Martes de la XI Semana del Tiempo Ordinario

M 5, 43-48

La terminación del pasaje del evangelio de hoy nos hace comprender nuestra debilidad y al mismo tiempo el mandato vocacional que hemos recibido: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto.” Esta exigencia de Jesús está enmarcada en el sermón de la montaña que venimos escuchando.  En los versículos del capítulo quinto del evangelio de San Mateo, proclamado el jueves de la semana pasada, encontramos la razón de ser: “Si no sois mejores que los letrados y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos.” El referente de la perfección no es la ley, sino el mismo Dios. Eso ya se había indicado a los hijos de Israel: “Vosotros sed santos, porque yo, vuestro Dios, soy santo.” Fijando su mirada en la letra de la ley se olvidan del Legislador. Se remitían a la ley olvidándose del Dador de la ley.

Este pasaje del libro primero de los Reyes pone de manifiesto el olvido Dios en el día a día, dejándolo al margen de los proyectos y propósitos que tenemos. Cuando esto ocurre la injusticia se hace presente y se usa el poder, recibido para llevar a cabo una encomienda, en este caso, el gobierno del pueblo de Dios (Ajab es rey de Israel), para servirse de él para conseguir sus fines.  Y así aparece el atropello del débil que apelando a sus derechos no cede a las peticiones reales. Mal aconsejado, en lugar de apegarse a los preceptos de Dios, presta oídos a los consejos afines con sus deseos. La consecuencia, cerrar los ojos a la justicia y dejar que por medios infames le consigan lo que desea. Parece que todo vale.

La voz del profeta Elías sale a su encuentro y denuncia en nombre del Señor el atropello. La advertencia es acogida: se rasga las vestiduras, viste sayal y ayuna en señal de penitencia.  Pero eso es algo puntual, no significa cambio de rumbo. De hecho el texto dice: “Y es que no hubo otro que se vendiera como Ajab para hacer lo que el Señor reprueba, empujado por su mujer Jezabel.”

La ley sin la referencia permanente al Legilador se torna un arma de dos filos. Al olvidarse de Dios, su salvador, la norma pierde vigencia y no afecta a la vida, porque incluso cumpliéndola, la letra mata por desconocer el espíritu de la misma.

No he venido a abolir sino a dar plenitud

No llega Jesús a derribar lo que está en pie, sino a levantar las tiendas caídas de Israel. Ha venido a llevar a la humanidad a la plenitud de su existencia. De ahí la exigencia de una mayor perfección. Marca la diferencia al colocar nuevamente en su lugar a Dios. En el centro de la vida, lugar del que ha sido retirado para situarse el hombre. Cuando esto ocurre aparecen las mayores contradicciones.

Por eso Jesús, en el sermón de la montaña lleva a su máxima expresión los mandatos de la ley. “Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo…” Esto parece que tiene carta de ciudadanía. Nos limitamos a atender a los que son de los nuestros. Favorecer a los que piensan y sienten como nosotros y a veces da la impresión que esto es compatible con el Evangelio. Nos puede ocurrir lo que a los letrados y fariseos: desconocen la misericordia y se centran en los que son sus disposiciones y tradiciones. Hay que amar a los que nos persiguen y calumnian. Hay que amar a todos.

Se trata de seguir el ejemplo que nos da Dios que en Jesucristo se ha revelado como la norma de vida para todo ser humano. No puede ser de otra manera. Sed santos porque yo, vuestro Dios, soy santo. Mirándose en Él, la letra ya no está muerta ni mata, porque habiéndonos centrado en Él, su vida es nuestra vida. Así debía haber sido para la totalidad de Israel, pero apartándose se descarrió. El resto fiel, firmemente apegado a Dios reconoce la plenitud de la ley en el amor a todos. Estos son los que acogen, se alegran ante la llegada del Reino y afirman con Jesús que sólo amando como somos amados todo cobra un sentido nuevo.

Hoy tenemos un reto: mostrar que la perfección consiste en amar a todos como Dios los ama. No hay distingos posibles en la determinación de amar. No amo desde mis planteamientos, sino que el deseo de amar se asienta en el mismo amor de Dios. Él va abriendo camino. El que es perfecto es el único modelo válido. No valen otros modelos.

¿Sintonizo desde la sintonía con Dios con cada ser humano sin dejar de lado a nadie?

¿Busco la perfección amando como Dios ama?

Martes de la XI Semana del Tiempo Ordinario

Mt 5, 43-48

“La venganza es dulce”, dice un dicho popular que todos hemos escuchado y quizás en alguna ocasión lo hayamos dicho o al menos pensado alguno de nosotros.

El mal que recibimos, con frecuencia no sólo nos hace el daño de ese momento en que lo recibimos, sino que se nos queda en el corazón, crece y hace mucho daño.

Hay tantas personas que viven con resentimiento y amargadas por heridas que recibieron desde su niñez y con frecuencia de personas que amaban o que debían amarlas.

