
1 Tes 4, 13-17
Los tesalonicenses estaban agobiados de tristeza por la muerte de un buen número de hermanos cristianos. No se trataba de la tristeza natural causada por la muerte de las personas amadas: era una pena profunda por la posibilidad de que aquellos difuntos quedaran privados de la gloria de Cristo en su segunda venida. Sería un dolor parecido al que sienten por los muertos en campaña los que han combatido juntos, porque aquellos no llegan a ver la victoria.
San Pablo les escribe, entonces, a los tesalonicenses para aclararles el asunto y ayudarlos a sobreponerse a su pena. Los tesalonicenses estaban plenamente convencidos de que la segunda venida de Cristo sería un acontecimiento deslumbrante. Pero lo que no tenían muy claro en sus pensamientos era que la salvación significaba que Cristo en persona haría resucitar los muertos a la vida. La salvación se refiere, no solamente a la inmortalidad del alma, como pensamos a veces, sino también a la glorificación del cuerpo. En otras palabras, la persona entera, cuerpo y alma, queda bajo la influencia salvadora de Jesús, por medio de su muerte y resurrección. Y en la misma forma que Jesús murió y fue resucitado para gozar una plenitud de vida, así también nosotros seremos resucitados el día final.
Lc 4, 16-30
Es muy común preguntar a los niños pequeños: ¿qué quieres ser cuando seas grandes? Y para orgullo de los padres los niños responden: “quiero ser como mi papá”. Si esta misma pregunta se la hiciéramos a Cristo durante su vida oculta en Nazaret, no cabe duda que respondería que Él sería lo que su Padre ha pensado para Él desde siempre. Prueba de ello es la respuesta que dio a su madre angustiada cuando se perdió en el templo: “pero no sabíais que debo ocuparme en las cosas de mi Padre”, no debería haber motivo de preocupación por mi ausencia.
En nuestra vida como cristianos todos tenemos una misión muy concreta que realizar. Cristo desenrolló las escrituras (porque estaban en forma de pergaminos) y encontró justamente aquello que Dios Padre deseaba de Él. “Anunciar la Buena Nueva, proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor”. Todo esto lo cumplió Jesús a lo largo de su vida terrena y aunque algunos se empeñaban en no abrir su corazón a las enseñanzas de Cristo, como es el caso de los escribas y fariseos. A pesar de su obstinada actitud Cristo no desmayó en su esfuerzo por predicarles la ley del amor.
Por ello de la misma forma que Cristo predicaba las enseñanzas de su Padre nosotros también atrevámonos a predicar el evangelio sin temor ni vergüenza. Antes bien pidámosle confianza y valor para que nos haga auténticos defensores de nuestra fe.