Lunes de la VII Semana de Pascua

Hech 19, 1-8

La gran novedad del Nuevo testamento es el «don del Espíritu Santo», es decir la «inhabitación» de Dios en nosotros. A partir de Pentecostés la acción de Dios en el hombre no es desde afuera, sino desde dentro. Sin embargo, dado que su presencia es espiritual, solo la podemos reconocer por su acción. Esta es quizás la razón por lo que en la primitiva Iglesia uno de los «signos sensibles» que indicaban la presencia del Espíritu Santo en el corazón de los creyentes es lo que se llama «El don de Lenguas» o el comenzar a hablar en lenguas desconocidas. Esta manifestación la encontraremos a todo lo largo del libro de los Hechos y está siempre asociada con el bautismo y con la oración.

En medio de este mundo incrédulo que nos toca vivir, esta manifestación es de nuevo un don manifiesto en muchos cristianos, asociado hoy en día, más que al bautismo, que se recibe de pequeño, con la «aceptación personal de la salvación en Cristo» y el compromiso de vivir conforme al Evangelio.

Por ello, en muchas reuniones de oración, al igual que en la primera comunidad, se «oye orar a los cristianos en lenguas que solo los ángeles conocen». Como todos los dones en la Iglesia, éste también debe ser discernido para no engañarnos en la vida espiritual. Deja que el Espíritu te manifieste su presencia viva en ti.

Jn 16, 29-33

En este pasaje, Jesús viene de anunciarle a sus discípulos que Él ha salido del Padre y ha venido al mundo, y ahora va a salir del mundo para regresar al Padre. Y los discípulos admiran la sabiduría de Jesús que les ha respondido a una pregunta que no habían llegado a formular y hacen un acto de fe. Manifiestan que Jesús procede de Dios. Pero Jesús sabe muy bien que esa poca fe no va a ser capaz de hacerlos superar la crisis que se les acercaba y con una bondadosa ironía, les anuncia su próxima desbandada. Esos mismos discípulos que ahora le decían que realmente creían que Jesús procedía de Dios, un breve tiempo después, lo van a dejar solo en su Pasión. Pero Jesús, les aclara que nunca estará solo, porque el Padre estará siempre con Él.

Y en la última parte de su discurso Jesús le dice: “Les he dicho estas cosas para que tengan paz en mí. En el mundo tendrán tribulaciones; pero tengan ánimo, que yo he vencido al mundo. Y también el Señor nos dice a nosotros hoy, que aún en medio de las adversidades, que aun cuando nos sintamos perseguidos, en los momentos de mayor acoso, si estamos con Cristo, tendremos paz. Tendremos la paz del Señor.

Los primeros discípulos de Jesús, cuando el Señor partió, experimentaron persecuciones externas y también muchas divisiones internas. Pero no se enfriaba su amor a su Maestro. Ellos experimentaron que Jesús seguía intercediendo ante el Padre por ellos, que el Padre los amaba y los escuchaba, y que nada ni nadie entonces podía quitarles la alegría que el Señor les prometió.

Lunes de la VII Semana de Pascua

Hech 19, 1-8

La gran novedad del Nuevo testamento es el «don del Espíritu Santo», es decir la «inhabitación» de Dios en nosotros.

A partir de Pentecostés la acción de Dios en el hombre no es desde afuera, sino desde dentro. Sin embargo, dado que su presencia es espiritual, solo la podemos reconocer por su acción. Esta es quizás la razón por lo que en la primitiva Iglesia uno de los «signos sensibles» que indicaban la presencia del Espíritu Santo en el corazón de los creyentes es lo que se llama «El don de Lenguas» o el comenzar a hablar en lenguas desconocidas. Esta manifestación la encontraremos a todo lo largo del libro de los Hechos y está siempre asociada con el bautismo y con la oración.

En medio de este mundo incrédulo que nos toca vivir, esta manifestación es de nuevo un don manifiesto en muchos cristianos, asociado hoy en día, más que al bautismo, que se recibe de pequeño, con la «aceptación personal de la salvación en Cristo» y el compromiso de vivir conforme al Evangelio.

Por ello, en muchas reuniones de oración, al igual que en la primera comunidad, se «oye orar a los cristianos en lenguas que solo los ángeles conocen». Como todos los dones en la Iglesia, éste también debe ser discernido para no engañarnos en la vida espiritual. Deja que el Espíritu te manifieste su presencia viva en ti.

