Jueves de la III Semana de Pascua

Hech 8, 26-40

El pasaje que nos propone la Escritura hoy nos ayuda a darnos cuenta cómo podemos anunciar a Jesús desde cualquier situación o acontecimiento.

Hemos visto como Felipe, «partiendo de ese pasaje, le anunció el Evangelio de Jesús» al Etíope. Si te fijas, a lo largo de nuestro día, tendríamos muchas oportunidades de hablar de Jesús, de nuestra experiencia espiritual, de lo diferente que es la vida en Cristo. Y no nos referimos a esa insistencia pertinaz que muchas veces termina por molestar e incluso, por «vacunar» a los que conviven con nosotros.

Nos referimos a esa oportunidad que surge a propósito de…. que dimos gracias a la hora de comer;…que tenemos nuestra Biblia sobre el Escritorio; … que llevamos la Biblia bajo el brazo… de que hemos recibido una promoción… de que… Oportunidades si hay, necesitamos empezar a perder el miedo y dejar que Jesús se transparente en nosotros y nos utilice como hizo con Felipe para extender su amor a los demás.

Jn 6, 44-51

Tenemos hambre, hambre de Dios. Necesitamos el pan de vida eterna. Quizás hemos probado otros “banquetes” y hemos descubierto que no sacian nuestro deseo plenamente. Pero Cristo se revela como el alimento que necesitamos, el único que puede colmar nuestras necesidades y darnos la fuerza para el camino.

El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña que en la comunión recibimos el pan del cielo y el cáliz de la salvación, el Cuerpo y la Sangre de Cristo que se entregó para la vida del mundo.

Como el cuerpo es sostenido por el alimento, así nuestra alma necesita de la Eucaristía. Cristo baja del cielo al altar, por manos del sacerdote. Viene a nosotros y espera que también nosotros vayamos a Él, que lo busquemos con frecuencia para recibirlo, para visitarlo en el Sagrario.

Es pan de vida eterna, según su promesa: “Que todo el que ve al Hijo y cree en Él tenga la vida eterna”. Quien vive sostenido por la Eucaristía, crece progresivamente en unión con Dios, y viéndolo en este mundo bajo el velo de las especies del pan y el vino, nos preparamos para contemplarlo cara a cara en la vida futura.

La comida del pan, alimenta el cuerpo, la Eucaristía el espíritu. Sin estos alimentos el hombre se debilita y puede morir. ¿Realmente tomas la Eucaristía como un alimento?

Jueves de la III Semana de Pascua

Hech 8, 26-40

Estamos escuchando los hechos del diácono Felipe.

Felipe es un «lleno del Espíritu»; fue la condición para su elección al diaconado.  Ahora lo vemos como un «movido por el Espíritu»: «acércate y camina junto al carro…».  Luego, el Espíritu del Señor lo arrebató y lo llevó más lejos.

¡Felipe es un obediente al Espíritu!  ¿Somos obedientes nosotros a su acción?

La Escritura, de por sí, no suscita la fe en el Señor.  El etíope lee y no comprende.  Se necesita la palabra de la Iglesia que lea e interprete.  El descubrimiento de Jesús, de su resurrección, lleva a la expresión sacramental.

De nuevo la característica del encuentro con Cristo: «prosiguió su viaje lleno de alegría».

Con esto llega la fe cristiana hasta el actual Sudán; la Iglesia va siendo católica-universal.

Jn 6, 44-51

Los profetas habían anunciado que en los últimos tiempos ya no se conocería a Dios «por haber oído decir», sino por experiencia personal.  Esto se realiza en Cristo, el Hijo único de Dios, su Palabra personal: «Dios, que de tantos modos habló por los profetas, en estos últimos tiempos nos habló por su propio Hijo».

Cristo es, pues, el don del amor de Dios.  Conocerlo, unirse a El, es un regalo del Padre.  Cristo es el revelador del Padre, pero hay que abrirse a ese don.

El evangelista nos lo presenta como una enseñanza; hay que escucharla y seguirla.

