Jueves de la II Semana de Adviento

Is 41, 13-20

El período de la cautividad en Babilonia fue muy difícil para los judíos.  Sus condiciones de vida aparentemente eran tan malas como en su anterior cautividad en Egipto, pero el judío devoto echaba de menos el culto del templo de Jerusalén y en aquella tierra extraña se sentía abandonado de Dios.  Era como un niño que, mientras jugaba con sus amigos, se alejó demasiado de su casa.  Cuando empieza a oscurecer, el niño se da cuenta de que está perdido y en medio de todos sus temores y angustias, lo único que quiere es volver a su hogar.  De repente, levanta los ojos y ve que su padre se acerca.  Corre hacia él y lo abraza, y entonces entre risas y bromas, se vuelve a su casa, apretando la mano del papá.

El Señor, Padre de su pueblo, le había dicho en el destierro: “Yo, el Señor, te tengo asido por la diestra y Yo mismo soy el que te ayuda.  No temas”.  Pues exactamente lo mismo nos está diciendo hoy el Señor.  No vivamos en esta vida como en una ciudad permanente, sino que estamos buscando nuestra ciudad futura.

En esta vida vivimos lejos del Señor.  Por eso, no debemos extrañarnos de que el mundo nos parezca frecuentemente oscuro y de que sintamos la sensación de andar perdidos y de estar absolutamente solos.  El mundo es bueno y las personas son buenas, pero Dios es nuestro Padre, y nuestro hogar es el cielo.  Todos nuestros esfuerzos en busca de la felicidad consisten, en último término, en una búsqueda de Dios.

El Señor quiere conducirnos hasta nuestro hogar.  Durante todos los días negros y solitarios de la vida necesitamos pedir la fe: una fe que se abra nuestros oídos para escuchar las consoladoras palabras del Padre: “Yo, el Señor te tengo asido por la diestra y yo mismo soy el que te ayuda.  No temas!

Mt 11, 11-15

San Juan Bautista, preparaba el camino a Jesús sin tomar nada para sí mismo. Él era un hombre importante, la gente lo buscaba, lo seguía porque las palabras de Juan eran fuertes.

Sus palabras, llegaban al corazón. Y allí tuvo tal vez la tentación de creer que era importante, pero no cayó. Cuando, de hecho, se acercaron los doctores para preguntarle si él era el Mesías, Juan respondió: «Son voces: solamente voces», yo sólo he venido a preparar el camino del Señor.

Aquí está la primera vocación de Juan el Bautista, Preparar al pueblo, preparar los corazones de la gente para el encuentro con el Señor. Pero, ¿quién es el Señor?

Y esta es la segunda vocación de Juan: discernir, entre tanta gente buena, quien era el Señor. Y el Espíritu Santo le reveló esto y él tuvo el valor de decir: «Es éste. Éste es el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo».

Los discípulos miraron a este hombre que pasaba y lo dejaron que se marchara. Al día siguiente, sucedió lo mismo: «Es aquel Él es más digno de mí»… Y los discípulos fueron detrás de Él.

En la preparación, Juan decía: «Detrás de mí viene uno… «Pero en el discernimiento, que sabe discernir e indicar al Señor, dice: «Delante de mí… está Éste».

La tercera vocación de Juan, es disminuir. Desde aquel momento, su vida comenzó a abajarse, a disminuirse para que creciera el Señor, hasta eliminarse a sí mismo. Él debe crecer, yo, en cambio, disminuir, detrás de mí, delante mío, lejos de mí.

Tres vocaciones en un hombre: preparar, discernir, y dejar crecer al Señor disminuyéndose a sí mismo. También es hermoso pensar la vocación cristiana así. Un cristiano no se anuncia a sí mismo, anuncia a otro, prepara el camino para otro: al Señor.

Un cristiano debe aprender a discernir, debe saber discernir la verdad de lo que parece verdad y no lo es: un hombre de discernimiento. Y un cristiano debe ser también un hombre que sabe cómo abajarse para que el Señor crezca, en el corazón y en el alma de los demás.

Jueves de la II Semana de Adviento

Is 41, 13-20

Seguimos escuchando el libro de las consolaciones.  Son palabras de Dios dirigidas a nosotros, en nuestro hoy y en nuestras circunstancias.  Aunque proclamadas hace muchos siglos, son palabras de Dios como lo hemos afirmado al terminar la lectura, y por ser palabra de Dios tiene una perennidad y una actualidad siempre presentes.

Al comenzar nuestra caminata de Adviento considerábamos que para realizar un viaje se necesitan tres cosas: primero,  el interés por la meta.  Si no hay algo que amamos, que nos interesa, jamás caminaremos.  Segundo, el saber de algún modo por dónde ir, un mapa, una agencia turística o, mejor, alguien que con su experiencia, no ayude a saber el camino.  Y tercero, el medio de avanzar, tal vez a pie, a caballo, en un vehículo.

La Iglesia tiene esto en cuenta, por eso nos va presentado a Cristo y su salvación y luego nos da la guía segura de algunas personas que prepararon la venida histórica del Señor: los profetas, Juan el Bautista, la Santísima Virgen María.

Mt 11, 11-15

Desde el domingo nos aparece Juan el Bautista y hoy la afirmación del Señor que nos desconcierta.  ¿Qué Juan no es del Reino de los Cielos?  Lo que Jesús quiere enseñarnos es que el cumplimiento es más grande que la promesa y la realidad más que la imagen.

