Martes de la V Semana de Cuaresma

Num 21, 4-9

Dios conoce perfectamente nuestra debilidad y nuestra inclinación al pecado, por eso de la misma manera como en el desierto proveyó la medicina para que el pueblo no muriera por el veneno de la serpiente, así también en la cruz de Cristo, representada por esta serpiente puesta sobre el palo, el mundo encuentra el antídoto para no morir por el veneno del pecado.

A diferencia de la serpiente en el palo levantada por Moisés, Cristo levantado en la cruz es en sí mismo la fuente misma de la vida. Cuando el hombre, con una mirada de fe, dirige sus ojos a Cristo crucificado (no únicamente la cruz), se siente movido profundamente a reconocer en Él la muestra más grande del amor de Dios; pero al mismo tiempo a cambiar de vida y a imitar a aquel que contempla.

Las grandes conversiones de muchos hombres y mujeres a lo largo de la historia se han dado de rodillas ante un Cristo. Si de verdad quieres crecer en el amor a Dios y en tu vida de conversión, dedica unos minutos de tu día a orar de rodillas delante de un Cristo, verás lo que el amor de Dios es capaz de hacer por ti.

Jn 8, 21-30

Cristo nos desvela el secreto de su éxito. Es sencillo, basta cumplir la voluntad de Dios. Eso es todo. Nos lo dice clarísimo: “Yo hago siempre lo que a Él le agrada”. Esto podría ser el resumen de la vida de Jesús.

No hay que ser ingenuos y creer que ya todo está resuelto. El camino de la voluntad de Dios, en algunos momentos, es duro. No todo es coser y cantar. Pero en nuestro peregrinar por la voluntad de Dios no vamos solos. Podrá haber situaciones oscuras, ásperas, pero Dios no nos faltará. El secreto es no desviarse del camino, ni a derecha ni a izquierda. Aparecerán atajos tentadores, guías espontáneos que intentarán llevarnos por otros senderos. Pero el camino ya está decidido.

En este camino, la cruz es el punto de referencia. Es un faro en nuestro peregrinar. El que quiera venir en pos de mí, tome su cruz cada día y sígame. Ciertamente debemos estar atentos a seguir el camino verdadero. Por eso Jesús nos dejó a su Iglesia, para guiarnos por el sendero de la voluntad de Dios. Ellos son los verdaderos guías que nos podrán señalar el sendero de salvación. Basta ser sinceros en la entrega y una vez claro el camino, seguir sin desviarse.

Pensemos cuantas cosas pasarían en nuestra vida, en nuestros enfermos si nosotros tuviéramos la fe del Centurión, y viéramos en la hostia a «Yo Soy», al mismo Jesús, para quien todo es posible. Ojalá y, como en el evangelio, después de estas palabras muchos crean en Él.

Martes de la V Semana de Cuaresma

Jn 8, 21-30

En este fragmento de Juan, seguimos percibiendo el desencuentro de Jesús con los fariseos. Son dos visiones contrapuestas de entender el destino de Jesús y el mensaje de Dios. No podemos acercarnos a la salvación de Dios desde una visión mundana y terrena de la vida. Si no nos entregamos al sentir de Dios no somos capaces de vencer el pecado y la muerte. Por eso Jesús les dice: si no creéis que yo soy, moriréis por vuestros pecados. Yo comunico al mundo lo que he aprendido de Él. Esta es la clave del misterio de Jesús. Toda su vida está en función de la voluntad del Padre, hasta su final cuando sea levantado en la cruz. Y desde esa cruz cobra sentido la misión de Jesús y toda nuestra existencia de cristianos. Como Jesús hemos de volcarnos en cumplir la voluntad del Padre, asumiendo cada uno su propia cruz así como Jesús la llevó a su cumplimiento. La cruz es signo del amor de Dios al hombre, que al entregar a su Hijo en la cruz, es fuente de vida y liberación total de nuestros pecados. Quien se encierra en sus criterios y no mira por encima del saber mundano, no puede llegar a comprender el verdadero sentido de la vida desde Dios. Si no superamos el egoísmo de nuestra perspectiva miope, no podremos ver al otro como alteridad salvada gratuitamente en Cristo. La cruz nos hermana como hijos de Dios. Hacer la voluntad de Dios supone estar en la perspectiva de la cruz, del anonadamiento personal para llevar a cabo la misión salvadora con Cristo. Entramos en la dinámica del amor de Dios que nos amó primero, y somos capaces de amar al prójimo, porque es el mandamiento y modelo que Dios nos pide ¿Pero qué significa este mandamiento del amor desde la perspectiva de la cruz? Solidarizarse con todos estos hermanos nuestros victimas del desprecio y marginación del mundo que habitan las fronteras del hambre, la enfermedad, la miseria o la marginación. En ellos, y con ellos sufre la pasión Jesús, y sufrimos nosotros el desprecio hacia el amor de Dios. Optar por la salvación de los marginados es fortalecer nuestra fe en Jesús y realizar el Reino de Dios en este mundo.

