Jueves de la XXII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 5,1-11

El Evangelio de hoy tiene una enorme riqueza en cuanto a lo que Jesús va transmitiendo sobre quién es Él y sobre quiénes son los que le siguen. Aparece un personaje del que siempre aprendemos mucho, Pedro.

La gente se acerca a Jesús para “oír la palabra de Dios”, y él se sienta en la barca de Simón para enseñarles. Jesús es el mesías, el Hijo de Dios, sus palabras traen salvación. E implica a otros en su misión. Esos otros son pescadores, que experimentan la fatiga del trabajo y el fracaso. “Soy un pecador” dirá Pedro, abrumado por lo que va descubriendo de Jesús y lo que implica seguirle, que le supera. Ya lo decía Gregorio Magno, papa y doctor de la Iglesia, al hablar de sí como “siervo de los siervos de Dios”.

Hay en todo ello un referente, que aporta mucha luz, incluso cuando la misión nos abruma o parece algo imposible: “Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos recogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes”. La abundancia fue tal que aún los desconcertó más.  La autoridad de Pedro no está en su propio poder o eficacia, la misión que se les encomienda a los discípulos no depende de su destreza o capacidad. La misión y el seguimiento implican dejarse llevar por la Palabra de Jesús, y poner todo lo que eres a su servicio.

“No temas, desde ahora serás pescador de hombres”. Hay todo un proceso en el seguimiento hasta llegar a ese momento en que verdaderamente dejas todo. Y no es un momento único, es una exigencia siempre renovada de desprendimiento y libertad, de descubrirse “nada” y pecador, y de poner toda la confianza en el Señor.  Eso proceso supone caminar en la fe, descubrir que ese “maestro” que nos fascina con su Palabra, es el “Señor” que nos llama y envía.

Jueves de la XXII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 5, 1-11

Cuando las cosas no caminan como nosotros quisiéramos, a pesar de nuestros esfuerzos, podemos adoptar muchas  actitudes: echar las culpas a los otros, decir que las circunstancias son adversas, pero lo más triste será llenarnos de miedo y decir que ya no podemos hacer nada.

Me parece sorprendente, el inicio del seguimiento de los discípulos, como nos lo narra San Lucas. Después de haber predicado la palabra a la multitud, le pide Jesús a Pedro que lo lleve mar adentro y que echen sus redes para pescar.

No nos dices algo san Lucas de lo que estuvo diciendo Jesús en su predicación a la orilla del lago, pero si nos hace notar cual es la actitud de Simón cuándo recibe esta invitación: “trabajaron toda la noche y no pescaron nada”. Todos sabemos lo que eso significa: Cansancio, fastidio, pero más que nada frustración. Sin embargo, Simón, no se niega a cumplir lo que Jesús le pide, pero advierte: “confiando en tu palabra” 

¿Cuál había sido la palabra anterior de Jesús? Imposible de saberlo, pero la que ahora escucha Simón va muy en consonancia con su trabajo y de lo que realmente sabe y sin embargo confía en la palabra de Jesús.

Hoy Pedro, un experimentado pescador, se pone a escuchar lo que para un hombre de su experiencia resultaría una ilógica petición la cual proviene de un Carpintero. El resultado es la pesca milagrosa.

Cuando reflexionamos en todas las situaciones difíciles por las que estamos pasando, cuando hemos intentado superar miedos y fracasos, nuestra tentación sería cruzarnos de brazos y decir “no se puede”, sin embargo, el mandato de Jesús para nosotros es el mismo que le hizo a Simón: “rema mar adentro”, vuelve a meterte en lo profundo, rema nuevamente mar adentro e inténtalo otra vez, pero no igual que en las anteriores, que eran con tus propias fuerzas y en la oscuridad de la noche, no. Ahora hazlo a la luz de la Palabra de Jesús y poniendo toda tu fe en que con Él es posible.

