Jueves de la II Semana de Cuaresma

Jer 17, 5-10

Quizás la causa de que muchos hermanos vivan en una constante intranquilidad, llenos de miedos y angustias, es el querer construir su vida y realizar sus proyectos con sus propias fuerzas.

Parecería que después de tantos años y de tantos intentos fallidos no nos hemos dado cuenta de lo débiles que somos para realizarlo. Si queremos que nuestra vida sea una vida plena, llena de paz, de alegría, y sobre todo de esperanza, es necesario que le dejemos más espacio a Dios para obrar en ella.

Hoy, más que nunca, el hombre tiene que dejar que sea Dios quien construya su vida y quien dé impulso a sus proyectos, pues solo Dios es poderoso y capaz de hacer lo que para nosotros no es posible. Poner nuestra confianza en Dios implica soltar, dejar que Dios vaya tomando el control de nuestra vida.

«Pon todo tu esfuerzo – decía un santo – como si todo dependiera de ti, pero confía totalmente en Dios como si todo dependiera de Él»… esta es la clave para que nuestra vida transcurra en la paz de Dios.

Lc 16, 19-31

Esta parábola Jesucristo la enseña ante los fariseos. Ellos enseñan la ley con dureza. Exigen el tributo y en cambio engañan a los creyentes y no cumplen lo que predican. Pero el momento de la verdad, tarde o temprano llega. Así le sucedió al pobre Lázaro y al rico epulón. El momento en el que se hace justicia y ésta permanece para siempre.

Impresiona ver cómo el rico epulón le pide a Abraham que Lázaro vaya a prevenir a los de su casa para que no les suceda lo mismo. Qué grande debería ser el sufrimiento de este hombre que le hace pensar en los demás por primera vez, y quiere evitar que le ocurra lo mismo a los de su casa.

Pero Cristo a través de la respuesta de Abraham nos hace ver que el corazón del hombre en ocasiones se niega a ver la luz y que ni con enviados extraordinarios cambian. El Señor vino, hizo milagros, resucitó muertos y los suyos lo abandonaron en el momento más difícil, incluso alguno hasta lo negó tres veces.

Sólo los que te abren el corazón Jesús, los que buscan sinceramente la verdad, los que están dispuestos a escucharte, los que se dejan seducir por Ti encuentran el Camino, la Verdad y la Vida.

Pidamos a Lázaro que interceda por nosotros para que seamos sencillos y humildes de manera que Jesucristo no encuentre ningún obstáculo para llegar a lo más hondo de nuestro corazón.

Jueves de la II Semana de Cuaresma

Jer 17, 5-10

Para captar la fuerza de las imágenes proféticas, nos tenemos que situar en el ambiente geográfico donde fueron escritas: el contraste entre la estepa, tierra árida y quemada por el calor, y las márgenes del río, con su humedad vivificante.

¿En quién confiamos nosotros?, ¿en los valores puramente humanos, materiales, el poder, el prestigio, la riqueza, los honores?, o ¿en Dios?, ¿pura y sencillamente?

En nuestras realidades humanas es relativamente fácil aparecer y no ser, tener y no ser, crear una máscara muy diferente del verdadero rostro, engañar, comprar… Ante Dios esto es imposible.  Dejemos que su Palabra penetre, escrute.  Seamos un árbol fructífero, plantado junto al agua.

Lc 16, 19-31

El Señor Jesús usaba un sistema de enseñanza: las parábolas, pequeñas narraciones llenas de realidades, de situaciones, de cosas que todos conocían o habían experimentado, y de ahí provenía la enseñanza.  En la parábola hay una serie de personajes, palabras, situaciones, y la enseñanza viene al final.  De la parábola de las jóvenes previsoras no hay por qué pensar que Jesús enseña a no compartir los bienes; o de la parábola del administrador infiel, que el Señor enseñe a robar.  En esta parábola no se quiere enseñar que hay que sufrir en esta vida o en la otra.

Ni tiene una implicación de «luchas de clases».

La riqueza no es mala en sí, pero lleva muy de cerca el peligro de cerrarse a Dios, de olvidarse de lo realmente importante, de quedarse en las apariencias, y también lleva, muy de cerca, el peligro de cerrarse a los demás.

Los hermanos del rico, como él, tenían la Ley y los profetas y no les hicieron caso: «no harán caso».

