Jueves de la XXI Semana del Tiempo Ordinario

Mt 24, 42-51

Seguramente a muchos de nosotros nos ha tocado, en medio del duelo, recoger o recibir las pertenencias de quienes se nos han ido. Hay personas a quienes les gusta guardar, otras cuya tendencia es tirar. En el caso de las primeras, entrar en su habitación es como entrar en un museo de tan lleno que está de historia; de las segundas, a veces nos es difícil encontrar algo con lo que quedarnos de recuerdo. En la mayoría de los casos, pienso, la muerte les pilló, nos pilló desprevenidos. Desde luego, nadie sale de su habitación pensando en que no va a volver a entrar en ella.

Y no es que crea que el Evangelio de hoy nos hable fundamentalmente de la muerte, aunque también, pero es cierto que el hecho de la muerte nos pone de una forma más clara y evidente frente a la verdad de nosotros mismos; nos desnuda de toda prepotencia y orgullo para dejarnos con nuestra vulnerabilidad más viva y llenos de preguntas que tienen que ver con los para qué, con las deudas pendientes, con las esperanzas truncadas y con las que permanecen, con lo que quedó a medias y con lo que aprovechamos; con lo que es irreversible pero también con lo que es todavía posible; con lo que nos hizo sufrir pero también con lo que nos enriqueció; con las relaciones que descuidamos pero también con las que cultivamos.

Por ejemplo, yo a veces me he preguntado: si por lo que fuera, de repente me pasara algo, ¿Cómo encontrarían los otros mi habitación? ¿Qué dicen de mí mis cosas? ¿Qué he ido guardando y guardando y por qué? ¿Estaría igual mi habitación y también mi vida si supiera que hoy era mi último día en esta vida? ¿Qué cuidaría más y a qué daría más valor?

Este “no sabéis qué día vendrá vuestro Señor” y por tanto esta llamada a “estar en vela” es para mí hoy una invitación a soltar, a relativizar, a centrarme en lo esencial, a no perder tiempo ni gastarme en luchas inútiles, a cuidar a la gente, a sonreír y decir palabras amables a los otros más que a vivir enfadada; sobre todo a no perder el tiempo en provocar a mi alrededor más dolor del que ya existe, no añadir sufrimiento sino poner, en la medida del don recibido, algo de la bondad que hemos recibido de parte de Dios.

Dejemos resonar en nuestro corazón esta pregunta ¿Qué significa para mí hoy permanecer en vela, en medio de las situaciones que vivo y en esta etapa de mi vida?

Jueves de la XXI Semana del Tiempo Ordinario

Mt 24, 42-51

En una ocasión un señor sufrió un accidente automovilístico, su coche quedó destrozado.  Aun no se explica cómo él salió casi ileso, unos pocos rasguños, algún golpe leve, pero nada importante.  Pero los días siguientes estuvo inquieto y nervioso pensando que por poco muere.  Es estremecedor saberse tan cercano a la muerte.  Me siento como si hubiera vuelto a nacer. 

La muerte y el final es algo que nunca pensamos, pero es una realidad muy cercana y que a cada momento no estamos encontrando. 

Lo que Jesús nos propone en este pasaje es tener muy presente esta realidad, no para asustarnos sino para estar vigilantes y siempre dispuestos al servicio.

Velar y estar preparados es una actitud positiva frente a la vida, implica vivir en la presencia del Señor, en oración y buscando cumplir su voluntad.

Con el ejemplo del criado, Jesús nos muestra el verdadero camino de la vigilancia: el servicio.  Lo que tenemos, lo que somos, todo es regalo que Dios ha puesto en nuestras manos, pero nos ha sido otorgado para poder compartirlo, distribuirlo y dar alimento oportuno a los demás.

Que diferente cuando decimos que somos limitados en el tiempo y que lo que tenemos es solamente un tesoro que se nos ha dado para administrarlo.  Cuando comprendemos la dinámica de la generosidad de Dios que nos pone como servidores suyos para hacer el bien, cambian todas las perspectivas de nuestra vida.  No tiene sentido el acaparamiento, ni los orgullos desmedidos; no tiene sentido el engaño para tener más; no tiene sentido dejar sin comer a los demás.

Nadie puede darse a la buena vida: “comamos y bebamos que mañana moriremos”, pues tenemos responsabilidades serias frente a los hermanos.  Es una falsedad cuando se dice “con mi sudor lo he ganado y yo puedo hacer lo que me dé la gana”.  Siempre estará sobre nuestra conciencia el dolor y el sufrimiento de nuestros hermanos.

Si el Señor te pidiera hoy cuentas de tu administración, ¿te encontraría preparado? Te invito pues, a hacer un breve balance de cómo has administrado lo que el Señor puso a tu cuidado, sobre todo en tu trato con tus hermanos.

Ojalá que sin atemorizarnos, sí tomemos muy en cuenta estas palabras de Jesús que nos invitan a la vigilancia, a estar alertas y a sentirnos responsables del servicio a nuestros hermanos.

Jueves de la XXI Semana del Tiempo Ordinario

Mt 24, 42-51

La esperanza cristiana no es sólo un deseo, un auspicio, no es optimismo: para un cristiano, la esperanza es espera, espera ferviente, apasionada por el cumplimiento último y definitivo de un misterio, el misterio del amor de Dios en el que hemos renacido y en el que ya vivimos.

Y es espera de alguien que está por llegar: es Cristo el Señor que se acerca siempre más a nosotros, día tras día, y que viene a introducirnos finalmente en la plenitud de su comunión y de su paz.

La Iglesia tiene entonces la tarea de mantener encendida y claramente visible la lámpara de la esperanza, para que pueda seguir brillando como un signo seguro de salvación y pueda iluminar a toda la humanidad el sendero que lleva al encuentro con el rostro misericordioso de Dios.

Esto es entonces lo que esperamos: ¡que Jesús regrese! ¡La Iglesia esposa espera a su esposo!

Debemos preguntarnos, sin embargo, con gran sinceridad, ¿somos testigos realmente luminosos y creíbles de esta espera, de esta esperanza? ¿Nuestras comunidades viven aún en el signo de la presencia del Señor Jesús y en la espera ardiente de su venida, o aparecen cansadas, entorpecidas, bajo el peso de la fatiga y la resignación? ¿Corremos también nosotros el riesgo de agotar el aceite de la fe, de la alegría? ¡Estemos atentos!

Invoquemos a la Virgen María, Madre de la esperanza y reina del cielo, para que siempre nos mantenga en una actitud de escucha y de espera, para poder ser ya traspasados por el amor de Cristo y un día ser parte de la alegría sin fin, en la plena comunión de Dios.

Y no se olviden: jamás olvidar que así estaremos siempre con el Señor.