De nuevo escuchamos la afirmación: «Yo soy el pan de la vida».   Y de nuevo se compara a la imagen simbólica del maná.  Jesús, es el verdadero maná.

La última frase que oímos: «El pan que Yo les voy a dar es mi carne…» apunta a la Eucaristía y va a suscitar la polémica: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?»

Acerquémonos al Señor, Pan de Vida, en su Palabra y en su memorial.

Jueves de la III Semana de Pascua

Jn 6, 44-51

Unos fariseos se acercan a  Jesús para preguntarle cuándo va a llegar el reino de Dios. El reino de Dios es esa sociedad de hombres y mujeres que nombran a Dios como el Rey y Señor de sus vidas. Ese reino de Dios ya ha empezado en nuestra travesía terrena, pero al lado de Dios hay otros reyes que llaman a la puerta de los corazones humanos para reinar en ellos, como el dinero, el prestigio, el placer… y de hecho reinan en bastantes corazones humanos, pero llegará un día en que solo existirá el reinado de Dios, lo que llamamos cielo. Todos los otros reyes desaparecerán de la esfera humana. En ese reino, en su segunda y definitiva etapa, solo reinará el Amor, solo reinará Dios. “Esta es la morada de Dios con los hombres. Pondrá su morada entre ellos y ellos serán su pueblo y él, Dios con ellos, será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte, ni habrá llanto, ni gritos, ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado”.

Lo cierto es que Jesús no responde con claridad a la pregunta de los fariseos: “Como el fulgor del relámpago brilla de un horizontes a otro, así será el Hijo del Hombre en su día”. Nos basta saber la promesa de Jesús de que el reino de Dios en su plenitud existirá. 

Jueves de la III Semana de Pascua

Jn 6,44-51

Nada hay tan terrible como la muerte, es uno de los miedos que atenazan al hombre, mientras él busca olvidarse de que un día llegará el fin de su existencia. El hombre quisiera perdurar más allá de los límites que nos imponen los espacios del tiempo y del lugar. Hoy encontramos este anhelo frustrado de los grandes hombres del Antiguo Testamento, que los judíos miran como modelos. Sin embargo, murieron y no quedan huellas de ellos.

Jesús, por el contrario, habla de inmortalidad, de vida eterna y plena, pero no se trata de una evasión de la vida terrena o un desprecio al cuerpo, sino de darles su verdadera dimensión.

No podemos olvidarnos de la realidad temporal como si fuéramos Ángeles y despreciáramos el cuerpo, pero tampoco podemos anclarnos y quedar esclavizados a una realidad temporal y material.

Jesús nos enseña el camino de la fe, ofreciéndose Él mismo como el verdadero pan que ha bajado del cielo. Jesús se nos propone Él mismo como el único camino que nos puede dar esa vida plena, pero nos dice que es un regalo que nos ofrece Dios Padre.

A veces queremos prolongar la vida con alimentos especiales, con dietas integrales, con vitaminas y refuerzos especiales que prolongue la vida, pero nos olvidamos de vivir cada momento en plenitud y con plena identificación con Jesús.

Entonces, aunque prolonguemos nuestra vida, si no es una vida vivida en plenitud y armonía con Jesús, con nosotros mismos y con los demás, parecería como una especie de vida vegetativa. Y el verdadero discípulo de Jesús no puede vivir en ese estado vegetativo sino en constante relación.

La imagen de Jesús como pan está llena de implicaciones para el discípulo, pues al mismo tiempo que nos hace entrar en una relación íntima con Él, también nos lanza a una relación de pan compartido para los demás.

Los discípulos de Jesús debemos vivir como pan que comparte amor y vitalidad, sobre todo con los que más sufren en nuestra sociedad. Al dar vida, también nosotros prolongamos la propia vida.

Tenemos hambre, hambre de Dios. Necesitamos el pan de vida eterna. Quizás hemos probado otros “banquetes” y hemos descubierto que no sacian nuestro deseo plenamente. Pero Cristo se revela como el alimento que necesitamos, el único que puede colmar nuestras necesidades y darnos la fuerza para el camino.

