Miércoles de la XVIII Semana del Tiempo Ordinario (Par)

Mt 15, 21-28

A pesar de la intensión de Jesús de pasar de largo, porque entiende que su misión es sólo ir a las ovejas descarriadas de Israel, sus discípulos insistieron en que atendiera a la mujer cananea porque andaba gritando: Hijo de David, ten compasión de mí. Jesús la reprende por dar la comida de los hijos a los perros. Pero, en un segundo momento, reconoce la grandeza de su fe.

En no pocas ocasiones elegimos mal, y entendemos mal nuestra relación con los hijos. No sólo basta con darles de comer, cubrir sus necesidades (que muchas veces no lo son), educarlos; también hay que estar presente en cada uno de los acontecimientos importantes de su vida.

Educar significa estar presente, encaminar, desarrollar las facultades intelectuales y morales por medio de normas que ayuden al crecimiento. Se necesitan establecer límites adecuados y oportunos para que nuestros hijos no se conviertan en pequeños dictadores. Un no a tiempo supone un aprendizaje para levantarse ante los fracasos futuros. Sin embargo, ante todo, educar es creer a quien se educa: en sus esfuerzos, en su capacidad de superación.

A veces recurrimos al chantaje emocional para que nuestros hijos nos obedezcan, y otras veces, los dejamos abandonados a su suerte, creyendo que estaremos presentes y apoyando cuando caiga.

Sin embargo, hay ocasiones que atendemos mejor a nuestras mascotas que a nuestros hijos. De ahí la reprimenda de Jesús a la mujer cananea.

Es cierto, que a veces los hijos se niegan a aceptar el cariño y el sacrificio de sus padres cuando crecen. La vergüenza que crece en ellos por depender de sus padres se convierte en un estado de rechazo y animadversión donde crece la rebeldía. Pero no por ello, debemos de perder la esperanza y la fe. Sólo son etapas de crisis por las que hay que pasar, para encontrarnos nuevamente en un estado de serenidad y armonía.

Pidamos por las familias cristianas, para que sigan siendo forjadores de valores para nuestros jóvenes, para que encuentren al Dios de la vida y su esperanza no decaiga.

Martes de la XVIII Semana del Tiempo Ordinario

Mt 14, 22-36

Jesús aparece ante nosotros hoy como Señor de los elementos materiales, tranquilizador de nuestros temores. Pero nos enseña también la condición fundamental que exige de parte nuestra: la fe. 

En el Evangelio de hoy hay muchas enseñanzas para nuestra vida.  En un primer momento encontramos a Jesús haciendo oración; lo repite tanto el evangelio que nos parece algo natural, pero es que así debería ser nuestra oración, constante hasta para ser natural en todo momento y cada día busquemos hacer oración, vivir en la presencia de Dios Padre. 

Pero mientras Jesús hacer oración, los discípulos se embarcan solos y tienen que enfrentarse a las adversidades que la naturaleza les presenta.  ¿Por qué se han marchado a navegar sin Jesús? El mismo Jesús les había pedido que subieran a la barca, pero su soledad hace que la tormenta les cause miedo y sientan que el viento era contrario y entonces cuando parece ir todo en contra, cuando las olas sacuden la barca, se presenta Jesús.

La reacción de los discípulos en lugar de ser de alegría es de temor, pues creen ver un fantasma.

¿Cuantas veces nos sucede esto, cuantas veces ante la adversidad la presencia de Jesús la sentimos como una amenaza?  Y nos llenamos de ira porque no lo descubrimos claramente. 

Sin embargo, Jesús en esos momentos, navega con nosotros, no nos deja solos, nos dice también a nosotros: “tranquilizaos y no temáis, soy yo”  Son palabras para nosotros.  Necesitamos escucharlas con atención, necesitamos sentir esa presencia de Jesús y poner en paz nuestro corazón.

Si estamos en la enfermedad, si las horas de las dificultades nos azotan, si percibimos el miedo, Cristo se acerca a nosotros y nos dice que no temamos y es Él el que navega con nosotros.

A nosotros nos puede pasar igual que a Pedro y pedir señales prodigiosas que nada tienen con las necesidades.  Cristo está para darnos confianza, con su palabra nos toma de la mano y calma la tempestad y podemos continuar con su presencia, seguros nuestra travesía por la vida.

