Martes de la XXVI Semana del Tiempo Ordinario

Lc 9, 51-56

Cuando se iba cumpliendo el tiempo de ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén. Jesús va de camino con sus discípulos a Jerusalén. Así comienza el Evangelio de hoy, tomado de San Lucas, que quiere decir que se acerca el momento de la pasión y de la cruz, ante el que Jesús hace dos cosas: toma la firme decisión de ponerse en camino, aceptando la voluntad del Padre y yendo adelante, y luego, eso mismo se lo anuncia a sus discípulos.


Jesús solo una vez se permitió pedir al Padre que alejara un poco esa cruz: Padre –en el Huerto de los Olivos–, si es posible, aparta de mí este cáliz. Pero no se haga mi voluntad sino la tuya. Obediente; lo que el Padre quiera. Decidido y obediente, y nada más. Y así, hasta el final. El Señor entra en paciencia.  Es un ejemplo de camino: no solo morir sufriendo en la cruz, sino caminar con paciencia.


Pero ante esa decisión, ante el camino hacia Jerusalén y hacia la cruz, los discípulos no siguen a su Maestro. Lo cuentan varias páginas de los Evangelios. Unas veces, los discípulos no entienden lo que quería decir el Señor, o no querían entender, porque tenían miedo; otras veces escondían la verdad o se distraían, haciendo cosas alienantes; o bien, como se lee en el Evangelio de hoy, buscaban una excusa –¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo que acabe con ellos?–, para no pensar en lo que le espera al Señor. 


Y Jesús se queda solo. No se siente acompañado en esta decisión, porque ninguno entendía el misterio de Jesús. ¡La soledad de Jesús en el camino a Jerusalén: solo! Y eso, hasta el final. Pensemos luego en el abandono de los discípulos, en la traición de Pedro… ¡Solo! El Evangelio nos dice que solamente se le apareció un ángel del cielo para confortarlo en el Huerto de los Olivos. Solo esa compañía. ¡Solo! Vale la pena tomarse un poco de tiempo para pensar en Jesús, que tanto nos amó, que caminó solo hacia la cruz con la incomprensión de los suyos.

Pensar, ver, agradecer a Jesús, obediente y valiente, y tener una charla con él. ¿Cuántas veces intento hacer muchas cosas, pero no te miro a Ti, que hiciste todo eso por mí, que entraste en paciencia –el hombre paciente, Dios paciente–, que con tanta paciencia perdonas mis pecados, mis fracasos? Y hablar así con Jesús. Él siempre está decidido a seguir adelante, a dar la cara, y, por eso, darle las gracias. Tomemos hoy un poco de tiempo, pocos minutos –cinco, diez, quince– delante del Crucificado quizá, o con la imaginación ver a Jesús caminar decididamente hacia Jerusalén, y pedirle la gracia de tener la valentía de seguirle de cerca.

Martes de la XXVI Semana del Tiempo Ordinario

Lc 9, 51-56

Podemos llamar a este pasaje “el evangelio del perdón sincero”. Cristo manda a sus apóstoles a prepararle el camino, a avisar a la gente de ese pueblo que iba a parar allí. Pero esas personas de Samaria, en lugar de descubrir a Cristo entre el grupo de viajeros, sólo se fijaron en que “tenían intención de ir a Jerusalén”.

¿Por qué hay pueblos y comunidades que parecen irreconciliables? ¿Por qué por encima de las reflexiones y de las propuestas de una mejor relación, prevalecen los caprichos y se retoman las ofensas?

Detrás del pasaje evangélico de este día, encontramos dos terribles realidades y un signo de esperanza.  La primera realidad que salta a nuestra vista son las puertas cerradas para Jesús en el territorio de Samaría.  Muchos argumentos, no es rechazo directo a su persona, si no es porque se está dirigiendo a Jerusalén.

Más allá de cuestionar la propuesta de Jesús, lo que rechazan es su decisión de ir a Jerusalén.  No es que no estén de acuerdo con sus palabas o con sus milagros, es que tienen los prejuicios que han dividido a los pueblos.  Esta situación no es difícil de encontrar en medio de nosotros.  Desde la simple relación de amigos y cercanos que chantajean con quitar la amistad si se le habla a otra persona, hasta las graves decisiones que involucran en bien de una nación y que se obstaculiza cuando no proviene de personas o partidos afines.  Prevalecen las enemistades y descalificaciones antes que mirar y examinar objetivamente las propuestas.

Los discípulos hacen los mismo o peor, porque han sido rechazados, añaden la propuesta de aniquilación.  Parecería gran amor a la Buena Nueva y al mismo Jesús, pero Jesús no acepta este tipo de rechazos y de condenas a causa de su persona.

Cuántos conflictos religiosos e ideológicos evitaríamos si escucháramos este pasaje y comprendiéramos la actitud de Jesús que ofrece apasionadamente su oferta de salvación, pero no está dispuesto a hacer una guerra y a condenar a los que no aceptan esta oferta de salvación.

Estas dos actitudes, tanto de los samaritanos como de los discípulos, tendrían que hacernos pensar seriamente en las graves situaciones de discriminación, descalificaciones y condenas por motivos religiosos o de ideologías que nos están destruyendo.

Hay en este pasaje un gran signo que nos ofrece Jesús: su firme determinación para salvarnos.  La condena que ha recibido desde Jerusalén, no basta para detenerlo en la decisión de afrontar la pasión y la muerte, con tal de ofrecernos una verdadera liberación.

Hagamos una comparación de la mira y expectativas tanto de los discípulos como de los samaritanos, frente la generosidad y determinación de Jesús.  ¿Qué nos dice a nuestra manera de actuar?