Jueves de la I Semana del Tiempo Ordinario

Mc 1,40-45


La lepra es una enfermedad contagiosa y despiadada, que desfigura a la persona, y que era símbolo de impureza: el leproso tenía que estar fuera de los centros habitados y advertir de su presencia a los pasantes. Estaba marginado de las comunidades civil y religiosa. Era como un muerto ambulante.

El episodio de la curación del leproso se desarrolla en tres breves pasajes:

  1. La invocación del enfermo,
  2. La respuesta de Jesús,
  3. Las consecuencias de la curación prodigiosa.

El leproso suplica a Jesús de rodillas y le dice: «si quieres, puedes limpiarme». Ante esta oración humilde y confiada, Jesús reacciona con una actitud profunda de su alma: la compasión, y compasión es una palabra muy profunda: compasión significa «padecer-con-el otro».

El corazón de Cristo manifiesta la compasión paterna de Dios por aquel hombre, acercándose a él y tocándolo. Este detalle es muy importante. «Jesús extendió la mano y lo tocó… y en seguida la lepra desapareció y quedó purificado»

La misericordia de Dios supera toda barrera y la mano de Jesús toca al leproso. Él no se coloca a una distancia de seguridad y no actúa por poder, sino que se expone directamente al contagio de nuestro mal; y así precisamente nuestro mal se convierte en el punto del contacto.

Él, Jesús, toma de nosotros nuestra humanidad enferma y nosotros tomamos de Él su humanidad sana y sanadora.

Esto ocurre cada vez que recibimos con fe un Sacramento: el Señor Jesús nos toca y nos dona su gracia. En este caso pensamos especialmente en el Sacramento de la Reconciliación, que nos cura de la lepra del pecado.

Una vez más el Evangelio nos muestra qué cosa hace Dios frente a nuestro mal: Dios no viene a dar una lección sobre el dolor; tampoco viene a eliminar del mundo el sufrimiento y la muerte; viene más bien a cargar sobre sí el peso de nuestra condición humana, a llevarlo hasta el fondo, para librarnos de manera radical y definitiva.

Así Cristo combate los males y los sufrimientos del mundo: haciéndose cargo de ellos y venciéndolos con la fuerza de la misericordia de Dios.

Hoy, a nosotros, el Evangelio de la curación del leproso nos dice que, si queremos ser verdaderos discípulos de Jesús, estamos llamados a convertirnos, unidos a Él, en instrumentos de su amor misericordioso, superando todo tipo de marginación.

Para ser imitadores de Cristo frente a un pobre o a un enfermo, no debemos tener miedo de mirarlo a los ojos y de acercarnos con ternura y compasión, y de tocarlo y de abrazarlo.

Yo os pregunto: ustedes, cuando ayudáis a los demás, ¿los miráis a los ojos? ¿Los acogéis sin miedo de tocarlos? ¿Los acogéis con ternura?

Pensad en esto: ¿cómo ayudáis, a la distancia o con ternura, con cercanía? Si el mal es contagioso, también lo es el bien. Por lo tanto, es necesario que abunde en nosotros, cada vez más, el bien. Dejémonos contagiar por el bien y ¡contagiemos el bien!

Jueves de la I Semana del Tiempo Ordinario

Mc 1, 40-45

Hoy escuchamos en el evangelio de San Marcos uno de los milagros que nos enseña la verdadera misión de Jesús: a un leproso lo cura de su enfermedad y lo envía a que se presente ante las autoridades para que lo declaren sano y pueda reintegrarse a la comunidad.

La lepra antiguamente era signo del pecado, por eso, cuando Jesús le dice al leproso, quiero, queda limpio, también nos lo dice a nosotros, que pecamos muchas veces contra Dios.

¿Cómo puede el hombre que ha sido tocado por el amor de Dios permanecer callado? Es imposible.

¿Cómo callar las  maravillas de Dios cuando ha tocado nuestro corazón? ¿Cómo no hablar de Dios si nos has rescatado de las aguas profundas y del terrible pecado?

¿Podremos imaginar la alegría de aquel leproso? ¿Podremos imaginar toda la felicidad que no le cabe en el corazón? Entonces comprenderemos fácilmente que no pueda callar toda la felicidad que lleva adentro, aunque Jesús se lo haya ordenado.

Quien ha sufrido largamente la enfermedad, quien ha padecido el desprecio de una sociedad que lo acusa de impuro y pecador, quien ha tenido que abandonar familia, trabajo y todo, por una situación que parece injusta y que sin embargo se da con cada enfermo, se llena de felicidad cuando Jesús lo toca y lo sana.

Nadie más justo que Jesús y sin embargo Él no condena sino que reintegra; nadie más limpio que Jesús, pero Él no se aparta, sino que extiende su mano y toca; nadie más solidario que Jesús y por eso lo invita a reintegrarse a la comunidad.

¿No nos sentimos también nosotros tocados por Jesús? ¿No nos lava de todas nuestras inmundicias? ¿No nos invita a reincorporarnos nuevamente a su familia borrando todas nuestras injusticias?

Si somos conscientes de todos los prodigios que Jesús ha obrado en nosotros tendremos que proclamarlo, tendremos que anunciarlo y tendremos que llenarnos de alegría. Sólo así seremos solidarios con los demás y animaremos a los demás: siendo testigos y proclamando lo que Jesús ha hecho en nosotros.

Entonces fácilmente entenderemos las palabras de la carta a los Hebreos animándonos a permanecer firmes en la fe, sosteniéndonos unos a otros. Habiendo experimentado la misericordia de Dios, no podremos tener un corazón malo que se aparte del Dios vivo por no creer en Él. Cuando se vive y se experimenta el amor gratuito de Jesús, tendremos que transmitirlo y contagiarlo a los demás.

Cuando nosotros pedimos al Señor, con la sencillez y la fe del leproso: Señor, si quieres puedes limpiarme, Jesús nos limpia, Jesús nos perdona.

El Señor nos espera para limpiarnos cuando recurrimos a la confesión Y también como el leproso, cuando el Señor nos cura, cuando nos perdonas, deberíamos tener la necesidad de proclamar la maravilla que el Señor obró en nosotros, deberíamos agradecer a Dios sus favores.