Martes de la XVIII Semana del Tiempo Ordinario

Mt 14, 22-36

Nuestros fantasmas son más graves que los de la antigüedad, pero tienen el mismo trasfondo: la falta de fe.  Los relatos del evangelio que nos presentan estos milagros de Jesús, encierran esa doble dinámica, por una parte la incredulidad de los sabios y entendidos, por otra la fe sencilla de los pequeños.

En medio de los dos grupos, los discípulos a los que Jesús con cariño y paciencia va educando, transformando y haciéndoles entender los caminos del Reino.

Las olas que sacuden la barca, la oscuridad de la noche nos indica un clima que sobrecoge, que aterroriza y para colmo de males creen ver un fantasma, cuando en realidad quien se acerca es Jesús.

Muchas veces me pregunto, cuando sentimos que nos ahogamos, cuando la oscuridad nos hace temer, si el que se acerca a nosotros es el mismo Jesús y nosotros lo confundimos con un fantasma.  “Tranquilizaos, nos temáis, soy Yo”, podría decirnos Jesús también a nosotros en esos momentos.

Muchas veces será Él mismo que viene caminando hacia nosotros, a quien le tenemos miedo.  Nuestro miedo nos impide actuar y descubrirlo, nos impide realizarnos y convertirnos, nos impide aceptarlo.

Pedro tiene que aprender a seguir a Jesús y le lanza el reto: “si eres Tú, mándame ir caminando sobre el agua hacia Ti”.  Simbolismo, deseos de quitar al Señor.  No podremos imaginar a Pedro queriendo imitar a Jesús en estas cosas externas, pero Jesús quiere que camine hacia Él en lo verdaderamente importante, sobre las aguas que representan el mal y la condición.

Quizás sea lo mismo que nos pase a nosotros, que empezamos a hundirnos porque no caminamos hacia Jesús llenos de fe.  Confiamos más en nuestras fuerzas que en Jesús.

Con fe, Pedro hubiera cruzado a pie todo el lago. Con fe, nosotros también seríamos capaces de los mayores milagros. Si tuviéramos un poquito de fe, nos sorprenderíamos de hasta dónde podemos llegar.

Este día acerquémonos a Jesús y pidamos con devoción que podamos caminar hacia Él por encima de todas nuestras confusiones, de nuestras maldades, de nuestras debilidades.  Que Él nos de la fuerza y la fe necesarias para mantenernos en su seguimiento.

Martes de la XVIII Semana del Tiempo Ordinario

Mt 14, 22-36

Jesús aparece ante nosotros hoy como Señor de los elementos materiales, tranquilizador de nuestros temores. Pero nos enseña también la condición fundamental que exige de parte nuestra: la fe. 

En el Evangelio de hoy hay muchas enseñanzas para nuestra vida.  En un primer momento encontramos a Jesús haciendo oración; lo repite tanto el evangelio que nos parece algo natural, pero es que así debería ser nuestra oración, constante hasta para ser natural en todo momento y cada día busquemos hacer oración, vivir en la presencia de Dios Padre. 

Pero mientras Jesús hacer oración, los discípulos se embarcan solos y tienen que enfrentarse a las adversidades que la naturaleza les presenta.  ¿Por qué se han marchado a navegar sin Jesús? El mismo Jesús les había pedido que subieran a la barca, pero su soledad hace que la tormenta les cause miedo y sientan que el viento era contrario y entonces cuando parece ir todo en contra, cuando las olas sacuden la barca, se presenta Jesús.

La reacción de los discípulos en lugar de ser de alegría es de temor, pues creen ver un fantasma.

¿Cuantas veces nos sucede esto, cuantas veces ante la adversidad la presencia de Jesús la sentimos como una amenaza?  Y nos llenamos de ira porque no lo descubrimos claramente. 

Sin embargo, Jesús en esos momentos, navega con nosotros, no nos deja solos, nos dice también a nosotros: “tranquilizaos y no temáis, soy yo”  Son palabras para nosotros.  Necesitamos escucharlas con atención, necesitamos sentir esa presencia de Jesús y poner en paz nuestro corazón.

Si estamos en la enfermedad, si las horas de las dificultades nos azotan, si percibimos el miedo, Cristo se acerca a nosotros y nos dice que no temamos y es Él el que navega con nosotros.

A nosotros nos puede pasar igual que a Pedro y pedir señales prodigiosas que nada tienen con las necesidades.  Cristo está para darnos confianza, con su palabra nos toma de la mano y calma la tempestad y podemos continuar con su presencia, seguros nuestra travesía por la vida.