Martes de la V Semana de Pascua

Hech 14, 19-28

Algo que es necesario que recuperemos todos los cristianos, es el celo por la predicación y por la evangelización; el deseo ferviente de que todos los hombres conozcan la verdad de Jesús y vivan de acuerdo al evangelio.

Que recordemos que la vida evangélica y el seguimiento de Jesús nacen de la predicación y no de una legislación. Es necesario que el hombre escuche hablar de Jesús y que lo acepte personalmente, de modo que se llegue a convertir en un auténtico discípulo de Jesús.

En esto, tú y yo tenemos una gran responsabilidad, pues así como san Pablo, debemos aprovechar todo momento y toda circunstancia para hablar de Jesús, para invitar a nuestros amigos y familiares a tener un encuentro personal con Jesús.

Hablemos con valentía y sobre todo con amor, de aquello que ha cambiado nuestra vida, del mensaje que ilumina y llena de paz el corazón: No tengamos miedo de anunciar el Evangelio.

Jn 14, 27-31

Cristo se está despidiendo. Se acerca su pasión, morirá en la cruz por nosotros, y nos quiere dar las recomendaciones finales, nos quiere dejar las lecciones que Él considera más importantes.

Primero nos da su paz, y nos dice que no se turbe nuestro corazón porque «me voy pero volveré» y en otro pasaje: «yo estoy y estaré con ustedes, todos los días, hasta el final del mundo…»

En Él está nuestra paz, es más, Él es nuestra paz, y con Él a nuestro lado, ¿qué nos puede turbar?

Sólo nos podemos preocupar por aquello que afecte nuestra amistad con Él o nuestra salvación eterna, lo demás no es esencial. Sólo Dios, sólo Él.

Las últimas dos líneas de este pasaje son las más importantes: «…llega el príncipe de este mundo. No tiene ningún poder sobre mí, pero ha de saber el mundo que amo al Padre y que obro según me ha ordenado».

Dicho en palabras más claras, Cristo está diciendo que el demonio no tiene poder sobre Él, pero que va a morir en la cruz libremente porque quiere que aprendamos, que sepamos que lo más importante es amar a Dios, y amar es cumplir sus mandamientos, es obedecerle. Adán y Eva pecaron desobedeciendo, Cristo nos redimió obedeciendo, y obedeciendo por amor.

Martes de la V Semana de Pascua

Hech 14, 19-28

La gran oposición a la predicación de los apóstoles Pablo y Bernabé en esta primera misión llega al culmen de la lapidación.  En la lista de «trofeos» de su apostolado, Pablo mencionará esta lapidación (2Cor 11,25), que era el castigo especial para los blasfemos.  Esta gran tribulación no doblega a los apóstoles que pasan a Derbe, siguen predicando y de allí van a Listra, Iconio y Antioquia, es decir se meten en la boca del lobo. ¡Precisamente en Listra los habían atacado los judíos!, y a pesar de ello vuelven allí a seguir predicando.

El mensaje que transmiten es muy alentador, Pablo y Bernabé animan a los discípulos «diciéndoles que hay que pasar por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios».

En cada comunidad, Pablo y Bernabé «designaban presbíteros»  Estos presbíteros no eran en todo idénticos a los actuales miembros del segundo orden de la jerarquía, pero allí está el origen de los sacerdotes.

Los apóstoles regresaron a Antioquia dando cuenta de su trabajo.

Jn 14,27-31

Escuchamos el discurso de despedida de Jesús a sus discípulos.  El evangelio empezaba diciendo Jesús: «La paz les dejo, mi paz les doy.  No se la doy como la da el mundo».

¿Qué idea tenemos de la «paz»?  Muchas veces creemos que la paz es no ruido o nada que nos moleste; cuando estamos en un lugar silencioso y confortable decimos: «Qué paz».  Hablamos también de la paz de los sepulcros; ausencia de guerra; decimos: “déjame en paz».  Todo eso es apreciable, pero Jesús habla de algo más.  La paz bíblica es la síntesis de todos los bienes, de la plenitud y la armonía.  La paz es fruto de la resurrección: «Les he dicho todo esto para que tengan paz en mí (Jn 16,11).  Esta paz es producto de un esfuerzo, de una lucha continua, por esto también dirá Jesús: «no vine a traer la paz sino la lucha».

Tratemos de vivir según esa paz que Cristo vino a traer, la paz del corazón, la paz del espíritu.

