Martes de la I Semana de Cuaresma

Is 55, 10-11

El tiempo de cuaresma, de una forma especial, nos urge a reflexionar sobre nuestra vida. Nos exige que cada uno de nosotros llegue al centro de sí mismo y se ponga a ver cuál es el recorrido de la propia vida. Porque cuando vemos la vida de otras gentes que caminan a nuestro lado, gente como nosotros, con defectos, debilidades, necesitadas, y en las que la gracia del Señor va dando plenitud a su existencia, la va fecundando, va haciendo de cada minuto de su vida un momento de fecundidad espiritual, deberíamos cuestionarnos muy seriamente sobre el modo en que debe realizarse en nosotros la acción de Dios. Es Dios quien realiza en nosotros el camino de transformación y de crecimiento; es Dios quien hace eficaz en nosotros la gracia.

La acción de Dios se realiza según la imagen del profeta Isaías: así como la lluvia y a la nieve bajan al cielo, empapan la tierra y después da haber hacho fecunda la tierra para poder sembrar suben otra vez al cielo.  La acción de Dios en la Cuaresma, de una forma muy particular, baja sobre todos los hombres para darnos a todos ya a cada uno una muy especial ayuda de cara a la fecundidad personal.

La semilla que se siembra y el pan que se come, realmente es nuestro trabajo, lo que nosotros nos toca poner, pero necesita de la gracia de Dios. Esto es una verdad que no tenemos que olvidar: es Dios quien hace eficaz la semilla, de nada serviría la semilla o la tierra si no fuesen fecundadas, empapadas por la gracia de Dios.

Nosotros tenemos que llegar a entender esto y a no mirar tanto las semillas que nosotros tenemos, cuanto la gracia, la lluvia que las fecunda. No tenemos que mirar las semillas que tenemos en las manos, sino la fecundidad que viene de Dios Nuestro Señor. Es una ley fundamental de la Cuaresma el aprender a recibir en nuestro corazón la gracia de Dios, el esfuerzo que Dios está haciendo con cada uno de nosotros.

Mt. 6, 7-15

Si ustedes perdonan las faltas a los hombres, también a ustedes los perdonará el Padre celestial. Pero si ustedes no perdonan a los hombres, tampoco el Padre les perdonará a ustedes sus faltas”.

Quisiera hoy centrar nuestra reflexión sobre el perdón. Ante todo debemos entender que el perdón no es un sentimiento, sino ante todo: un acto de la voluntad. Cuando una persona nos ofende se crea en nosotros un “sentimiento” (generalmente de resentimiento pudiendo incluso llegar al odio) del cual, de manera ordinaria, no podemos tener control pues responde a una acción que toca un área “espiritual” (lo mismo podemos decir para el amor, la envidia, etc.). Este sentimiento se incrementará con la repetición de acciones semejantes a las que lo crearon y/o reaccionando de acuerdo al “impulso” natural de este sentimiento (en este caso sería la agresión); disminuirá, pudiendo llegar a desaparecer, con una respuesta contraria a la que el sentimiento genera. Perdonar es la decisión que el hombre toma de no reaccionar de acuerdo al sentimiento, sino por el contrario, buscar la acción que pueda ayudar a que esta desaparezca como puede ser una sonrisa, el servicio, la cortesía, etc.

Por ello el perdón exige renuncia… renuncia a nosotros mismos, a nuestro afán de venganza, a actuar conforme a nuestra pasión. En pocas palabras, perdonar es devolver bien a cambio de mal. Solo si nosotros perdonamos, no solo tendremos también el perdón de Dios, sino que experimentaremos la verdadera alegría de amar. No es fácil… pero todo es posible con la gracia de Dios.

Martes de la I Semana de Cuaresma

Is. 55, 10-11

El tiempo de cuaresma, de una forma especial, nos urge a reflexionar sobre nuestra vida. Nos exige que cada uno de nosotros llegue al centro de sí mismo y se ponga a ver cuál es el recorrido de la propia vida. Porque cuando vemos la vida de otras gentes que caminan a nuestro lado, gente como nosotros, con defectos, debilidades, necesitadas, y en las que la gracia del Señor va dando plenitud a su existencia, la va fecundando, va haciendo de cada minuto de su vida un momento de fecundidad espiritual, deberíamos cuestionarnos muy seriamente sobre el modo en que debe realizarse en nosotros la acción de Dios. Es Dios quien realiza en nosotros el camino de transformación y de crecimiento; es Dios quien hace eficaz en nosotros la gracia.