Jn 16, 29-33

Estando tan cerca la Solemnidad de Pentecostés en la que recordamos y celebramos el don del Espíritu, la primera lectura de hoy nos cuestiona seriamente. De la conversación de San Pablo con los discípulos de Éfeso se deduce que es impensable que un bautizado desconozca al Espíritu Santo. Aquellos hombres no sabían de su existencia; pero nosotros, que sí lo conocemos aunque sea de oídas, podemos tener una ignorancia vital: saber quién es pero vivir como si fuera un desconocido. El Espíritu Santo es nuestro compañero más íntimo, mora en nuestro interior, ¡somos su templo! Él nos ilumina, asiste, aconseja, defiende, consuela y fortalece. Ora en nosotros, nos revela la Escritura. Es el que hace y mueve a los hijos de Dios, por lo que su persona debe impregnar todo nuestro ser, nuestra existencia. Así que, ante esta palabra, estamos invitados a reflexionar sobre cómo va nuestra relación con Él y a pedirle que nos conceda la gracia de amarle cada día más y de abrirnos a su acción, de crecer en docilidad a Él. 

En el Evangelio asistimos al fin del discurso de Jesús en la Última Cena. Son las últimas palabras que dirige a la comunidad de sus discípulos antes de su paso definitivo al Padre. Posteriormente elevará una oración (como escuchamos en la liturgia de estos días) y se encaminará hacia Getsemaní.

Durante la conversación, Jesús les había hablado de su partida. Como ellos no comprendían, Él, tomando la iniciativa, aclaró sus dudas. Esto generó la reacción: «Ahora vemos que lo sabes todo y no necesitas que te pregunten; por ello creemos». Los discípulos se sienten ya maduros, piensan que han llegado al final del camino pero Jesús les abre los ojos a su realidad, a su inconsistencia: aún les falta mucho por recorrer.

Y todos nosotros estamos en la misma situación. Avanzamos paso a paso en el seguimiento de Jesús. Esto lo vemos reflejado también, en la comunidad de doce hombres en Éfeso de la primera lectura: ante nuestros ojos pasan de ser discípulos que ni siquiera sabían quién era el Espíritu a ser profetas llenos de Dios. En ellos, como en toda comunidad creyente, se actualiza la experiencia de los apóstoles. Esto nos llena de esperanza. El mismo Jesús dijo a Pedro: «Ahora no puedes, más tarde sí». Se cumplió en él y se cumplirá en nosotros. Con todo, no cambia el hecho de que en nuestro progresivo caminar suframos nuestras limitaciones e incoherencias.

A estas luchas interiores debemos sumar aquellas anunciadas por Jesús: las que tenemos en el mundo. Pero… ¡no podemos desanimarnos ni echarnos atrás! Ante las dificultades del tipo que sea: ¡Ánimo! ¡Confiar y tener valor! Esto es lo que nos pide Jesús. Es lo último que nos dice antes de enfrentarse a su propia Pasión y Glorificación. El Señor, no ha dejado de sembrar en nuestros corazones palabras de aliento («Vendrá a vosotros el Consolador, el Defensor»; «El Padre os ama»; «Permaneced en mí y daréis fruto abundante»), nos asegura categóricamente que en medio de cualquier tormenta tendremos paz en Él. Con su Palabra, con su ejemplo, y sobre todo, con el Espíritu que nos da, infunde en nosotros esa fuerza misteriosa que nos mantiene firmes en la Cruz. Fijemos los ojos en Él: el Padre no le dejó solo, estuvo siempre con Él y tampoco nos abandonará a nosotros. Él ha vencido y por su gracia, nos hace partícipes de su triunfo: por Él, con Él y en Él venceremos todo y llegaremos a la plenitud de la gloria, la vida y la felicidad, a su lado.

Lunes de la VII Semana de Pascua

Jn 16, 29-33

El evangelio de hoy nos sitúa como creyentes en Jesús en la segunda parte de una perícopa de “largo alcance” (Jn 29-32) con un gran final (v.33). En la primera parte (Jn 16,23-28) Jesús ha hecho una declaración solemne a sus discípulos acerca de la relación de estos con el Padre. La unión profunda que sus seguidores tienen con Él es la que los lleva a Dios. Jesús no es un mero intercesor, Jesús nos une a su persona e identidad, para mostrarnos el amor infinito del Padre hacia sus hijos. Dios ofrece su amor al mundo entero, su misericordia es universal, no tiene medida sólo espera que el ser humano sea capaz de responder a tanto amor.