Juan es el eslabón que une una etapa a la otra.  En la traición judía estaba que un profeta, Elías, el mayor, abriría las puertas al Mesías que llegaba.  Este profeta es Juan el Bautista, el testigo del Señor.

Vivamos nuestra Eucaristía a la luz de la palabra proclamada y comentada.

Jueves de la II Semana de Adviento

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Mt 11,11-15

Las palabras de Isaías en la primera lectura son como un bálsamo en el corazón porque anima a su pueblo a levantarse de su postración: “Yo, el Señor, tu Dios, te tomo por la diestra y te digo: No temas, yo mismo te auxilio. No temas, gusanillo de Jacob, oruga de Israel, yo mismo te auxilio” Son palabras tiernas que intentan alentar y fortalecer a un pueblo que desfallece en el destierro y está a punto de sucumbir a la tentación del desaliento.

Pequeños como un gusanillo, insignificante como una oruga, así han hecho sentir al pueblo de Israel las agresiones y el hambre, las humillaciones y los fracasos.  Pero el profeta lo invita a sentirse tomado por la diestra del Señor. Y lanza al pueblo de Israel a una misión que tiene los objetivos claros de destruir toda maldad.  Son palabras dirigidas también a nosotros que en medio de nuestras angustias y debilidades buscamos nuevos caminos de salvación y nos enfrentamos a las nuevas dificultades que otros enemigos, muy distintos de los de aquellos tiempos se nos presentan.

Pero por más pequeños que nos sintamos, por insignificantes que nos consideremos, debemos reconocernos en la mano del Señor, debemos escuchar las dulces palabras de aliento que nos ofrece el Señor, debemos meditar en nuestro corazón la melodía de amor y de fortaleza que nos da Dios.

Tiempo de Adviento es tiempo de reconocerse necesitado y hambriento de Dios; es sentirse acurrucado a su regazo y protegido de todos los males, es descubrir, como nos dice el Salmo Responsorial, al “Señor que es bueno con todos” y cuyo amor se extiende a todas las criaturas.

Pero esta sensación de seguridad y de ayuda, de ninguna manera nos llevará a falsas ilusiones de proteccionismo o pasividad.  Todo lo contrario, ya el mismo Señor nos dice que el Reino de los Cielos exige esfuerzo y que sólo los esforzados lo alcanzarán. Como Juan el Bautista y los profetas que lo anunciaron.

Juan el Bautista, el mayor de los profetas nos urge con su presencia y con sus palabras para descubrir esa misericordia y grandeza de Dios en el Mesías que está por llegar.

Ser cristiano y hacer que la vida cristiana sea una realidad no es algo que sucede por arte de magia, sino que exige de la cooperación de cada uno de nosotros. Es necesario por ello estar convencidos de que verdaderamente vale la pena ser cristiano. Si no estamos completamente convencidos de que la vida en el Reino, que la vida cristiana es la mejor opción y oportunidad que tiene el hombre para ser feliz y alcanzar la plenitud y su realización, será muy difícil que el Reino se haga una realidad.

¿Qué siente tu corazón al escuchar las palabras de Isaías? ¿Cómo te acercas a este Dios que es tu protección y tu vida?

Jueves de la II Semana de Adviento

Mt 11, 11-15

San Juan Bautista, preparaba el camino a Jesús sin tomar nada para sí mismo. Él era un hombre importante, la gente lo buscaba, lo seguía porque las palabras de Juan eran fuertes.

Sus palabras, llegaban al corazón. Y allí tuvo tal vez la tentación de creer que era importante, pero no cayó. Cuando, de hecho, se acercaron los doctores para preguntarle si él era el Mesías, Juan respondió: «Son voces: solamente voces», yo sólo he venido a preparar el camino del Señor.

Aquí está la primera vocación de Juan el Bautista, Preparar al pueblo, preparar los corazones de la gente para el encuentro con el Señor. Pero, ¿quién es el Señor?

Y esta es la segunda vocación de Juan: discernir, entre tanta gente buena, quien era el Señor. Y el Espíritu Santo le reveló esto y él tuvo el valor de decir: «Es éste. Éste es el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo».

Los discípulos miraron a este hombre que pasaba y lo dejaron que se marchara. Al día siguiente, sucedió lo mismo: «Es aquel Él es más digno de mí»… Y los discípulos fueron detrás de Él.

En la preparación, Juan decía: «Detrás de mí viene uno… «Pero en el discernimiento, que sabe discernir e indicar al Señor, dice: «Delante de mí… está Éste».

La tercera vocación de Juan, es disminuir. Desde aquel momento, su vida comenzó a abajarse, a disminuirse para que creciera el Señor, hasta eliminarse a sí mismo. Él debe crecer, yo, en cambio, disminuir, detrás de mí, delante mío, lejos de mí.

Tres vocaciones en un hombre: preparar, discernir, y dejar crecer al Señor disminuyéndose a sí mismo. También es hermoso pensar la vocación cristiana así. Un cristiano no se anuncia a sí mismo, anuncia a otro, prepara el camino para otro: al Señor.

Un cristiano debe aprender a discernir, debe saber discernir la verdad de lo que parece verdad y no lo es: un hombre de discernimiento. Y un cristiano debe ser también un hombre que sabe cómo abajarse para que el Señor crezca, en el corazón y en el alma de los demás.