Martes de la VI Semana de Pascua

Hch 16, 22-34

Definitivamente que no hay experiencia más gozosa en el hombre que la que produce Dios en el corazón del creyente… y en aquel que lo lleva a la fe.

En este pasaje, en el cual hemos visto cómo Dios toca el corazón del carcelero y lo lleva a la fe, podemos percibir el gozo que se generó no solo en el hombre sino en Pablo y Silas, de tal modo que después de curarles las heridas preparó una fiesta, por el hecho de «haber creído».

Por ello te invito a que vayas perdiendo el miedo de hablar de Jesús, de aprovechar toda oportunidad que Dios te presenta para ser su testigo y para ayudar a tu comunidad a conocer y a amar a Dios. Yo te aseguro que no cabrás de gozo el día que Dios te conceda que por tu medio otros hermanos lleguen a aceptar la vida conforme al Evangelio.

Jn 16, 5-11

El Señor, en el Evangelio de hoy nos habla de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo que Jesús nos envía para no dejarnos solos. El mismo Jesús dice en este Evangelio a sus discípulos que no estén tristes. Que les conviene que Él se vaya porque entonces vendrá el Intercesor.

Por eso, es importante tratar de acercarnos a esa tercera persona de la Santísima Trinidad. Es una necesidad el que nos acerquemos a Él porque esa tercera persona divina es la presencia actual de Dios entre nosotros. Nuestra fe tiene su centro en Jesucristo, Dios que se hizo hombre para salvarnos y devolver a la humanidad la relación quebrantada por el pecado. Pero es el mismo Cristo quien nos prometió el Espíritu Santo y nos regaló su presencia. Y es el Espíritu Santo quien nos lleva a Jesús, y Jesús que nos lleva al Padre.

Dios Padre, en su querer acercarse al hombre, envía a su Hijo. Jesús es Dios, es Dios compartiendo su vida con la humanidad. Jesús es la voz, la palabra y el rostro visible del Padre. Él mismo lo dice: “Quien me ve a mí, ve al Padre”. Pero cuando Jesús cumple su etapa en el mundo, no nos deja solos, nos deja a su enviado, al Espíritu Santo. Cuando nosotros percibimos, vemos, oímos y sentimos al Espíritu, percibimos, vemos, oímos y sentimos a Jesús. El Espíritu Santo es para el hombre de hoy una presencia tan concreta como lo era Jesús para los apóstoles y discípulos que compartieron su vida.

Nuestro camino para llegar a Jesús es el Espíritu Santo tal como Jesús es camino, verdad y vida para llegar al Padre. El Espíritu Santo es quien nos permite comprender el mensaje el Evangelio. El Espíritu Santo es don…, es regalo…, es gracia…, que Dios da al hombre. Es el mismo “Dios” que “se da” al hombre en la plenitud de su esencia divina.

Por esto, es necesario estar abiertos a la acción del Espíritu Santo. Y esa necesidad debe ser para todos los creyentes. Estar abiertos a la acción del Espíritu Santo, no es una modalidad de algún grupo de Iglesia, es un rasgo que debe ser común a todos. Es hora de tomar conciencia de este aspecto del mensaje de Jesús. En este pasaje del Evangelio Jesús mismo dice a sus discípulos y a nosotros que el Espíritu Santo es quien nos va a acompañar durante nuestra peregrinación en el mundo.

Martes de la VI Semana de Pascua

Hech 16, 22-34

El Señor había dicho a sus discípulos que sufrirían al igual que Él, persecuciones y contradicciones.  El dar testimonio del Señor es seguir su propio camino de entrega y despojamiento como expresión de amor a Dios y a los demás.

Pablo y Silas, molidos a azotes, con los pies en un cepo, cantan himnos al Señor, ¿qué pensarían los otros presos al escucharlos?, ¿locos?, ¿fanáticos?

Con mayor razón pudieron ser tachados de esto mismo al no aprovechar la ocasión para huir.

La reacción del carcelero, «¿qué debo hacer?», es la consecuencia de tantas  cosas extraordinarias.

Y luego el camino de la Iglesia, la evangelización, «les explicaron la palabra del Señor y el rito sacramental», «se bautizó él con todos los suyos», y el convivio familiar.  La Iglesia se va construyendo.