Aliviemos el dolor y descontento que nos rodea, para acercar la salvación de Dios a nuestro mundo.

Martes de la V Semana de Cuaresma

Jn 8, 21-30

La serpiente ciertamente no es un animal simpático: siempre está asociado al mal. Hasta en la revelación la serpiente es precisamente el animal que usa el diablo para inducir al pecado. En el Apocalipsis se llama al diablo “serpiente antigua”, la que desde el inicio muerde, envenena, destruye, mata. Por eso no puede tener éxito. Si quiere tener éxito como alguien que ofrece cosas hermosas, eso son fantasías: las creemos y por eso pecamos. Es lo que le pasó al pueblo de Israel: no soportó el viaje. Estaba cansado. Y el pueblo habló contra Dios y contra Moisés. Es siempre la misma música, ¿no? «¿Por qué nos has sacado de Egipto para morir en el desierto? No tenemos ni pan ni agua, y nos da náuseas ese pan sin sustancia» (Nm 21,4). Y la imaginación –lo hemos leído en los días pasados– va siempre a Egipto: “Allí estábamos bien, comíamos bien…”. Y parece que el Señor no soportó al pueblo en ese momento. Se enfadó: la ira de Dios se deja ver, a veces… Entonces, «el Señor envió contra el pueblo serpientes abrasadoras, que los mordían, y murieron muchos de Israel» (Nm 21,5). En aquel momento, la serpiente es siempre la imagen del mal: el pueblo ve en la serpiente el pecado, ve en la serpiente lo que ha hecho mal. Y viene a Moisés y dice: «Hemos pecado hablando contra el Señor y contra ti; reza al Señor para que aparte de nosotros las serpientes» (Nm 21,7). Se arrepiente. Esa es la historia en el desierto. Moisés rezó por el pueblo y el Señor dijo a Moisés: «Haz una serpiente abrasadora y colócala en un estandarte: los mordidos de serpientes quedarán sanos al mirarla» (Nm 21,8).

A mí se me ocurre pensar: pero eso, ¿no es una idolatría? Está la serpiente allí, un ídolo, que me da la salud… No se entiende. Lógicamente no se entiende, porque es una profecía, un anuncio de lo que pasará. Porque hemos oído también como profecía cercana, en el Evangelio: «Cuando levantéis en alto al Hijo del hombre, sabréis que “Yo soy”, y que no hago nada por mi cuenta». Jesús levantado: en la cruz. Moisés hace una serpiente y la levanta. Jesús será alzado, como la serpiente, para dar la salvación. Pero el núcleo de la profecía es precisamente que Jesús se hizo pecado por nosotros. No pecó: se hizo pecado. Como dice San Pedro en su Carta: “Cargó con nuestros pecados”. Y cuando miramos el crucifijo, pensamos en el Señor que sufre: todo eso es cierto. Pero nos paramos antes de llegar al centro de esa verdad: en ese momento, Tú pareces el pecador más grande, te has hecho pecado. Tomó sobre sí todos nuestros pecados, se anonadó. La cruz, cierto, es un suplicio, es la venganza de los doctores de la Ley, de los que no querían a Jesús: todo eso es cierto. Pero la verdad que viene de Dios es que Él vino al mundo para cargar con nuestros pecados hasta hacerse pecado, todo pecado. Nuestros pecados están ahí.

Debemos habituarnos a mira al crucifijo bajo esta luz, que es la más verdadera, es la luz de la redención. En Jesús hecho pecado vemos la derrota total de Cristo. No disimula morir, no aparenta sufrir, solo, abandonado… “Padre, ¿por qué me has abandonado?”. Una serpiente: yo soy alzado como una serpiente, como eso que es todo pecado.

No es fácil entender esto y, si lo pensamos, jamás llegaremos a una conclusión. Solo contemplar, rezar y dar gracias.

Martes de la V Semana de Cuaresma

Jn 8, 21-30

¿Cómo librarse del mal en nuestros días? Todos hemos sentido la impotencia ante las estructuras del pecado y ante la cultura de muerte. El pueblo de Israel lo experimentaba en su diario caminar y descubría los males que le aquejaban externa e internamente. Y unía, en su pensamiento religioso, las dos vertientes del mal: las picaduras de la serpiente no sólo eran graves por la muerte que podían traer, sino también porque eran expresión de la murmuración, de la falta de fe y de las dudas de aquel pueblo.

