Martes de la II Semana de Pascua

Hech 4, 32-37;

En la primera lectura de hoy, vemos un hermoso ideal de la vida cristiana.  La comunidad de los creyentes tenía un sólo corazón y una sola alma y todo lo poseían en común.  Aquel grupo de creyentes en Jerusalén era tan pequeño, que reinaba en él un ambiente de familia.  Las condiciones en las que vivían eran ideales, puesto que, a través del bautismo habían llegado a ser hijos de Dios, hermanos y hermanas entre sí.  Verdaderamente formaban una familia.

Nuestras circunstancias son muy distintas.  La Iglesia es ahora, verdaderamente católica, es decir, universal.  Es imposible incluso conocer a todos los católicos de una parroquia.  El sistema económico es complejo; tiene como base un espíritu de competencia muy elaborado, que se complica por el sistema de impuestos; todo lo cual hace que prácticamente esté fuera de nuestro control.  Para algunos, ganar dinero es una manera de vivir más que un medio para sostenerse y, con frecuencia, el nivel social depende de lo que gana cada uno.  En pocas palabras, nuestra sociedad es materialista.  Dentro de ese contexto y en abierta oposición a los valores que defiende el Evangelio nos parece fuera de la realidad el hecho de modelar nuestras vidas de acuerdo con la de la comunidad de Jerusalén, formada por generosos cristianos dedicados totalmente a Dios y a los demás.

Hay algunos miembros de la Iglesia que hacen el intento de seguir los ideales de aquella comunidad de Jerusalén, entrando a alguna orden religiosa o haciendo voto de pobreza.  Pero, por supuesto, ésa no es la vocación de todos los cristianos.  De todas maneras, Dios nos ha llamado para que vivamos con un espíritu familiar, compartiendo todo sin egoísmos y con atenciones y preocupaciones mutuas.  Seguramente que no debemos pasar por alto esos ideales como algo imposible de realizar en nuestro mundo actual.

En la misa tenemos un modelo ideal de la vida cristiana, así como la fuente de fortaleza para que podamos poner en práctica ese ideal.  A la Misa venimos juntos como gente de fe.  Gratuitamente recibimos el más precioso alimento espiritual de manos de Dios, que nos alimenta como un Padre amoroso.  Este alimento espiritual, que es el cuerpo y la sangre del Hijo de Dios, nos une como un solo cuerpo y un solo espíritu en Cristo.  Para celebrar con verdad la Misa, debemos tener un amor sin egoísmos y una preocupación constante por todos los demás.

Jn 3, 7-15

¿Cómo podemos ver en una cruz un signo de Salvación, de Verdad, de Esperanza? ¿Cómo creer en Quién por amor está dispuesto a dar la vida en semejante suplicio infamante? ¿Y cómo ver a Dios en el que Traspasaron? Nicodemo era un maestro de la Ley, inteligente, temeroso de Dios y abierto a las novedades teológicas. Era de noche, sin embargo, cuando va a ver a Jesús…para que no lo vean o, como dirían los exégetas, porque la noche estaba arraigada todavía en su corazón.

Ante estas preguntas y esta actitud, plenamente actuales, Jesús invita a dejar todos nuestros presupuestos aprendidos de Dios… y “nacer de nuevo”, confiar en la acción del Espíritu que ha hecho posible la Encarnación y que cada día espera paciente en nuestro corazón para que nos abramos a su Gracia.

Es complicado para Nicodemo, pero también para nosotros, cristianos, “nacer de nuevo”, nacer a la novedad de Dios que se nos presenta cada día en una oferta de amor, en una interpelación desde la realidad, especialmente desde los gritos acallados de quienes experimentan la pobreza de pan y de verdad, la injusticia, el odio, la discriminación.

Nuestro padre Santo Domingo experimentó en cierto modo su personal “nacer de nuevo” ante la situación de la herejía en el sur de Francia. Dejándose guiar por el Espíritu, puso fin a su prometedora carrera eclesiástica y se dedicó a una nueva Predicación de la Gracia en que fue capaz de “ver” al Señor en los cátaros buscadores de Evangelio y, al mismo tiempo, “hacer ver”, involucrar en esta naciente y santa Predicación a la primera familia de la Orden.