Jn 16,5-11

Jesús está a muy poco tiempo de su muerte, los discípulos lo presienten y la tristeza los agobia.

De nuevo aparece la paradoja de la Pascua: de la muerte brota la vida, la gloria, de la humillación.

«Les conviene que Yo me vaya»; el don del Espíritu Santo es la coronación y el completamiento de su obra.  Él es el testigo supremo cuyo testimonio será indispensable para que los apóstoles y los discípulos puedan darlo también.

El que está a punto de ser muerto con la muerte más dolorosa y humillante, el considerado blasfemo y pecador, el vencido y muerto, se va a convertir en el victorioso, en el viviente con una vida nueva y perfecta, en el Santo de Dios, santificador de sus hermanos.  A esta alegría invita Jesús a sus discípulos.  Nos invita a nosotros.

Martes de la VI Semana de Pascua

Jn 16, 5-11

La cena sigue progresando y el discurso de Jesús desarrolla los temas que a lo largo de su vida predicadora ha dejado sembrados a lo largo y ancho de Galilea.

Jesús sabe que los discípulos apenas se enteran de lo que están escuchando y es el mismo quien tiene que hacer las preguntas que los discípulos no le están haciendo. Puede que pase, como nos está pasando ahora, que sabemos lo que está diciendo, lo entendemos perfectamente, pero no queremos darnos por aludidos.

Al igual que aquellos hombres, nosotros tampoco queremos que Jesús se vaya. No queremos que se vaya al Padre porque estamos muy seguros con él al lado. En pocas horas le veremos apresado, humillado y crucificado y correremos a escondernos asustados viendo que estamos en peligro. Preferimos un Jesús privado, personal, más que al que nos está anunciando.

Y era necesario que Jesús, el Cristo vivo, resucitado, vuelva al Padre. Es necesario que deje de ser en exclusiva el Maestro de los Apóstoles para que pueda llegar a su plenitud siendo el Maestro de toda la humanidad. No puede seguir siendo el Cristo doméstico si tiene que ser el Cristo universal. Por eso conviene que se vaya de lo particular, para que pueda hacerse presente en lo universal. La falta del Cristo humano y personal es necesaria para que el Espíritu venga sobre nosotros y aclare todas las nubes oscuras de la ignorancia que nos atenazan, entristecen y nos impiden vivir plenamente como hijos de Dios.

Aceptemos que Cristo tiene que marchar y busquemos al Espíritu que él nos envía, mejor aún, que ya nos ha enviado y se cierne sobre nosotros esperando que escuchemos el suave susurro de su presencia, le amemos y aceptemos su guía. Y sepamos que “El Señor completa sus favores con nosotros porque su misericordia es eterna y nunca abandonará la obra de sus manos. El Señor completará sus favores conmigo. Señor, tu misericordia es eterna, no abandonas la obra de tus manos.

Martes de la VI Semana de Pascua

Jn 16, 5-11

“Exultar siempre al verse renovado y rejuvenecido en el espíritu.” Es lo que se entiende vive el bautizado en las fiestas de Pascua. Posiblemente sea necesario recuperar el sentido de la celebración personal y comunitaria de la Pascua.  Y al mismo tiempo destacar la recuperación de la filiación personal. No en vano Jesús lo resalta al decirle a María Magdalena en la mañana de Pascua: “ve y diles a mis hermanos subo al Padre mío y Padre vuestro.”

No podemos dejar de prestar atención a las consecuencias del anuncio del Evangelio. Acostumbrados como estamos a vivir bien situados y cómodamente establecidos, como lo estaban aquellos de Filipos, cuando Pablo y Silas anuncian la novedad del Evangelio realizando signos que mostraban un nuevo estilo der ser, vivir y actuar. Todo ello desmonta sus esquemas, por eso relata San Lucas que la gente de Filipos se ponen en contra de ellos y lo hacen violentamente.

Se repite lo ocurrido con Jesús y señalado por Caifás: “vendrán los romanos y destruirán el Lugar Santo”, es decir, su montaje cultual en el templo, la pérdida del poder sobre la nación, su poder religioso y político. Jesús era una amenaza para el sistema. En Filipos igual: el montaje en torno a sus ganancias se ve cuestionado y eso es intolerable.  Los magistrados sentencian muy al gusto de la plebe y aplican castigo y cárcel a los dos. Humanamente hablando el problema, a su juicio, estaba liquidado. Pero no es así.