Una serpiente de bronce levantada en lo alto, pretendía no que volvieran los ojos a la serpiente, sino que arrepintiéndose volvieran sus ojos al Dios que los había liberado de la esclavitud y que ahora los acompaña en el camino del desierto a pesar de las infidelidades del pueblo.

Jesús retoma esta imagen y se la aplica a sí mismo: será levantado en alto y quienes lo miren reconocerán que “Él es”.  Y establece una clara diferencia entre los criterios de Dios y los criterios del mundo y la supremacía de su amor y su verdad. Al ser levantado en lo alto nos manifiesta que está por encima de los valores del mundo y que podemos, con su fortaleza, vencer también nosotros el mal.

Las dudas del pueblo de Israel, el recuerdo de lo que comían en la esclavitud, las dificultades del desierto, lo hacían tambalearse y son muy parecidas a las dificultades y problemas que hoy tenemos y que nos hacen dudar. La mirada llena de confianza que dirigían los israelitas hacia la serpiente, es la misma mirada que el pueblo en busca de salvación dirige a su único Salvador Jesús. Utiliza Jesús esta imagen de la serpiente ante los judíos que lo critican y cuestionan su autoridad y no aceptan su mensaje.

Hoy también estas palabras se dirigen a nosotros que sufrimos, que nos atemorizamos y que dudamos ante la ola de violencia, de corrupción que parece inundarnos.

Que estos días de cuaresma, ya tan cercanos a la semana santa, dirijamos nuestra mirada a Jesús clavado en la cruz, como signo de salvación verdadera. No solamente en una contemplación, como lo hemos puesto en lo alto de muchos de nuestros cerros y construcciones, sino con un cambio verdadero de corazón, con una conversión sincera y con un recuerdo permanente de su amor por nosotros.

Martes de la V semana de Cuaresma

Jn 8, 21-30

Al Padre, sólo el Hijo lo conoce: Jesús conoce al Padre. En efecto, es muy grande la unión entre ellos: Él es la imagen del Padre; es la cercanía de la ternura del Padre a nosotros. Y el Padre se acerca a nosotros en Jesús.

Jesús repitió muchas veces: «Padre, que todos sean uno, como tú en mí y yo en ti». Y prometió el Espíritu Santo, porque precisamente el Espíritu Santo es quien hace esta unidad, como la hace entre el Padre y el Hijo.

El Padre, por lo tanto, fue revelado por Jesús: Él nos hace conocer al Padre; nos hace conocer esta vida interior que Él tiene. Y ¿a quién revela esto, el Padre?, ¿a quién da esta gracia?

La respuesta la da Jesús mismo, como dice san Lucas en su Evangelio: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a los pequeños».

Sólo quienes tienen el corazón como los pequeños son capaces de recibir esta revelación. Sólo el corazón humilde, manso, que siente la necesidad de rezar, de abrirse a Dios, que se siente pobre. En una palabra, sólo quien camina con la primera bienaventuranza: los pobres de espíritu.

Muchos pueden conocer la ciencia, la teología incluso. Pero si no hacen esta teología de rodillas, es decir, humildemente, como los pequeños, no comprenderán nada. Tal vez nos dirán muchas cosas pero no comprenderán nada. Porque sólo esta pobreza es capaz de recibir la revelación que el Padre da a través de Jesús, por medio de Jesús.

Y Jesús viene no como un capitán, un general del ejército, un gobernante poderoso, sino que viene como un brote, según la imagen de la lectura, tomada del libro del profeta Isaías (11, 1-10): «Pero brotará un renuevo del tronco de Jesé».

Por lo tanto, Él es el renuevo, es humilde, es manso, y vino para los humildes, para los mansos, a traer la salvación a los enfermos, a los pobres, a los oprimidos, como Él mismo dice en el cuarto capítulo de san Lucas al visitar la sinagoga de Nazaret.

Y Jesús vino precisamente para los marginados: Él se margina, no considera un valor innegociable ser igual a Dios. En efecto, se humilló a sí mismo, se anonadó. Él se marginó, se humilló para darnos el misterio del Padre y el suyo.

Pidamos la gracia al Señor de acercarnos más, más, más a su misterio, y de hacerlo por el camino que Él quiere que recorramos: la senda de la humildad, la senda de la mansedumbre, la senda de la pobreza, la senda de sentirnos pecadores Porque es así, Él viene a salvarnos, a liberarnos.