Martes de la X Semana Ordinaria

2Cor 1, 18-22

Algo que llama la atención es el hecho de que algunos hermanos puedan decir: “yo hago con mi vida lo que quiero”. Y llama la atención por el hecho de que la vida no es nuestra, mucho menos si hemos sido bautizados, ya que Jesús pagó con su propia sangre por nosotros, de manera que le pertenecemos.

Por esta razón Pablo dice que “hemos sido marcados y hemos recibido el Espíritu santo”. Esta señal hecha en nuestro Corazón nos identifica como cristianos y como propiedad de Cristo. Es más, no sólo nos marcó, sino que nos “dio el Espíritu Santo” para que toda nuestra vida sea conducida por Él mismo.

De manera que lo que hacemos siempre debe ser para dar gloria a Dios, de la misma manera que lo hizo Jesús.

Cuida tu vida, no la expongas ni al daño físico, ni al daño espiritual, has de
ella una verdadera ofrenda y alabanza al Señor, a quien perteneces en el amor.

Mt 5, 13-16

¡Cuántas veces ponemos sal a los alimentos para darles más sabor! Jesucristo usa los hechos de la vida común para darnos una enseñanza. En esta ocasión, Jesús habla con comparaciones a sus seguidores. Los compara con la sal y con la luz.

Ser sal es dar sabor, es cambiar el gusto a las cosas que normalmente pasan o que no podemos evitar, como el dolor físico o moral. Cosas que a veces hasta nos hunden en un vacío de amargura tan desabrido como la sal que ha perdido su sabor. Darle sabor a la vida es cambiar el vinagre en vino dulce.

Cuando el sufrimiento nos aflige debemos ponerle un poco de esa sal que cambia ese mal rato en algo mejor. La sal es el amor. Sólo el amor tiene las cualidades de la sal que da sabor a nuestras angustias más íntimas. El amor pone sabor a todo. Amor que es la característica del cristiano. Amor que se traduce en caridad, perdón, servicialidad con mi prójimo.

La luz y la oscuridad nunca se juntan, es imposible unir el día con la noche. Debemos ser para los demás, alzándonos del polvo de la tierra que son la concupiscencia de la carne y la soberbia del espíritu. Debemos levantar la antorcha de luz, nuestra fe. Sin miedo, orgullosos de ser cristianos. El que lleva la luz de la fe no puede ir con la cabeza agachada, sino con una sonrisa en el rostro. La alegría de ser sal y ser luz para el mundo está en Cristo que murió y resucitó por cada uno de nosotros.