Esta segunda parte comienza con una declaración de los discípulos hacia el Maestro: Ahora sí que hablas claro. Ellos creen que el Padre ha enviado a Jesús y que ya pueden entenderlo todo, sin embargo, el evangelista utilizando la ironía, cuenta como Jesús les ha dicho a los suyos que se acerca la hora de entender plenamente no que ya hubiera llegado. Los discípulos con una fe ilusoria han interpretado mal las palabras de Jesús. El Señor con paciencia y pedagogía hacia aquellos que tanto ama les responde ¿Ahora creéis? La fe auténtica tiene como objeto a Jesús en la cruz y su entrega es fuerza salvadora para toda la humanidad. Los discípulos creen que siguen a un Maestro excepcional, lleno de saber, pero Jesús es Maestro desde la cruz, desde su entrega. Cuando ellos tengan que enfrentarse a esta realidad, abandonarán a Jesús, lo dejarán solo. Pero el Padre está con Él y su presencia se mostrará en la máxima soledad del Señor. No basta reconocer que Jesús viene del Padre también hay que saber que va con el Padre a través de su entrega total en la cruz.

Nuestro texto finaliza con la victoria de Jesús. El Señor quiere tranquilizar a los suyos en medio de persecuciones y situaciones de dificultad. Quien permanezca unido a Él tendrá paz. Solo Jesús puede regalarnos esa paz interior que nos lleva a ser capaces de afrontar cualquier dificultad, que mantiene nuestro ánimo y nos ayuda a vivir con alegría el hoy de nuestra vida. Y todo porque Él ha vencido al mundo, ofreciéndole el don de su entrega y de su amor. Hoy también Jesús puede preguntarnos a nosotros y nosotras: ¿Ahora creéis?

Lunes de la VII Semana de Pascua

Jn 16, 29-33

Estando tan cerca la Solemnidad de Pentecostés en la que recordamos y celebramos el don del Espíritu, la primera lectura de hoy nos cuestiona seriamente. De la conversación de San Pablo con los discípulos de Éfeso se deduce que es impensable que un bautizado desconozca al Espíritu Santo. Aquellos hombres no sabían de su existencia; pero nosotros, que sí lo conocemos aunque sea de oídas, podemos tener una ignorancia vital: saber quién es pero vivir como si fuera un desconocido. El Espíritu Santo es nuestro compañero más íntimo, mora en nuestro interior, ¡somos su templo! Él nos ilumina, asiste, aconseja, defiende, consuela y fortalece. Ora en nosotros, nos revela la Escritura. Es el que hace y mueve a los hijos de Dios, por lo que su persona debe impregnar todo nuestro ser, nuestra existencia. Así que, ante esta palabra, estamos invitados a reflexionar sobre cómo va nuestra relación con Él y a pedirle que nos conceda la gracia de amarle cada día más y de abrirnos a su acción, de crecer en docilidad a Él. 

En el Evangelio asistimos al fin del discurso de Jesús en la Última Cena. Son las últimas palabras que dirige a la comunidad de sus discípulos antes de su paso definitivo al Padre. Posteriormente elevará una oración (como escuchamos en la liturgia de estos días) y se encaminará hacia Getsemaní.

Durante la conversación, Jesús les había hablado de su partida. Como ellos no comprendían, Él, tomando la iniciativa, aclaró sus dudas. Esto generó la reacción: «Ahora vemos que lo sabes todo y no necesitas que te pregunten; por ello creemos». Los discípulos se sienten ya maduros, piensan que han llegado al final del camino pero Jesús les abre los ojos a su realidad, a su inconsistencia: aún les falta mucho por recorrer.

Y todos nosotros estamos en la misma situación. Avanzamos paso a paso en el seguimiento de Jesús. Esto lo vemos reflejado también, en la comunidad de doce hombres en Éfeso de la primera lectura: ante nuestros ojos pasan de ser discípulos que ni siquiera sabían quién era el Espíritu a ser profetas llenos de Dios. En ellos, como en toda comunidad creyente, se actualiza la experiencia de los apóstoles. Esto nos llena de esperanza. El mismo Jesús dijo a Pedro: «Ahora no puedes, más tarde sí». Se cumplió en él y se cumplirá en nosotros. Con todo, no cambia el hecho de que en nuestro progresivo caminar suframos nuestras limitaciones e incoherencias.

A estas luchas interiores debemos sumar aquellas anunciadas por Jesús: las que tenemos en el mundo. Pero… ¡no podemos desanimarnos ni echarnos atrás! Ante las dificultades del tipo que sea: ¡Ánimo! ¡Confiar y tener valor! Esto es lo que nos pide Jesús. Es lo último que nos dice antes de enfrentarse a su propia Pasión y Glorificación. El Señor, no ha dejado de sembrar en nuestros corazones palabras de aliento («Vendrá a vosotros el Consolador, el Defensor»; «El Padre os ama»; «Permaneced en mí y daréis fruto abundante»), nos asegura categóricamente que en medio de cualquier tormenta tendremos paz en Él. Con su Palabra, con su ejemplo, y sobre todo, con el Espíritu que nos da, infunde en nosotros esa fuerza misteriosa que nos mantiene firmes en la Cruz. Fijemos los ojos en Él: el Padre no le dejó solo, estuvo siempre con Él y tampoco nos abandonará a nosotros. Él ha vencido y por su gracia, nos hace partícipes de su triunfo: por Él, con Él y en Él venceremos todo y llegaremos a la plenitud de la gloria, la vida y la felicidad, a su lado.

