Jueves de la V Semana del Tiempo Ordinario

Mc 7, 24-30

Este es un pasaje que todavía, actualmente, nos produce muchos conflictos interiores, nos desconcierta el actuar de Jesús.  Por una parte se lanza abiertamente a nuevos horizontes y desafía a sus paisanos al ir más allá de las fronteras.  Se ha puesto en riesgo porque se encuentra en tierra de paganos, pero parecería que está como de incógnito y preferiría que nadie se dé cuenta.  Cuando es descubierto por una mujer sirofenicia, parece arrepentirse de haber ido más allá de las fronteras y pretende negarse a la curación de aquella niña.

Es una madre desesperada, y una madre que frente a la salud de su hijo, hace de todo. Jesús le explica que ha venido primero para las ovejas de la casa de Israel, pero se lo explica con un lenguaje duro: «Deja primero que se sacien los hijos, porque no está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perros».

Jesús compara la mujer con un perrito (cosa en el lenguaje de los judíos de corte usual en el trato con los no judíos a quienes llamaban “Goyim” que significa perro o apartado de Dios); la mujer, en lugar de sentirse ofendida, reconoce lo que es, no se quiere poner por encima de lo que le está diciendo Jesús

La insistencia de una madre rompe las barreras, el hambre y el dolor de un pueblo pueden construir nuevos mundos posibles.  Y aquella mujer rompe el dicho popular que en pretendiendo dar prioridad a la familia negaba el alimento no sólo a los perritos, sino a todos los extranjeros que no eran tenidos como familia.  Y no es que Jesús pretenda que haya personas que vivan debajo de la mesa, a escondidas o como si fueran hijos de Dios de segunda clase.

Las palabras de aquella mujer nos descubren que es una nueva sabiduría del hombre que es consciente que el pan alcanza para todos y que Dios no hace distinción de personas.

Difícil sería para la primera comunidad cristiana romper esos esquemas y abrir el corazón y el alimento a aquellos que no podían mirar como hermanos.

Jesús, con la ayuda, la palabra y la fe de aquella mujer nos enseña que no hay hermanos que valgan menos, que su misión se abre a todo el universo y para todas las personas.

Difícil es ahora para nosotros sentarnos a la mesa reunidos como hermanos.  Discriminamos a los hermanos, les negamos los derechos y pretendemos dejarlos debajo de la mesa, esperando las sobras. 

Jesús rescata y dignifica.  La fe de una extranjera se convierte en ejemplo para los que se creían poseedores exclusivos de Dios y añade un lugar en la mesa para los discriminados, para los olvidados, para los extranjeros.

El pan compartido hermana a todos y podemos todos juntos sentarnos a la mesa del Reino.

Jueves de la V Semana del Tiempo Ordinario

Mc 7, 24-30

Los judíos se consideraban hijos predilectos de Dios y pensaban que los paganos no eran más que perros. Y Jesús contestó a esta mujer afligida repitiendo el refrán despectivo de los judíos. Nos resulta extraña esta actitud del Señor. Pero probablemente Jesús quiso probar la fe de ella. Quería probar hasta dónde llegaba su fe.

Y la actitud de ella es una enseñanza enorme para nuestra poca paciencia, para nuestra escasa fe. Porque ella insistió aún cuando en apariencia era rechazada por Dios mismo, era despreciada por Dios mismo. Y ella insistió, con humildad. Ella…, no se justificó. No le dijo a Jesús: yo soy buena…, yo no hice ningún mal… Ella aceptó lo que el Señor le dijo y manifestó humildemente su “necesidad” de Dios. A pesar de su dolor…, no rechazó a Jesús, por el contrario, le volvió a pedir con humildad, exponiéndose a ser de nuevo duramente rechazada.

Y Jesús…, hizo el signo. Jesús llegó a su vida y la transformó. Curó a su hija. El Señor quedó admirado de la fe de esa mujer pagana, y no pudo resistir esa súplica humilde, respetuosa e insistente. Una vez más Jesús encontró más fe fuera de su pueblo que entre los suyos.

El diálogo de esta mujer con Jesús es una muestra de cómo debe ser nuestra oración. Esta mujer que no era judía y no había escuchado hablar del Mesías…, ni del Reino de Dios…, ni de la promesa de salvación… Ella simplemente se dirige al Señor y dialoga con Él. Y consigue la curación de su hija porque su oración es perfecta.

La mujer tiene “fe en el poder de Jesús”. Una fe que no se debilita ni siquiera con las dificultades que encuentra. La mujer es “humilde”, se reconoce pecadora y comprende que no tiene derecho a que el Señor la oiga, pero se conforma con las migajas. La mujer tiene “confianza” en la misericordia de Jesús y en que no la va a dejar irse con las manos vacías. La mujer “persevera” en su petición a pesar de que Jesús la desalienta. La mujer “pide lo que le sale del alma”. Pide por “la curación de su hija”.

El Señor no puede resistir esta oración y realiza el milagro. Este evangelio tiene que llevarnos hoy a analizar cómo es nuestra oración. Qué y cómo pedimos a Dios. Esta mujer nos muestra cómo acercarnos a Jesús, con fe, con humildad, con confianza y sin exigir. Si así lo hacemos, el Espíritu entra en nuestra vida, la cura y la transforma.