Frente a la brusca reacción de la gente, la serena actitud de Pablo y Silas en la cárcel: oran y cantan alabando al Señor. Los demás presos escuchaban sus cánticos. Lucas cuenta con detalle lo que ocurre: terremoto, liberación de grilletes, puertas abiertas. El carcelero hace una interpretación, razonable pero errada: los presos han escapado y saca su espada para quitarse la vida. Frente a reacciones comunes la sorpresa que provoca la llamada de atención de Pablo: “No te hagas daño alguno, que estamos todos aquí.” El signo no es el terremoto, ni los cepos y puertas abiertas. El signo es la permanencia de los encarcelados en su sitio. Dios es el que salva y descansando en él se tornan en signo elocuente de la voluntad salvífica de Dios.

A Pedro le preguntaron ¿qué tenemos que hacer? Pablo escucha también la pregunta: “Señores ¿qué tengo que hacer para salvarme?” En el caso de Pedro había mediado la predicación; en el caso de Pablo, un signo provoca el cambio de actitud del carcelero. La respuesta es la misma: “Cree en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu familia.”  Explican la palabra del Señor y tiene lugar la conversión y bautismo de toda la familia. A esto seguirá una comida festiva. Celebran una fiesta de familia por haber creído en Dios. Esto es lo que es preciso recuperar. Ir más allá de normas y preceptos para situarnos ante la Palabra que salva y celebrar familiarmente este acontecimiento salvador. Parece resonar la comida festiva de la parábola del hijo pródigo.

Tener presente que la razón de ser de la revelación de Jesucristo no es otra que la regeneración del ser humano. Lo decimos en el credo: “y por nosotros los hombres y por nuestra salvación, bajó del cielo.” Y es lo que Juan señala en este pasaje de las despedidas: “os conviene que yo me vaya.” Frente a la tristeza que produce en los discípulos la marcha de Jesús, con el consiguiente silencio. Silencio que denota miedo e inseguridad. Ninguno pregunta. Pues bien, Jesús toma la iniciativa y da la razón de la conveniencia: “porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito.” Por lo mismo, la participación en la obra de la nueva creación, el venir a ser hombres nuevos, no se producirá en nosotros si el Paráclito no es enviado. Esa es la actividad del Espíritu. La conveniencia deviene en necesidad. Si el Espíritu no actúa en nosotros, nada de lo ocurrido en la Pascua puede hacerse realidad en nosotros.

Para poder mirar la realidad humana y al mundo mismo en forma nueva, la guía del Espíritu es necesaria. Jesús señala tres datos: convicto de pecado, por no haber creído en Él. Convicto de una justicia, porque Dios ha glorificado al Hijo con la misma gloria que tenía junto a Él antes de la creación del mundo. De una condena, porque el príncipe de este mundo, ya está condenado. Ello significa que el alcance de la misión y obra de Jesús va siendo revelada hasta su plenitud por la presencia dinámica del espíritu Santo en nosotros.

Y en tiempos de cambios o de situaciones desoladoras como las que estamos viviendo, el Señor suscita personas que muestran toda la acción renovadora del Espíritu. Hay que evangelizar desde el reconocimiento de las necesidades del momento.

¿Qué respuesta estamos dando en estos momentos difíciles para la humanidad?

¿Estamos a la escucha de Dios en cada ser humano y en los cambios históricos de la humanidad?

Martes de la VI Semana de Pascua

Jn 16, 5-11

El Señor, en el Evangelio de hoy nos habla de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo que Jesús nos envía para no dejarnos solos. El mismo Jesús dice en este Evangelio a sus discípulos que no estén tristes. Que les conviene que Él se vaya porque entonces vendrá el Intercesor.

Las despedidas siempre nos producen tristeza, dolor, aunque sepamos que quien parte va en busca de un bien mayor, o que su partida nos puede traer algún bien.

Al despedirse Jesús de sus discípulos, obviamente se llenan de tristeza y no entienden que pueda abandonarlos.  Las palabras de consuelo de Jesús les lleva a asegurar la presencia del Espíritu Santo, el defensor, a quien muestra como el que viene a sostener a los discípulos, a esclarecer lo que han aprendido y fortalecerlos en el seguimiento.