“El cristianismo no es una doctrina filosófica, no es un programa de vida para sobrevivir, para ser educados, para hacer las paces. Estas son las consecuencias. El cristianismo es una persona, una persona elevada en la Cruz, una persona que se aniquiló a sí misma para salvarnos; se ha hecho pecado. Y así como en el desierto ha sido elevado el pecado, aquí que se ha elevado Dios, hecho hombre y hecho pecado por nosotros. Y todos nuestros pecados estaban allí. No se entiende el cristianismo sin comprender esta profunda humillación del Hijo de Dios, que se humilló a sí mismo convirtiéndose en siervo hasta la muerte y muerte de cruz, para servir.”

Martes de la II Semana de Pascua

Hech 4, 32-37

El retrato de la primitiva comunidad que hemos contemplado hoy no es una fotografía de la situación real, pues la comunidad primitiva también estaba constituida por hombres con debilidad y pecado, sino el proyecto ideal al que toda comunidad cristiana tiene que mirar para comparar su situación real y avanzar hacia la situación que quiere el Señor.

La fe en el Señor Jesús viviente y actuante, se manifiesta en el testimonio apostólico, la predicación apoyada en los prodigios que obraban; pero estaba otro testimonio tan importante como el primero: la unidad en el Señor: «Un solo corazón y una sola alma», que se expresa hasta en la comunidad de bienes.  Hoy escuchamos el ejemplo en positivo de José Bernabé.

Nuestra comunidad ¿está tendiendo efectivamente a parecerse a ese relato ideal trazado por el Señor?

Jn 3, 7-15

Escuchamos la segunda parte del diálogo entre Jesús y Nicodemo.

Mientras Jesús hablaba de un nacimiento nuevo, totalmente distinto del primero.  Nicodemo entendía un renacer biológico.

Por esto Jesús lo dirige al motor de este movimiento, al que por su mismo nombre, Espíritu-Viento, se manifiesta como fuerza, como vida nueva, como dinamismo transformador.

Jesús habla de sí mismo y se manifiesta como el testigo supremo de Dios; la expresión viviente, tangible y sensible del Dios infinito e inefable.  Él es el Salvador y Redentor del mundo.  La imagen profética de la serpiente de bronce manifiesta a Jesús crucificado-glorificado-salvador.

La palabra nos ilumina, el sacramento nos vivifica; demos testimonio eficaz.

Martes de la II Semana de Pascua

Jn 3, 7-15

¿Cómo podemos ver en una cruz un signo de Salvación, de Verdad, de Esperanza? ¿Cómo creer en Quién por amor está dispuesto a dar la vida en semejante suplicio infamante? ¿Y cómo ver a Dios en el que Traspasaron? Nicodemo era un maestro de la Ley, inteligente, temeroso de Dios y abierto a las novedades teológicas. Era de noche, sin embargo, cuando va a ver a Jesús…para que no lo vean o, como dirían los exégetas, porque la noche estaba arraigada todavía en su corazón.

Ante estas preguntas y esta actitud, plenamente actuales, Jesús invita a dejar todos nuestros presupuestos aprendidos de Dios… y “nacer de nuevo”, confiar en la acción del Espíritu que ha hecho posible la Encarnación y que cada día espera paciente en nuestro corazón para que nos abramos a su Gracia.

Es complicado para Nicodemo, pero también para nosotros, cristianos, “nacer de nuevo”, nacer a la novedad de Dios que se nos presenta cada día en una oferta de amor, en una interpelación desde la realidad, especialmente desde los gritos acallados de quienes experimentan la pobreza de pan y de verdad, la injusticia, el odio, la discriminación.