En el Antiguo Testamento parece indicar que la venganza es buena y aceptable, ya que hay frases que se atribuyen esa venganza hasta el mismo Dios.

¿Es lícito vengarse?  ¿Tenemos que quedar pasivos ante las injusticias y los agravios?  Cristo rompe esta práctica y nos recuerda que sólo el verdadero amor puede romper la cadena de violencia.  Ya también en los primero acontecimientos del Génesis, la Palabra de Dios nos presentaba que la violencia no puede ser solución a la violencia.

Cuando Caín espera una condena por la sangre de Abel, el Señor le dice que nadie lo podrá matar porque recibiría un castigo mayor.  Es decir, no se soluciona el problema de sangre con más sangre.

Jesús nos dice y nos enseña con su práctica que el odio no se puede vencer con el odio, sino con el perdón y el amor.  Es fácil amar a los que nos aman, es fácil tratar bien a los que nos tratan bien, pero es difícil perdonar las ofensas, es difícil aceptar a los que se equivocan, y con frecuencia éstos están muy cerca de nosotros: nuestros familiares, los vecinos, los compañeros de trabajo, de escuela.

Si hay rencor, envidias y venganzas, el ambiente se vuelve hostil y desagradable.  Está en nuestras manos transformar nuestros ambientes y hacerlos armoniosos y pacíficos. 

El modelo que nos propone Jesús es mismo Padre Dios que hace salir su sol sobre buenos y malos.  Nada de adversarios, nada de discriminaciones, nada de venganzas.  Es el único camino para romper la cadena de violencia.

¿Seremos capaces de seguirlo?  ¿Seremos capaces de perdonar? ¿Seremos capaces de reconciliarnos?

Martes de la XI semana del tiempo ordinario

M 5, 43-48

«Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros enemigos, y rezad por los que os persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos». El perdón, la oración, el amor a nuestros enemigos es lo que nos pide el Evangelio de hoy, y hay que admitir lo difícil que es seguir el modelo de nuestro Padre celestial, que tiene un amor universal. Por eso, el desafío del cristiano es pedir al Señor la gracia de saber bendecir a nuestros enemigos y esforzarnos por amarlos.

Sabemos que debemos perdonar a los enemigos, porque lo decimos todos los días en el Padrenuestro: pedimos perdón como nosotros perdonamos; es una condición, aunque nada fácil. Igual que rezar por los demás, por los que nos causan dificultades, por los que nos ponen a prueba: también eso es difícil, pero lo hacemos. O al menos, a veces lo logramos. Pero, ¿rezar por los que me quieren destruir, por mis enemigos, para que Dios los bendiga? ¡Eso es verdaderamente difícil de entender!

Pensemos en el siglo pasado, en los pobres cristianos rusos que, por el solo hecho de ser cristianos, los mandaban a Siberia a morir de frío. ¿Y tenían que rezar por el gobernante tirano que los enviaba allí? ¿Cómo es posible? ¡Pues muchos lo hicieron: rezaron! O pensemos en Auschwitz y en otros campos de concentración: ¿tenían que rezar por ese dictador que quería una raza pura y asesinaba sin escrúpulos, y además rezar para que Dios le bendijese? ¡Y muchos lo hicieron!

Es la difícil lógica de Jesús que, en el Evangelio, se resume en la oración y en la justificación de aquellos que lo mataban en la Cruz: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”. Jesús pide perdón por ellos, como también hace San Esteban en el momento del martirio. Cuánta distancia, infinita distancia entre nosotros, que tantas veces no perdonamos ni las cosas pequeñas, y esto que nos pide el Señor y de lo que nos dio ejemplo: perdonar a los que intentan destruirnos.

En las familias es tan difícil, a veces, perdonarse los esposos después de cualquier discusión, o perdonar a la suegra también: no es fácil. El hijo, ¿pedir perdón al padre? ¡Es difícil! Pero, ¿perdonar a los que te están matando, a los que te quieren eliminar? Y no solo perdonar: rezar por ellos, ¡para que Dios los proteja! Más aún: amarlos. Solo la palabra de Jesús puede explicar esto. Yo no consigo ir más allá.

Así pues, es una gracia que debemos pedir, la de entender algo de este misterio cristiano y ser perfectos come el Padre, que da todos sus bienes a buenos y malos. Nos vendrá bien pensar en nuestros enemigos, creo que todos los tenemos. Nos hará bien, hoy, pensar en un enemigo –creo que todos tenemos alguno–, uno que nos haya hecho mal o que nos quiere hacer daño o que intenta hacernos mal: en ese.

La oración mafiosa es: “Me la pagarás”. La oración cristiana es: “Señor, dale tu bendición y enséñame a amarlo”. Pensemos en uno: todos los tenemos. Pensemos en él. Recemos por él. Pidamos al Señor que nos dé la gracia de amarlo.