Sábado de la XXIII Semana Ordinaria

Tim 1, 15-17

San Pablo se consideraba a sí mismo como un ejemplo vivo del mensaje evangélico de la compresión misericordiosa y del perdón de Dios.  Quizá pensemos que Pablo exageraba cuando decía que él era el peor de los pecadores.  Pero no tratemos de verificar la exactitud de la opinión de Pablo, porque lo que a él le importaba era recalcar, no su calidad de pecador, sino el perdón de Dios.  A Pablo se le había revelado que Jesús vino a este mundo para salvar a los pecadores y estaba convencido de que si Dios lo pudo perdonar a él, podría perdonar a cualquiera.

Así como nosotros no juzgamos lo pecador que fue Pablo, así tampoco la Iglesia juzga nuestras culpas personales, porque la culpa es un asunto de conciencia personal.  Sin embargo, la Iglesia declara que todos nosotros, en una forma u otra forma, somos pecadores.  Debemos ver que hemos recibido la misericordia de Dios y que precisamente por su perdón hemos establecido con Él una relación de amor, que es lo que celebramos en la Eucaristía.

Al principio de la Misa el sacerdote nos invita, en diferentes formas, a reconocer, con Pablo, que somos pecadores, favorecidos con la misericordia de Dios.  Este es el objetivo del rito penitencial; no se trata de hacer un examen de conciencia.  (El examen de conciencia se ha de realizar todas las noches antes de acostarse).  En los escasos momentos destinados a una pausa durante el rito penitencial, no debemos insistir en buscar nuestros pecados uno por uno.  Lo que más bien hemos de hacer es reconocer de corazón que, aunque pecadores, Dios nos ha tratado con misericordia.  Y, además, hemos de alegrarnos de que Dios haya enviado a su Hijo como salvador, para que todos podamos unirnos en el amor con nuestro Padre del cielo.  Durante la Eucaristía celebramos esta unión de amor.

Lc 6, 43-49

Las enseñanzas evangélicas de las dos pequeñas parábolas que hoy hemos escuchado son muy claras.  La primera denuncia el peligro de la hipocresía, habla de cuando la conducta exterior no coincide con la interior.   La segunda denuncia una fe a la que no corresponde una vida.

Hay frutos buenos, es decir, comestibles, aprovechables, y hay otros que no lo son, no pueden servir de alimento o más aún, son dañinos.  Jesús aclara dónde está la bondad o maldad, que se traducirá en frutos buenos o malos: en lo más interior y radical, en el corazón mismo.  «La boca habla de lo que está lleno el corazón», lo acabamos de escuchar.

Puede existir otra fractura o distanciamiento entre nuestra teoría y nuestras praxis, entre lo que conocemos y tal vez predicamos y lo que realmente hacemos, entre la fe como iluminación recibida y la caridad como realidad que se expresa.  El Señor lo expresó como la distancia entre decir: «Señor, Señor»  y el no hacer lo que Él nos dice.

Esta posibilidad hay que revisarla continuamente.  La palabra ilumina, el sacramento vivifica, no lo olvidemos.