La acción de Dios se realiza según la imagen del profeta Isaías: así como la lluvia y a la nieve bajan al cielo, empapan la tierra y después da haber hacho fecunda la tierra para poder sembrar suben otra vez al cielo.  La acción de Dios en la Cuaresma, de una forma muy particular, baja sobre todos los hombres para darnos a todos ya a cada uno una muy especial ayuda de cara a la fecundidad personal.

La semilla que se siembra y el pan que se come, realmente es nuestro trabajo, lo que nosotros nos toca poner, pero necesita de la gracia de Dios. Esto es una verdad que no tenemos que olvidar: es Dios quien hace eficaz la semilla, de nada serviría la semilla o la tierra si no fuesen fecundadas, empapadas por la gracia de Dios.

Nosotros tenemos que llegar a entender esto y a no mirar tanto las semillas que nosotros tenemos, cuanto la gracia, la lluvia que las fecunda. No tenemos que mirar las semillas que tenemos en las manos, sino la fecundidad que viene de Dios Nuestro Señor. Es una ley fundamental de la Cuaresma el aprender a recibir en nuestro corazón la gracia de Dios, el esfuerzo que Dios está haciendo con cada uno de nosotros.

Mt. 6, 7-15

No hay otro camino de oración cristiana que Cristo. Sea comunitaria o individual, vocal o interior, nuestra oración no tiene acceso al Padre más que si oramos en el Nombre de Jesús. La santa humanidad de Jesús es, pues, el camino por el que el Espíritu Santo nos enseña a orar a Dios como nuestro Padre. Por eso, antes que nada necesitamos convertirnos de nuestros pecados para unirnos, con un corazón indiviso, a Cristo. Quien se atreva a dirigirse al Padre en Nombre de Jesús, pero con el corazón manchado por la maldad, difícilmente podrá ser escuchado. Y no sólo hemos de ponernos en paz con Dios; también hemos de ponernos en paz con nuestro prójimo, no sólo perdonándole, sino aceptándole nuevamente en nuestro corazón, como Dios nos perdona y nos acepta como hijos suyos. La oración del Padre nuestro, que hoy nos enseña Jesús, no es sólo un llamar Padre a Dios y esperar de su providencia sus dones.

Es, antes que nada, un compromiso que nos lleva a caminar en el amor como hijos suyos y a compartir los dones de Dios: su Santidad, su Reino, su Voluntad salvadora, su Pan, su Perdón, su Fortaleza para no dejarnos vencer por la tentación y su Victoria sobre el malo, con todos aquellos que nos rodean, y que no sólo consideramos como nuestros prójimos, sino como hermanos nuestros. Por eso pidámosle al Señor que, en esta Cuaresma, nos dé un corazón renovado por su Espíritu, para que en verdad nos manifestemos como hijos suyos por medio de nuestras buenas obras.

El Señor nos reúne en la celebración de esta Eucaristía como un Padre que tiene en torno suyo a sus hijos. Dios nos quiere libres de toda división. Nos quiere santos, como Él es Santo. Tal vez vengamos con infinidad de peticiones y con la esperanza de ser escuchados por el Señor. ¿Venimos con el corazón en paz con Dios y en paz con el prójimo? Por eso, antes que nada nos hemos de humillar ante el Señor Dios nuestro, siempre rico en misericordia para con todos. Reconozcamos nuestras culpas y pidámosle perdón a Dios con un corazón sincero, dispuesto a retornar a Dios y a dejarse guiar por su Espíritu. Vengamos libres de todo odio y de toda división. Vengamos como hermanos que viven en paz y que trabajan por la paz. Y no sólo vivamos esa unidad querida por Cristo con los miembros de su Iglesia que nos hemos reunido en esta ocasión, sino con todas las personas, especialmente con aquellas con las que entramos continuamente en contacto en la vida diaria. Amemos a todos como Cristo nos ha amado a nosotros.

La Palabra que Dios ha pronunciado sobre nosotros no puede quedar infecunda en nuestra propia vida. Dios nos quiere como criaturas nuevas; más aún, nos quiere como hijos suyos, amados por Él por nuestra fidelidad a su voluntad. Así, transformados en Cristo, el Señor nos quiere enviar para que vayamos al mundo a procurar que su Palabra salvadora llegue a todos los hombres. Esta es la misión que Él nos confía. Y cuando volvamos nuevamente a reunirnos en torno al Señor para celebrar la Eucaristía, no podemos venir con las manos vacías. La Iglesia tiene como misión hacer que nuestro mundo sea fecundo en buenas obras. Ganar a todos para Cristo es lo que está en el horizonte final de nuestra fe en el Señor. Esta cuaresma debe despertar en nosotros no sólo el deseo de volver a Cristo, sino el deseo de darlo a conocer a todos para que todos no sólo lo invoquen, sino que lo tengan en verdad por Padre. Llevar a Cristo a los demás no sólo debe ser una tarea evangelizadora con las palabras. Si no sabemos compartir con los demás nuestros bienes, si no trabajamos para que desaparezca el mal en el mundo difícilmente podremos decir que somos el Reino y Familia de ese Dios que no sólo se nos manifiesta como Padre, y que nos quiere como hijos suyos fraternalmente unidos por el amor.

Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la gracia de abrir nuestro corazón a la escucha fiel de su Palabra, para meditarla amorosamente y para que, entendiéndola, fortalecidos con el Espíritu Santo podamos producir abundantes frutos de salvación para el bien de todos.

Martes de la I Semana de Cuaresma

Mt. 6, 7-15

Tal vez este pasaje del Evangelio de San Mateo sea uno de los más bellos y más trascendentes para nuestra vida cotidiana. El mismo Cristo nos enseña a hablar con el Padre y sus mismas palabras las repetimos una y otra vez después de 21 siglos ¿Hay herencia más hermosa y perdurable?

Jesús nos aconseja que huyamos de las palabras grandilocuentes, del exceso de verborrea cuando nos dirijamos a Dios y nos enseña una oración que tiene la sencillez del niño que le pide a su padre lo que necesita, que le demuestra su cariño y le solicita su apoyo en los temas realmente importantes: le alaba porque le ama (Santificado sea tu Nombre), le respeta (Hágase tu voluntad) le pide sustento (Danos el pan), le pide perdón de sus faltas (Perdona nuestras ofensas), pide su protección paternal (No nos dejes caer) y finalmente implora su ayuda para los casos desesperados (Líbranos del mal) ¿Existe oración más íntima y completa? Al final Cristo insiste a los Apóstoles en la necesidad de perdonar a los demás si queremos que el Padre nos perdone, digamos que sutilmente nos habla de una misericordia «de ida y vuelta», no podemos presentarnos ante Dios si nuestro corazón guarda rencores, si no hemos sido capaces de perdonar al hermano que nos ha hecho daño ¿con que fuerza podemos pedir perdón al Padre? Recordar la parábola del fariseo que reza en el templo en primera fila contando sus grandezas y buenas obras mientras al fondo, en un rincón, un hombre sencillo no se atreve ni a levantar la cabeza y no deja de pedir perdón: Esa debe ser nuestra actitud, la humildad ante Dios, el dolor por nuestras faltas y el perdón que debemos dar a quienes nos ofenden ¡Si hasta el mismo Cristo imploró el perdón desde la Cruz para sus verdugos!

Acabamos de comenzar la Cuaresma, tiempo fuerte de oración y conversión. Recemos todos los días un «Padre Nuestro con sentido evangélico», desde el fondo de nuestro corazón, como el niño que se refugia entre los brazos de su padre y practiquemos la misericordia, el perdón, con nuestros semejantes. Debemos buscar un momento de recogimiento, de intimidad con nuestro Padre del cielo para abrirle nuestro corazón en la seguridad y confianza de que seremos escuchados.

Martes de la I Semana de Cuaresma

Mt. 6, 7-15

No hay otro camino de oración cristiana que Cristo. Sea comunitaria o individual, vocal o interior, nuestra oración no tiene acceso al Padre más que si oramos en el Nombre de Jesús. La santa humanidad de Jesús es, pues, el camino por el que el Espíritu Santo nos enseña a orar a Dios como nuestro Padre. Por eso, antes que nada necesitamos convertirnos de nuestros pecados para unirnos, con un corazón indiviso, a Cristo. Quien se atreva a dirigirse al Padre en Nombre de Jesús, pero con el corazón manchado por la maldad, difícilmente podrá ser escuchado. Y no sólo hemos de ponernos en paz con Dios; también hemos de ponernos en paz con nuestro prójimo, no sólo perdonándole, sino aceptándole nuevamente en nuestro corazón, como Dios nos perdona y nos acepta como hijos suyos. La oración del Padre nuestro, que hoy nos enseña Jesús, no es sólo un llamar Padre a Dios y esperar de su providencia sus dones.

Es, antes que nada, un compromiso que nos lleva a caminar en el amor como hijos suyos y a compartir los dones de Dios: su Santidad, su Reino, su Voluntad salvadora, su Pan, su Perdón, su Fortaleza para no dejarnos vencer por la tentación y su Victoria sobre el malo, con todos aquellos que nos rodean, y que no sólo consideramos como nuestros prójimos, sino como hermanos nuestros. Por eso pidámosle al Señor que, en esta Cuaresma, nos dé un corazón renovado por su Espíritu, para que en verdad nos manifestemos como hijos suyos por medio de nuestras buenas obras.