Nuestro padre Santo Domingo experimentó en cierto modo su personal “nacer de nuevo” ante la situación de la herejía en el sur de Francia. Dejándose guiar por el Espíritu, puso fin a su prometedora carrera eclesiástica y se dedicó a una nueva Predicación de la Gracia en que fue capaz de “ver” al Señor en los cátaros buscadores de Evangelio y, al mismo tiempo, “hacer ver”, involucrar en esta naciente y santa Predicación a la primera familia de la Orden.

“El cristianismo no es una doctrina filosófica, no es un programa de vida para sobrevivir, para ser educados, para hacer las paces. Estas son las consecuencias. El cristianismo es una persona, una persona elevada en la Cruz, una persona que se aniquiló a sí misma para salvarnos; se ha hecho pecado. Y así como en el desierto ha sido elevado el pecado, aquí que se ha elevado Dios, hecho hombre y hecho pecado por nosotros. Y todos nuestros pecados estaban allí. No se entiende el cristianismo sin comprender esta profunda humillación del Hijo de Dios, que se humilló a sí mismo convirtiéndose en siervo hasta la muerte y muerte de cruz, para servir.”

Martes de la II Semana de Pascua

Jn 3, 7-15

Si contemplamos la escena que nos presenta hoy la narración de los hechos de los apóstoles, en la primera lectura, podremos comprender mejor las expresiones que dejan atónito, no solo a Nicodemo sino también a todos nosotros.

No podían imaginar los israelitas que el cumplimiento de la ley, alcanzara su plenitud en la vida presentada como ideal en los Hechos de los Apóstoles: Vivían con un solo corazón y una sola alma. El amor a Dios hecho fraternidad resume la práctica de todos los mandamientos.

El dar testimonio de la resurrección, no con palabras, sino con los signos que todos podían contemplar, era el mejor anuncio del Reino de Dios. Y detrás de todo esto como motor y fuente el Espíritu Santo.

Podrían parecernos muy abstractas las palabras que hoy nos ofrece el Evangelio, pero si tomamos en cuenta que el viento es uno de los signos de la presencia del Espíritu, estaremos en camino de comprenderlo mejor.

El que nace del Espíritu, es una persona libre, sin ataduras que rompe los esquemas, que abre caminos.

La contraposición entre cielo y tierra es muy clara. Hay personas inteligentísimas, sin más, que tienen sus objetivos puestos en las cosas del mundo. Jesús propone otros valores; propone otra forma de vivir. Solo mediante el viento, el Espíritu Santo, que no proviene de la tierra sino del cielo, podremos construir un mundo nuevo.

Cuando nos mueven intereses económicos, materiales, mezquinos podemos tener una gran unión, pero no tendremos un solo corazón. Cuando nos mueve el Espíritu lograra que tengamos un solo corazón y una sola alma.

Es necesario revisar como hemos abierto el corazón al Espíritu y si estamos dispuestos a dejarnos mover por su fuerza, o si nosotros lo queremos manipular.

Hoy, busquemos un momento de silencio para sentir la brisa del viento y dejarme invadir por la presencia del Espíritu.

¿Estoy viviendo de acuerdo a lo que quiere Jesús? ¿Mis valores son mezquinos, egoístas?

Que el Espíritu Santo venga y nos llene de su fuerza, de su sabiduría.

Martes de la II Semana de Pascua

Jn 3, 7-15

Acabamos de leer en el Evangelio: «Jesús dijo a Nicodemo: tenéis que nacer de nuevo». Entonces «Nicodemo le preguntó: ¿Cómo puede suceder eso?». Una pregunta que también nosotros nos hacemos. Jesús habla de “renacer de lo alto” y ahí está el vínculo entre la Pascua y el renacer. Solo podemos renacer de ese poco que somos, de nuestra existencia pecadora, con la ayuda de la misma fuerza que hizo resucitar al Señor: con la fuerza de Dios y, por eso, el Señor nos envió al Espíritu Santo. ¡Solos no podemos!