Jesús no abandona a sus discípulos, ni tampoco nos abandona a nosotros, al contrario nos da una presencia y una luz que nos ayudarán a caminar con mayor seguridad.  El Espíritu Santo es esa luz.

Claro que algunos tenemos miedo porque ante la claridad que aporta una luz, aparecen más las deficiencias y los pecados.  Por eso también Jesús nos dice que cuando el Espíritu venga con su luz nos hará reconocer la culpa, y lo precisa en tres aspectos muy concretos, primero en materia de pecado: quien no reconoce a Jesús y su verdad está cometiendo un pecado, quien no acepta sus mandamientos y su proyecto, está cometiendo un pecado.

Segundo, en materia de justicia: Él ha venido del Padre y va al Padre.  Quien no reconoce la misión de Jesús que es darnos a conocer al Padre, quien desconoce a Dios como su Padre y quien niega a los hombres como sus hermanos, está cometiendo una injusticia y estorba a la misión de Jesús.

Tercero, en materia de juicio porque el Príncipe de este mundo ya está condenado.  Un juicio donde se da a conocer quién es el verdadero Señor del universo y que descubre las artimañas del mal que engaña a los hombres.  No puede prevalecer una cultura de muerte. 

La venida del Espíritu Santo nos ayudará con su luz a descubrir claramente esas culturas que se oponen a la luz.  La vida de Dios no puede ser vencida por la cultura de la muerte.

Pero también el Espíritu nos hará ver claramente cuál es nuestra postura ante la vida y nos descubrirá como es nuestro actuar.  Dejémonos iluminar por este Espíritu y pidamos dese el fondo de nuestro corazón: “Ven Espíritu Santo, ilumínanos con un rayo de tu luz, haznos comprender la grandeza del amor de Jesús que nos ama a pesar de ser pecadores.

Martes de la VI semana de Pascua

Jn 16, 5-11

Las despedidas siempre nos producen tristeza y dolor, aunque sepamos que quién se va, va en busca de un bien mayor o nos puede traer algún bien. 

Al despedirse Jesús de sus discípulos obviamente se llenan de tristeza y no entienden que pueda Jesús abandonarlos. Las palabras de consuelo de Jesús los lleva a asegurarles la presencia del Espíritu Santo, el Defensor, a quién muestra como el que viene a sostener a los discípulos, a esclarecer lo que han aprendido y a fortalecerlos en el seguimiento.  Jesús no abandona sus discípulos ni tampoco nos abandona a nosotros, al contrario, nos da una presencia y una luz que nos ayudarán a caminar con mayor seguridad. El Espíritu Santo es esa luz. 

Claro que algunos tenemos miedo porque ante la claridad qué aporta una luz, aparecen las deficiencias y los pecados.  Por eso también Jesús nos dice que cuando el Espíritu venga con su luz nos hará reconocer la culpa y lo precisa en tres aspectos muy concretos. El primero en materia de pecado. Quién no reconoce a Jesús y su verdad está cometiendo un pecado, quien no acepta sus mandamientos y su proyecto está cometiendo un pecado. 

Segundo, en materia de justicia. Él ha venido del padre y va al Padre. Quien no reconoce la misión de Jesús que es darnos a conocer al Padre, quien desconoce a Dios como su Padre y quién niega a los hombres como sus hermanos está cometiendo una injusticia y estorba a la misión de Jesús. 

Tercero, en materia de juicio, porque el príncipe de este mundo ya está condenado. Un juicio donde se da a conocer quién es el verdadero Señor del universo y que descubre las artimañas del mal que engaña a los hombres. No puede prevalecer una cultura de muerte. 

La venida del Espíritu Santo nos ayudará con su luz a distinguir claramente estas culturas que se oponen a la vida. La vida en Dios no puede ser vencida por la cultura de la muerte. Pero también, el Espíritu nos hará ver claramente cuál es nuestra postura ante la vida y nos descubrirá cómo es nuestro actuar. 

Dejémonos iluminar por este espíritu. Pidámoslo con mucha ansia y devoción. Con ansia de que ya esté presente en medio de nosotros.