Martes de la XXIX Semana del Tiempo Ordinario

Lc 12,35-38


El señor llega de improviso, como un ladrón, para ver si ya hemos construido el Reino que se nos ha revelado. Hablar de reino quiere decir hablar de las riquezas que Dios nos ha dado es decir, de la vida, del bautismo, de la participación de la vida divina a través de la gracia.

El Esposo es el Señor, y el tiempo de espera de su llegada es el tiempo que Él se nos da, con misericordia y paciencia, antes de su llegada final, tiempo de la vigilancia; tiempo en que tenemos que mantener encendidas las lámparas de la fe, de la esperanza y de la caridad, donde mantener abierto nuestro corazón a la bondad, a la belleza y a la verdad; tiempo que hay que vivir de acuerdo a Dios, porque no conocemos ni el día, ni la hora del regreso de Cristo.

Lo que se nos pide es estar preparados para el encuentro: preparados a un encuentro, a un hermoso encuentro, el encuentro con Jesús, que significa ser capaz de ver los signos de su presencia, mantener viva nuestra fe, con la oración, con los Sacramentos, estar atentos para no caer dormidos, para no olvidarnos de Dios.

La vida de los cristianos dormidos es una vida triste, no es una vida feliz. El cristiano debe ser feliz, la alegría de Jesús… No os durmáis.

Un cristiano que se encierra dentro de sí mismo, que oculta todo lo que el Señor le ha dado, no es un cristiano. Es un cristiano que no agradece a Dios todo lo que le ha dado.

Esto nos dice que la espera del retorno del Señor es el tiempo de la acción. Nosotros somos el tiempo de la acción, tiempo para sacar provecho de los dones de Dios, no para nosotros mismos, sino para Él, para la Iglesia, para los otros, tiempo para tratar siempre de hacer crecer el bien en el mundo.

Y sobre todo hoy, en este tiempo de crisis, es importante no encerrarse en sí mismos, enterrando el propio talento, las propias riquezas espirituales, intelectuales, materiales, todo lo que el Señor nos ha dado, sino abrirse, ser solidarios, tener cuidado de los demás.

No enterremos los talentos. Apostemos por grandes ideales, los ideales que agrandan el corazón, aquellos ideales de servicio que harán fructíferos los talentos.

La vida no se nos ha dado para que la conservemos celosamente para nosotros mismos, sino que se nos ha dado, para que la donemos.

Martes de la XXIX Semana del Tiempo Ordinario

Lc 12, 35-38

Uno de los grandes problemas que tienen los educadores y los padres de familia es que ya no saben cómo acercarse a los jóvenes y a los niños, parecen, o más bien, son de otra época, con otros intereses, con otros canales de comunicación.  Pero lo más difícil y a la vez preocupante es que se deja a estos jóvenes y niños a la deriva y no nos atrevemos a ofrecerles lo que es el gran don del encuentro con Jesús.

Estamos como adormilados y aturdidos ante tantos cambios.  Cambios y muy drásticos había en los tiempos de Jesús, sin embargo, invita a sus discípulos a que estén despiertos, dispuestos al servicio.

La peor decisión que podemos tomar ante los problemas es cruzarnos de brazos y no hacer nada.  Podremos equivocarnos cuando tomamos nuestras decisiones, pero ciertamente no hacer nada, el continuar indiferentes es la peor de las decisiones.

San Pablo, en su carta a los Efesios, nos ofrece un buen ejemplo de cómo el buen discípulo de Jesús se atreve a hacer propuestas audaces y logra entusiasmar a sus oyentes; le presenta a Cristo como el único camino posible y los alaba porque gracias a Jesús han podido abandonar el antiguo camino y ahora se transforman en ciudadanos nuevos y llenos de esperanza.

A nuestro mundo, necesitamos proponerle a Cristo como nuestra verdadera paz y como el único camino para lograr vencer las tensiones, las desigualdades, la injusticia y los crímenes que azotan nuestra sociedad.  Quien vive como verdadero discípulo y como verdadero hijo no puede adormilarse y mirar indiferente como se desarrollan las cosas en el mundo.  Tendrá que tener su lámpara encendida, aunque parezca muy débil y pequeña su luz, si al fin es luz y no oscuridad.

La semejanza que hoy nos presenta el Señor es muy rica, porque nos alienta a una actitud siempre atenta y a dejar nuestra somnolencia.  El gran premio es que el mismo Señor se recogerá la túnica y nos hará participar de su mesa, donde nos ofrecerá los alimentos.

La comida compartida siempre es signo del Reino que se vive en hermandad y comunidad.

Que hoy nos despertemos, que hoy nos entusiasmemos por proclamar la llegada del Reino con fe, con espíritu, con alegría.