La comunidad primitiva, al oír aquello de «ni aunque resucite un muerto»,  pensarían inmediatamente en la resurrección de Cristo.

¿Qué nos dice esta parábola hoy a nosotros?

Jueves de la II Semana de Cuaresma

Lc 16, 19-31

Jesús, en esta parábola, nos relata brevemente la vida en esta tierra y después de su muerte de dos personas bien distintas. Un “hombre rico”, sin nombre, y un mendigo llamado Lázaro. El rico “banqueteaba espléndidamente cada día“. Por contraste, Lázaro pasaba hambre todos los días y no le permitían comer de lo que tiraban de la mesa del rico. Al morir, el rico va al infierno donde sufre fuertes tormentos. En cambio, Lázaro es recibido en el seno de Abrahán.

El rico pide a Abrahán que deje ir a Lázaro a la tierra para que avise a sus hermanos, cambien de conducta y no caigan como él en el infierno. Sabemos la repuesta de Abrahán: “Tienen a Moisés y a los profetas que los escuchen”, que dicen con claridad cuál debe ser la conducta de un buen judío, porque si no les hacen caso a ellos tampoco escucharan a Lázaro resucitado. Nuestra suerte eterna va a depender de nuestra conducta en este mundo y… de la siempre poderosa misericordia de Dios.

Yendo más allá del rico y de Lázaro, nos preguntamos qué nos pide Jesús a los que queremos ser sus seguidores en 2023. Jesús en la última cena, después de lavar los pies a sus apóstoles, les dijo: “¿Entendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis Maestro y Señor, decís bien, porque de verdad lo soy. Si yo, os he lavado los pies siendo vuestro Señor y Maestro, también habéis de lavaros vosotros unos a otros. Porque yo os he dado ejemplo para que vosotros hagáis como yo he hecho”. Bien claro: tenemos que vivir como él vivió, entregar nuestra vida como él la entregó.

Jueves de la II Semana de Cuaresma

Lc 16,19-31

Este relato de Jesús es muy claro, hasta puede parecer un cuento de niños: muy sencillo. Jesús quiere señalar con esto no solo una historia, sino la posibilidad de que toda la humanidad viva así, e incluso todos nosotros vivamos así. Dos hombres, uno satisfecho, que sabía vestirse bien, quizá se procuraba los más grandes estilistas de su época para vestirse; llevaba vestidos de púrpura y lino finísimo. Y luego, se lo pasaba bien, porque cada día daba copiosos banquetes. Él era feliz así. No tenía preocupaciones, tomaba alguna precaución, quizá alguna pastilla contra el colesterol por los banquetes, pero así la vida le iba bien. Estaba tranquilo.

 A su puerta estaba un pobre: Lázaro se llamaba. El rico sabía que estaba el pobre allí: él lo sabía. Pero le parecía natural: “Yo me lo paso bien y ese… bueno, así es la vida, que se apañe”. Como mucho, quizá –no lo dice el Evangelio– a veces le enviaba algo, algunas migajas. Y así pasó la vida de estos dos. Ambos pasaron por la Ley de todos: morir. Murió el rico y murió Lázaro. El Evangelio dice que Lázaro fue llevado al cielo, junto a Abraham. Del rico solo dice: “Fue enterrado”. Punto y final.

Hay dos cosas que llaman la atención: que el rico supiese que estaba ese pobre y que supiese el nombre, Lázaro. Pero no importaba, le parecía natural. El rico quizá hacía sus negocios que al final iban contra los pobres. Conocía bien claramente, estaba informado de esa realidad. Y la segunda cosa que a mí me impresiona tanto es la palabra “gran abismo” que Abraham dice al rico: “Entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que los que quieran cruzar desde aquí hacia vosotros no puedan hacerlo, ni tampoco pasar de ahí hasta nosotros”. Es el mismo abismo que en la vida había entre el rico y Lázaro: el abismo no comenzó allá, el abismo comenzó aquí.

 He pensado cuál sería el drama de ese hombre: el drama de estar muy, muy informado, pero con el corazón cerrado. Las informaciones de ese hombre rico no llegaban al corazón, no sabía conmoverse, no se podía conmover ante el drama de los demás. Ni siquiera llamar a uno de los mozos que servían la mesa y decirle: “llévale esto y esto otro”. El drama de la información que no baja al corazón. También eso nos sucede a nosotros. Todos sabemos, porque lo hemos visto en el telediario o en los periódicos, cuántos niños padecen hambre hoy en el mundo; cuántos niños carecen de las medicinas necesarias; cuántos niños no pueden ir a la secuela. Continentes con este drama: lo sabemos. ¡Pobrecillos!, y seguimos adelante. Esa información no baja al corazón, y muchos de nosotros, tantos grupos de hombres y mujeres viven en esa separación entre lo que piensan, lo que saben y lo que sienten: está separado el corazón de la mente. Son indiferentes. Como el rico era indiferente al dolor de Lázaro. Es el abismo de la indiferencia.