Martes de la V Semana de Pascua

Jn 14, 27-31

En el evangelio de hoy Juan nos refleja la confusión y el despiste de los discípulos en los últimos días de Jesús. Un trabalenguas difícil de entender si no se lee desde la Resurrección de Jesús. El Maestro se está despidiendo y quiere transmitir su legado: Os dejo la paz de Dios y el amor del Padre. No es la paz del mundo, la ausencia de conflictos, la convivencia pacífica, el equilibrio contractual, sino esa otra paz que habita en el corazón del creyente. La paz que da amar al Padre y sentir el amor del Padre; querer hacer su voluntad, sabiendo que es el mayor bien que podemos recibir. Dios nos ama como Padre, con un amor compasivo y misericordioso, que nos acoge y sostiene, que nos da la paz interior y la fuerza necesaria para cumplir su voluntad. Jesús nos deja su paz, una paz que ha vencido al pecado y al Maligno, que implica un cambio en los valores del mundo.

Es un don de Dios, fruto del perdón y de la misericordia de Dios, que hemos de hacer presente en las relaciones y sociedades de nuestro mundo. Anunciar la resurrección del Señor, es llevar la paz a los corazones de la gente, es tener la valentía de transmitir el perdón y la misericordia que nos llegan con Jesús y que nos obligan a ser trabajadores de paz, a difundir la bienaventuranza de Dios: Dichosos los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios. La paz que se opone al mal, al odio, a la desigualdad, a la marginación. La paz que es fruto de la justicia y don de Dios. Es una enorme tarea que hemos heredado de Jesús. Llevar la paz al mundo significa que nos convertimos en mensajeros de una forma de vida al estilo de Jesús, una forma de comportarnos priorizando a los más pequeños, a los desclasados de la sociedad. Paz para hacer valer la justicia y la hermandad en nuestras vidas, para reclamar unas formas más justas de organización social, un nuevo equilibrio de valores, que permita que las personas interioricen el mensaje de salvación y puedan vivir de acuerdo a los planes de Dios. Así nuestro saludo de paz cobra sentido desde la serenidad interior que Dios nos da. Y hacemos que la paz se instale en nuestro mundo y entre nuestra gente.

¡Que la paz de Dios, el trabajo por los más pequeños, esté con todos nosotros¡

Martes de la V Semana de Pascua

Jn 14,27-31

El Señor, antes de irse, saluda a los suyos y les da el don de la paz, la paz del Señor: «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo». No se trata de la paz universal, esa paz sin guerras que todos queremos que haya siempre, sino de la paz del corazón, la paz del alma, la paz que cada uno tiene dentro. Y el Señor la da, pero subraya: «no como la da el mundo». ¿Cómo da el mundo la paz y cómo la da el Señor? ¿Son paces distintas? Sí. El mundo te da “paz interior”, estamos hablando de la paz de tu vida, de ese vivir con el “corazón en paz”. Te da la paz interior como posesión tuya, como algo que es tuyo y te aísla de los demás, te mantiene en ti, es una adquisición tuya: ¡tengo paz! Y tú, sin darte cuenta, te encierras en esa paz, una paz para ti, para uno, para cada uno; es una paz solitaria, es una paz que te deja tranquilo, incluso feliz. Y en esa tranquilidad, en esa felicidad te amodorra un poco, te anestesia y te hace quedarte contigo mismo en una cierta tranquilidad. Es un poco egoísta: la paz para mí, encerrada en mí. Así la da el mundo. Es una paz costosa porque debes cambiar continuamente los “instrumentos de paz”: cuando te entusiasma una cosa, te da paz una cosa, luego se acaba y debes encontrar otra… Es costosa porque es provisional y estéril.

En cambio, la paz que da Jesús es otra cosa. Es una paz que te pone en movimiento: no te aísla, te pone en movimiento, te hacer ir a los demás, crea comunidad, crea comunicación. La del mundo es costosa, la de Jesús es gratuita, es gratis; es un don del Señor: la paz del Señor. Es fecunda, te lleva siempre adelante. Un ejemplo del Evangelio que a mí me hace pensar cómo es la paz del mundo, es aquel señor que tenía los graneros llenos y la cosecha de aquel año parecía ser buenísima y pensó: “Pues tendré que construir otros almacenes, otros graneros para poner esto y luego estaré tranquilo… Es mi tranquilidad, con eso puedo vivir tranquilo”. “Necio, dice Dios, esta noche morirás”. Es una paz inmanente, que no te abre la puerta al más allá. En cambio, la paz del Señor es abierta, adonde Él fue, está abierta al Cielo, está abierta al Paraíso. Es una paz fecunda que se abre y lleva también a otros contigo al Paraíso.