Creo que estas palabras de Jesús son para nosotros, precisamente en esos momentos difíciles por los que estemos pasando. En nombre de Jesús iremos remando nuevamente con más entusiasmo, pero ahora lo haremos a su estilo y confiando en su palabra.

Debemos, pues, por un lado, escuchar más seguido y con mucha atención la Palabra de Jesús que tenemos en los evangelios y por otro lado reconocer que esa palabra no es la de cualquier hombre, no es simplemente la palabra del Carpintero de Nazaret, sino que es la palabra de Dios, la cual tiene poder.

Jueves de la XXII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 5,1-11

En el Evangelio de hoy Jesús pide a Pedro subir a su barca y, después de predicar, lo invita a echar las redes. Y tiene lugar la primera pesca milagrosa. Un episodio que nos recuerda la otra pesca milagrosa, después de la Resurrección, cuando Jesús pidió a los discípulos algo de comer. En ambos casos, hay una unción de Pedro: primero como pescador de hombres, luego como pastor. Además, Jesús le cambia el nombre de Simón a Pedro y, como buen israelita, Pedro sabía que un cambio de nombre significaba un cambio de misión. Pedro se sentía orgulloso porque quería a Jesús de verdad, y esta pesca milagrosa supone un paso adelante en su vida.

Al ver que las redes casi se rompen por la gran cantidad de peces, se arrodilló ante Jesús diciéndole: «Apártate de mí, Señor, que soy un pecador». Es el primer paso decisivo de Pedro como discípulo de Jesús, acusarse a sí mismo: ¡Soy un pecador!

El primer paso de Pedro y también el primer paso de cada uno, si queremos caminar por la vida espiritual, por la vida de Jesús, servir a Jesús, seguir a Jesús: acusarse a sí mismo. Sin acusarse a uno mismo no se puede caminar por la vida cristiana.

Pero hay un riesgo. Todos sabemos que somos pecadores, pero no es fácil acusarse a sí mismo de ser concretamente pecadores. Estamos tan acostumbrados a decir “soy pecador”, pero como quien dice “soy humano” o “soy ciudadano español”.

Acusarse a sí mismo es, en cambio, sentir la propia miseria: sentirse miserables ante el Señor. Se trata de sentir vergüenza. Y es algo que no se hace con la boca sino con el corazón, es decir, es una experiencia concreta, como cuando Pedro dice a Jesús que se aleje de él, porque es pecador: se sentía un pecador de verdad, y luego se sintió salvado. La salvación que nos trae Jesús necesita esa confesión sincera, porque no es algo cosmético, que te cambia un poco la cara con dos pinceladas: transforma pero, para que entre, hay que dejarle sitio con la confesión sincera de los propios pecados; así se experimenta el asombro de Pedro.

El primer paso de la conversión es, pues, acusarse a sí mismo con vergüenza y sentir el asombro de sentirse salvados. Debemos convertirnos, debemos hacer penitencia, rechazando la tentación de acusar a los demás. Hay gente que vive criticando y acusando a los otros, y nunca piensa en sí mismo. Cuando voy a confesarme, ¿cómo me confieso, como los loros? “Bla, bla, bla… He hecho esto y esto…”. Pero, ¿te toca el corazón lo que has hecho? Muchas veces no. Vas allí por cosmética, a maquillarte un poco para salir guapo. Pero no ha entrado en tu corazón completamente, porque no le has dejado sitio, porque no has sido capaz de acusarse a ti mismo.

Así pues, el primer paso es una gracia: que cada uno aprenda a acusarse a sí mismo y no a los demás. Una señal de que un cristiano no sabe acusarse a sí mismo es cuando está acostumbrado a acusar a los demás, a criticarlos, a meter las narices en la vida ajena. Eso es mala señal. ¿Yo hago eso? Es una buena pregunta para llegar al corazón.

Pidamos hoy al Señor la gracia de encontrarnos delante de Él con ese asombro que da su presencia, y la gracia de sentirnos pecadores, pero en concreto, y decir como Pedro: Aléjate de mí que soy un pecador.