Contemplemos a Jesús como pan que nos ofrece la resurrección, que vence la muerte y que nos da vida plena.

Jueves de la III Semana de Pascua

Jn 6, 44-51

Tenemos hambre, hambre de Dios. Necesitamos el pan de vida eterna. Quizás hemos probado otros “banquetes” y hemos descubierto que no sacian nuestro deseo plenamente. Pero Cristo se revela como el alimento que necesitamos, el único que puede colmar nuestras necesidades y darnos la fuerza para el camino.

El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña que en la comunión recibimos el pan del cielo y el cáliz de la salvación, el Cuerpo y la Sangre de Cristo que se entregó para la vida del mundo.

Como el cuerpo es sostenido por el alimento, así nuestra alma necesita de la Eucaristía. Cristo baja del cielo al altar, por manos del sacerdote. Viene a nosotros y espera que también nosotros vayamos a Él, que lo busquemos con frecuencia para recibirlo, para visitarlo en el Sagrario.

Es pan de vida eterna, según su promesa: “Que todo el que ve al Hijo y cree en Él tenga la vida eterna”. Quien vive sostenido por la Eucaristía, crece progresivamente en unión con Dios, y viéndolo en este mundo bajo el velo de las especies del pan y el vino, nos preparamos para contemplarlo cara a cara en la vida futura.

La comida del pan, alimenta el cuerpo, la Eucaristía el espíritu. Sin estos
alimentos el hombre se debilita y puede morir. ¿Realmente tomas la Eucaristía como un alimento?

Jueves de la III semana de Pascua

Jn 6,44-51

Nada hay tan terrible como la muerte, es uno de los miedos que atenazan al hombre, mientras él busca olvidarse de que un día llegará el fin de su existencia. El hombre quisiera perdurar más allá de los límites que nos imponen los espacios del tiempo y del lugar. Hoy encontramos este anhelo frustrado de los grandes hombres del Antiguo Testamento, que los judíos miran como modelos. Sin embargo, murieron y no quedan huellas de ellos. 

Jesús, por el contrario, habla de inmortalidad, de vida eterna y plena, pero no se trata de una evasión de la vida terrena o un desprecio al cuerpo, sino de darles su verdadera dimensión. 

No podemos olvidarnos de la realidad temporal como si fuéramos Ángeles y despreciáramos el cuerpo, pero tampoco podemos anclarnos y quedar esclavizados a una realidad temporal y material. 

Jesús nos enseña el camino de la fe, ofreciéndose Él mismo como el verdadero pan que ha bajado del cielo. Jesús se nos propone Él mismo como el único camino que nos puede dar esa vida plena, pero nos dice que es un regalo que nos ofrece Dios Padre. 

A veces queremos prolongar la vida con alimentos especiales, con dietas integrales, con vitaminas y refuerzos especiales que prolongue la vida, pero nos olvidamos de vivir cada momento en plenitud y con plena identificación con Jesús. 

Entonces, aunque prolonguemos nuestra vida, si no es una vida vivida en plenitud y armonía con Jesús, con nosotros mismos y con los demás, parecería como una especie de vida vegetativa. Y el verdadero discípulo de Jesús no puede vivir en ese estado vegetativo sino en constante relación. 

La imagen de Jesús como pan está llena de implicaciones para el discípulo, pues al mismo tiempo que nos hace entrar en una relación íntima con Él, también nos lanza a una relación de pan compartido para los demás. 

Los discípulos de Jesús debemos vivir como pan que comparte amor y vitalidad, sobre todo con los que más sufren en nuestra sociedad. Al dar vida, también nosotros prolongamos la propia vida. 

Tenemos hambre, hambre de Dios. Necesitamos el pan de vida eterna. Quizás hemos probado otros “banquetes” y hemos descubierto que no sacian nuestro deseo plenamente. Pero Cristo se revela como el alimento que necesitamos, el único que puede colmar nuestras necesidades y darnos la fuerza para el camino. 

Contemplemos a Jesús como pan que nos ofrece la resurrección, que vence la muerte y que nos da vida plena.