Lunes de la VII Semana de Pascua

Jn 16, 29-33

Quien lee con atención el pasaje de este día tendría justa razón para inquietarse. Cuando los discípulos creen que han entendido todo y están muy contentos porque Jesús les habla claro y están convencidos de que todo lo sabe, entonces Jesús habla todavía más claro y les dice que están equivocados, que se dispersarán, que lo dejarán solo y que fracasarán. Y esto es muy cierto cuando el discípulo se atiene a su propia sabiduría, cuando se confía en sus estructuras, cuando trata de interpretar lo que dice Jesús y lo hace con autosuficiencia y orgullo… entonces se aleja más de Jesús y fracasa.

Esto es clarísimo a nivel personal y a nivel comunitario: cada vez que ponemos nuestra seguridad en nosotros mismos, aunque argumentemos que estamos interpretando a Jesús, fracasamos.

Es una llamada de atención muy fuerte para nosotros como personas y como Iglesia: siempre deberemos estar atentos a descubrir si no nos estamos predicando a nosotros mismos o si no hemos puesto nuestra confianza en algo distinto a Jesús. Pero Jesús siempre es grandioso y desconcertante. Después de haber cuestionado a sus discípulos, de sembrar la duda en las propias fuerzas, de anunciar los fracasos, pide que no se pierda la paz. Que se tenga mucha paz, pero en el Señor.

No es la paz de la apatía o de la indiferencia, sino la verdadera paz. No son las seguridades que proporcionan las fuerzas o los candados, sino la paz que brota del corazón… y esta paz nos la ofrece y la garantiza Jesús.

Y termina diciendo que tengamos mucho valor: no confiados en nuestra sabiduría o santidad, no argumentando nuestro poder o nuestras buenas obras, sino poniendo a Jesús como nuestra seguridad, porque Él ha vencido al mundo. Así el discípulo no puede ser un cobarde que tiemble ante los problemas, no puede esconderse frente a la adversidad, porque tiene toda su confianza en Jesús que ha vencido al mundo.

Que hoy en Jesús encontremos paz y valor para ir a nuevas fronteras.

Lunes de la VII semana de Pascua

Jn 16, 29-33

Quien lee con atención el pasaje de este día tendría justa razón para inquietarse. Cuando los discípulos creen que han entendido todo y están muy contentos porque Jesús les habla claro y están convencidos de que todo lo sabe, entonces Jesús habla todavía más claro y les dice que están equivocados, que se dispersarán, que lo dejarán solo y que fracasarán. Y esto es muy cierto cuando el discípulo se atiene a su propia sabiduría, cuando se confía en sus estructuras, cuando trata de interpretar lo que dice Jesús y lo hace con autosuficiencia y orgullo… entonces se aleja más de Jesús y fracasa. 

Esto es clarísimo a nivel personal y a nivel comunitario: cada vez que ponemos nuestra seguridad en nosotros mismos, aunque argumentemos que estamos interpretando a Jesús, fracasamos. 

Es una llamada de atención muy fuerte para nosotros como personas y como Iglesia: siempre deberemos estar atentos a descubrir si no nos estamos predicando a nosotros mismos o si no hemos puesto nuestra confianza en algo distinto a Jesús. Pero Jesús siempre es grandioso y desconcertante. Después de haber cuestionado a sus discípulos, de sembrar la duda en las propias fuerzas, de anunciar los fracasos, pide que no se pierda la paz. Que se tenga mucha paz, pero en el Señor. 

No es la paz de la apatía o de la indiferencia, sino la verdadera paz. No son las seguridades que proporcionan las fuerzas o los candados, sino la paz que brota del corazón… y esta paz nos la ofrece y la garantiza Jesús.

Y termina diciendo que tengamos mucho valor: no confiados en nuestra sabiduría o santidad, no argumentando nuestro poder o nuestras buenas obras, sino poniendo a Jesús como nuestra seguridad, porque Él ha vencido al mundo. Así el discípulo no puede ser un cobarde que tiemble ante los problemas, no puede esconderse frente a la adversidad, porque tiene toda su confianza en Jesús que ha vencido al mundo. 

Que hoy en Jesús encontremos paz y valor para ir a nuevas fronteras.