 Quizá estamos preocupados por mis cosas. Y olvidamos a los niños hambrientos, olvidamos esa pobre gente que en la frontera de los países, buscan la libertad, esos inmigrantes forzados que huyen del hambre y de la guerra y solo encuentran un muro, un muro hecho de hierro, un muro de concertinas, un muro que no los deja pasar. Sabemos que existe eso, pero no llega al corazón… Vivimos en la indiferencia: la indiferencia es ese drama de estar bien informado pero no sentir la realidad ajena. Ese es el abismo: el abismo de la indiferencia.

 Luego hay otra cosa que impresiona. Aquí sabemos el nombre del pobre: lo sabemos. Lázaro. También el rico lo sabía, porque cuando estaba en el infierno pide a Abraham que envíe a Lázaro: allí lo reconoció. “Mándame a ese”. Pero no sabemos el nombre del rico. El Evangelio no nos dice cómo se llamaba ese señor. No tenía nombre. Había perdido el nombre: solo tenía los adjetivos de su vida. Rico, poderoso… muchos adjetivos. Eso es lo que hace el egoísmo en nosotros: hace perder nuestra identidad real, nuestro nombre, y solo nos lleva a valorar los adjetivos. La mundanidad nos ayuda en esto. Hemos caído en la cultura de los adjetivos donde tu valor es lo que tienes, lo que puedes… Pero no “cómo te llamas”: has perdido el nombre. La indiferencia lleva a eso. Perder el nombre. Solo somos los ricos, somos esto, somos lo otro. Somos los adjetivos.

 Pidamos hoy al Señor la gracia de no caer en la indiferencia, la gracia de que todas las informaciones de los dolores humanos que tenemos, desciendan al corazón y nos muevan a hacer algo por los demás

Jueves de la II Semana de Cuaresma

Lc 16, 19-31

Hace algún tiempo se publicaba el nombre de las personas más ricas del mundo, y aparecía junto a sus nombres las cantidades fabulosas que ganaban diariamente.  A veces nos enteramos de lo que ganan los políticos y funcionarios públicos, y así poder hacer comparaciones con los sueldos de la mayoría de las personas.

Muchas personas se quedan como Lázaro, a la espera de las migajas que caen de la mesa, pero nadie se las da.  Los poderosos hasta con las migajas quieren hacer negocios.

El problema del hambre en el mundo no es por falta de alimento, es por la mala distribución.  No es que no haya lugar en la mesa de la vida para los pobres, es que se les niega el acceso a ese puesto.

Vivimos en medio de contrastes brutales, donde millones de personas no alcanzan a obtener ni siquiera un euro para pasar el día, mientras otros, ciertamente unos cuantos, derrochan sus ganancias.

La parábola es una fuerte crítica a esta inhumana distribución de los bienes, a los que todos los hermanos tenemos derecho, pero también es una crítica fuerte al corazón duro de quien ni siquiera se da cuenta de que su hermano está sufriendo a la puerta. 

Es dura la comparación, pero son más sensibles y humanos los perros que se acercan a lamerle las llagas, que sus hermanos de carne y de sangre rodeados de alimentos y placeres.

La parábola no pretende un adormilamiento o un premio de consolación para el pobre que está sufriendo.  Es el reclamo a todos nosotros porque hemos hecho de la casa de todos, el privilegio de unos cuantos; porque hemos roto la hermandad y vivimos en el egoísmo. 

No, después de muertos no podremos construir la hermandad, con fantasías y amenazas no se abre el corazón. 

Quizás las palabras de Jeremías en la primera lectura nos den la pauta para entender estas palabras: “Maldito el hombre que confía en el hombre y aparta del Señor su corazón, será como un cardo en la estepa”

Que esta parábola nos haga reflexionar y nos abra los ojos para descubrir cada uno de nosotros al hermano que sufre y para luchar por unas estructuras más justas y solidarias.