El Señor nos reúne en la celebración de esta Eucaristía como un Padre que tiene en torno suyo a sus hijos. Dios nos quiere libres de toda división. Nos quiere santos, como Él es Santo. Tal vez vengamos con infinidad de peticiones y con la esperanza de ser escuchados por el Señor. ¿Venimos con el corazón en paz con Dios y en paz con el prójimo? Por eso, antes que nada nos hemos de humillar ante el Señor Dios nuestro, siempre rico en misericordia para con todos. Reconozcamos nuestras culpas y pidámosle perdón a Dios con un corazón sincero, dispuesto a retornar a Dios y a dejarse guiar por su Espíritu. Vengamos libres de todo odio y de toda división. Vengamos como hermanos que viven en paz y que trabajan por la paz. Y no sólo vivamos esa unidad querida por Cristo con los miembros de su Iglesia que nos hemos reunido en esta ocasión, sino con todas las personas, especialmente con aquellas con las que entramos continuamente en contacto en la vida diaria. Amemos a todos como Cristo nos ha amado a nosotros.

La Palabra que Dios ha pronunciado sobre nosotros no puede quedar infecunda en nuestra propia vida. Dios nos quiere como criaturas nuevas; más aún, nos quiere como hijos suyos, amados por Él por nuestra fidelidad a su voluntad. Así, transformados en Cristo, el Señor nos quiere enviar para que vayamos al mundo a procurar que su Palabra salvadora llegue a todos los hombres. Esta es la misión que Él nos confía. Y cuando volvamos nuevamente a reunirnos en torno al Señor para celebrar la Eucaristía, no podemos venir con las manos vacías. La Iglesia tiene como misión hacer que nuestro mundo sea fecundo en buenas obras. Ganar a todos para Cristo es lo que está en el horizonte final de nuestra fe en el Señor. Esta cuaresma debe despertar en nosotros no sólo el deseo de volver a Cristo, sino el deseo de darlo a conocer a todos para que todos no sólo lo invoquen, sino que lo tengan en verdad por Padre. Llevar a Cristo a los demás no sólo debe ser una tarea evangelizadora con las palabras. Si no sabemos compartir con los demás nuestros bienes, si no trabajamos para que desaparezca el mal en el mundo difícilmente podremos decir que somos el Reino y Familia de ese Dios que no sólo se nos manifiesta como Padre, y que nos quiere como hijos suyos fraternalmente unidos por el amor.

Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la gracia de abrir nuestro corazón a la escucha fiel de su Palabra, para meditarla amorosamente y para que, entendiéndola, fortalecidos con el Espíritu Santo podamos producir abundantes frutos de salvación para el bien de todos.

Martes de la I Semana de Cuaresma

Mt. 6, 7-15

Una mamá me comentaba con tristeza que había perdido toda comunicación con su hijo.  Se sentaban a la mesa y todo era un pesado silencio.  Respuestas de monosílabos, explicaciones cortas y evasivas.  Toda relación se había perdido.

Se preguntaba la mamá: ¿no sentirá que me duele en el corazón su silencio? ¿No sabrá cuanto lo amo?

Cristo nos habla de Dios, no como el ser lejano que merece toda nuestra honra, pero que no parecería familiar.  Cristo habla de Dios como el papá o la mamá que se acerca a sus hijos, que le gusta escucharlos, que le podemos contar todas nuestras pequeñeces, aunque a nosotros nos parezcan los más grandes problemas.

En estos días de cuaresma, la invitación es a hacer oración, no tanto a hacer oraciones llenando la cuaresma de prácticas piadosas, pero evitamos a hablar de lo que tenemos en el corazón.  Jesús pone el dedo en la llaga y nos ofrece el Padrenuestro como modelo de oración.  No se puede recitar de una manera individualista, como si Dios fuera sólo Padre mío o me lo apropiara para mis intereses.

El Padrenuestro se recita en comunidad, para sentir que es Padrenuestro, de todos, de los presentes y de los ausentes, de los lejanos y cercanos.

El egocentrismo ha entrado también en nuestra oración y pido a Dios conforme a mis caprichos individualistas y a veces hasta me disgusto porque no me concede mis peticiones.

Hoy, la oración del Padrenuestros nos propone un camino que está lejos de evadir los compromisos con la comunidad y que al contrario nos hace solidarios con todos los hombres.  Rompe la ambición egoísta de mi pan, para ponernos en la búsqueda del pan de todos.   Vas más allá de mis justificaciones individualistas y mis justificaciones personales, para invitarme a la reconciliación y al perdón en comunidad.

En silencio, lentamente, más con el corazón que con los labios, unidos a Jesús, recitemos hoy, una y otra vez el Padrenuestro y dejemos que el Señor cumpla en nosotros su voluntad.