Creo que nos ayudará pensar un poco: ¿cuál es mi paz, dónde encuentro yo paz? ¿En las cosas, en el bienestar, en los viajes, en las posesiones, en tantas cosas, o encuentro la paz como don del Señor? ¿Debo pagar la paz o la recibo gratis del Señor? ¿Cómo es mi paz? ¿Cuándo me falta algo me enfado? Esa no es la paz del Señor. Esa es una de las pruebas. ¿Estoy tranquilo en mi paz, “me duermo”? No es del Señor. ¿Estoy en paz y quiero comunicarla a los demás y llevar algo adelante? ¡Esa es la paz del Señor! También en los momentos malos, difíciles, ¿permanece en mí esa paz? Es del Señor. Y la paz del Señor es fecunda también para mí porque está llena de esperanza, es decir, mira al Cielo. La paz, la que nos da Jesús, es una paz para ahora y para el futuro. Es comenzar a vivir el Cielo, con la fecundidad del Cielo. No es anestesia. La otra sí: tú te anestesias con las cosas del mundo y cuando la dosis de esa anestesia se acaba, te tomas otra y otra y otra… Esta es una paz definitiva, fecunda y contagiosa. No es narcisista, porque siempre mira al Señor. La otra mira a ti, es un poco narcisista.

Que el Señor nos dé esa paz llena de esperanza, que nos hace fecundos, nos hace comunicativos con los demás, que crea comunidad y que siempre mira a la definitiva paz del Paraíso.

Martes de la V Semana de Pascua

Jn 14, 27-31

Cristo se está despidiendo. Se acerca su pasión, morirá en la cruz por nosotros, y nos quiere dar las recomendaciones finales, nos quiere dejar las lecciones que Él considera más importantes.

Primero nos da su paz.  Como quisiéramos que estas palabras de Jesús se hicieran realidad en este día, cómo necesitamos la paz.  Las encuestas, los comentarios, las esperanzas o las desesperanzas están fuertemente relacionados con la inseguridad, con el crimen, con la corrupción.  Hemos perdido la paz y queremos que Cristo hoy nos proporcione esa paz y entendemos claramente que no es la paz del mundo que se basa en las armas, en los castigos, en las penas y en las venganzas.

Queremos esa paz que brota del interior de la persona porque está tranquila nuestra conciencia.  Queremos esa paz y serenidad que se siente cuando se mira el rostro del otro y se descubre la sonrisa y el gesto en sus manos. Queremos esa paz donde la pareja dialoga, se apoya, se perdona y se entienden. Queremos encontrar la verdadera paz del hogar, donde cada casa sea un nido de amor y no una cueva de agresiones y discusiones.

Las protestas y marchas que se dan en nuestra sociedad, parecen tener un mismo objetivo que en silencio grita paz.  Pero es que no hemos entendido, ni aceptado la paz que Jesús propone.  Cuando Él habla de que la felicidad se encuentra en el servicio, nosotros decimos que se encuentra en el poder.  Cuando Él nos enseña que el que quiera ser el mayor se haga el último, nosotros nos peleamos por ser los primeros.  Cuando Él reconoce en cada persona un hermano, nosotros descubrimos un enemigo o a alguien a quien utilizar para nuestros propósitos. Cuando Él habla del perdón, del amor, de la reconciliación, nosotros hablamos de venganza, de indemnizaciones y de egoísmo.

Hemos puesto en nuestro corazón bienes y ambiciones que no nos conducen a la paz, y después nos asustamos que nuestro corazón esté angustiado.

Hemos enseñado que vale más quien más tiene y después nos horrorizamos de los crímenes en las luchas de poder.  Ponemos nuestras esperanzas en el dinero y en el placer y después nos descubrimos huecos, vacíos y sedientos.

Hoy, Señor Jesús queremos pedirte que nos otorgues esa paz que prometiste, ya sabemos que no la hemos merecido y que nos hemos equivocado en nuestros caminos, pero insistimos en que queremos tu paz.  Tú purifica nuestro corazón, renuévalo y concédenos tu paz. 

Martes de la V semana de Pascua

Jn 14,27-31

Quizás uno de los regalos más grandes que Jesús nos ha dejado, sea la paz. La paz profunda en el corazón que hace que el hombre, aun en medio da las más duras pruebas, no se sienta turbado ni con miedo. 

La paz de Dios es una paz diferente a la que de ordinario se busca. Es un don divino que produce en el cristiano la certeza de la presencia de Dios y de la ayuda divina. No es una paz artificial producto del no afrontar nuestras responsabilidades y compromisos, paz que muchas veces es cobardía o evasión. 

Un rostro sereno en medio de una tormenta, de una crisis, es la mejor señal de la presencia de Dios en él. 

Algo que ha asombrado a los hombres de ciencia que han estudiado la «Sabana de Turín» o «Sabana Santa», es la enorme paz que refleja el rostro del hombre «retratado» en este lienzo. 

Un hombre que al parecer fue martirizado de una manera atroz y que sin embargo muere con un rostro sereno. Es una paz que se consigue haciendo la guerra a nuestro egoísmo a fin de dar espacio al Espíritu, para que éste crezca en nosotros y nos pacifique interiormente. 

Te invito a que le pidas al Señor esta paz, la paz que hace de nuestra vida, preámbulo del cielo.