el perfume de nuestras buenas obras y el ungüento de nuestro perdón sean dignos de un Dios tan misericordioso. Como Él perdona, así perdonar a quienes nos ofenden.

No nos fijemos en el «derroche» de este caro perfume. Es un perfume que nunca se acaba si es a Cristo a quien lo ofrecemos. Obrando así prepararemos la sepultura del Señor, su resurrección y su permanencia entre nosotros.