El mensaje de la Resurrección del Señor es el don del Espíritu Santo y, de hecho, en la primera aparición de Jesús a los apóstoles, el mismo domingo de la Resurrección, les dice: «Recibid el Espíritu Santo». ¡Esa es la fuerza! No podemos nada sin el Espíritu, pues la vida cristiana no es solo comportarse bien, hacer esto, no hacer aquello. Podemos hacer eso, hasta podemos escribir nuestra vida con “caligrafía inglesa”, pero la vida cristiana renace del Espíritu y, por tanto, hay que dejarle sitio.

Es el Espíritu quien nos hace resurgir de nuestras limitaciones, de nuestras “muertes”, porque tenemos tantas, tantas necrosis en nuestra vida, en el alma. El mensaje de la resurrección es el de Jesús a Nicodemo: hay que renacer. ¿Y cómo se deja sitio al Espíritu? Una vida cristiana, que se dice cristiana, pero que no deja espacio al Espíritu ni se deja llevar por el Espíritu es una vida pagana, disfrazada de cristiana. El Espíritu es el protagonista de la vida cristiana, el Espíritu –el Espíritu Santo– que está con nosotros, nos acompaña, nos transforma, vence con nosotros.

Continúa el Evangelio: «Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre», es decir, Jesús. Él ha bajado del cielo. Y Él, en el momento de la resurrección, nos dice: «Recibid el Espíritu Santo», será el compañero de la vida cristiana. Por tanto, no puede haber una vida cristiana sin el Espíritu Santo, que es el compañero de cada día, don del Padre, don de Jesús.

Pidamos al Señor que nos dé esa conciencia de que no se puede ser cristiano sin caminar con el Espíritu Santo, sin actuar con el Espíritu Santo, sin dejar que el Espíritu Santo sea el protagonista de nuestra vida. Así pues, hay que preguntarse qué lugar ocupa en nuestra vida, porque –repito– no puedes caminar por una vida cristiana sin el Espíritu Santo. Hay que pedir al Señor la gracia de entender este mensaje: ¡nuestro compañero de camino es el Espíritu Santo!

Martes de la II semana de Pascua

Jn 3, 7-15

Si contemplamos la escena que nos presenta hoy la narración de los hechos de los apóstoles, en la primera lectura, podremos comprender mejor las expresiones que dejan atónito, no solo a Nicodemo sino también a todos nosotros. 

No podían imaginar los israelitas que el cumplimiento de la ley, alcanzara su plenitud en la vida presentada como ideal en los Hechos de los Apóstoles: Vivían con un solo corazón y una sola alma. El amor a Dios hecho fraternidad resume la práctica de todos los mandamientos. 

El dar testimonio de la resurrección, no con palabras, sino con los signos que todos podían contemplar, era el mejor anuncio del Reino de Dios. Y detrás de todo esto como motor y fuente el Espíritu Santo. 

Podrían parecernos muy abstractas las palabras que hoy nos ofrece el Evangelio, pero si tomamos en cuenta que el viento es uno de los signos de la presencia del Espíritu, estaremos en camino de comprenderlo mejor. 

El que nace del Espíritu, es una persona libre, sin ataduras que rompe los esquemas, que abre caminos. 

La contraposición entre cielo y tierra es muy clara. Hay personas inteligentísimas, sin más, que tienen sus objetivos puestos en las cosas del mundo. Jesús propone otros valores; propone otra forma de vivir. Solo mediante el viento, el Espíritu Santo, que no proviene de la tierra sino del cielo, podremos construir un mundo nuevo. 

Cuando nos mueven intereses económicos, materiales, mezquinos podemos tener una gran unión, pero no tendremos un solo corazón. Cuando nos mueve el Espíritu lograra que tengamos un solo corazón y una sola alma. 

Es necesario revisar como hemos abierto el corazón al Espíritu y si estamos dispuestos a dejarnos mover por su fuerza, o si nosotros lo queremos manipular. 

Hoy, busquemos un momento de silencio para sentir la brisa del viento y dejarme invadir por la presencia del Espíritu. 

¿Estoy viviendo de acuerdo a lo que quiere Jesús? ¿Mis valores son mezquinos, egoístas? 

Que el Espíritu Santo venga y nos llene de su fuerza, de su sabiduría.