Miércoles de la III Semana de Pascua

Hech 8, 1-8

De nuevo vemos cómo de situaciones que nos parecerían «adversas» como es el caso de una persecución, son precisamente éstas las que hacen posible que la salvación se extienda al resto de la comunidad.

Muchos son los casos en los que una enfermedad, la muerte de un amigo, la perdida del trabajo, son precisamente el instrumento de Dios para traer la salvación a la familia o a la propia vida. Por ello debemos siempre recordar lo que dice san Pablo al respecto: «Todo conviene para aquellos que aman al Señor»

De manera que si estás pasando por una situación particularmente difícil en tu casa, en tu trabajo, en tu escuela o en cualquier área de tu vida, mantén firme tu fe en el Señor. Verás que con el tiempo, si dejas que Dios verdaderamente obre en ti, eso que ahorita es causa de dolor y pena, se convertirá en fuente de alegría y salvación. La vida no es fácil en ningún sentido, pero Jesús ha prometido estar con nosotros hasta el final de los tiempos.

Jn 6, 35-40

Todo el que vea al Hijo de Dios y crea en Él, es decir, quien lo reconoce y acoge mediante la fe, tendrá la vida eterna y resucitará en el último día. La fe es un don de Dios que nos dispone para asentir a las verdades reveladas por Dios. No es algo que se logre por un mero esfuerzo humano. Pero es necesaria nuestra colaboración con Dios. Dios ha querido sentir necesidad de nosotros.

Hay cristianos que son como esos cantos redondos de los ríos, que a lo mejor llevan años dentro del agua, pero se rompen y en su interior están completamente secos. La falta no está en el cristianismo sino en esos corazones que son como el de los judíos del evangelio: “han visto pero no han creído”.

Nada hemos de valorar tanto como este regalo de la fe. Por defender la fe, se da incluso la vida, como tantas veces ha ocurrido a lo largo de los siglos. Pero no nos sintamos solos. Cristo nos espera con los brazos abiertos, porque quien camina hacia Él por la fe, nunca será rechazado.

A mayor fe, se esperaría una respuesta más grande de la persona. Sin embargo ¿qué pasa?, nos encontramos frecuentemente con gente que dice: «Yo creo en Jesucristo, creo que él es Dios, creo que está vivo», sin embargo su respuesta a esta fe no es congruente con lo que profesa, por ello no tiene Vida, ya que la frase se completa con: «El que viene a mí…»  En otras palabras, Dios nos pone en el corazón el deseo de ir a Jesús, de conocerlo de amarlo, de tenerlo como Señor, pero ahora depende de nosotros el caminar, es decir, el orar, el conocerlo en su Palabra, el recibirlo verdaderamente como Pan de Vida. Pan que da la vida eterna. Revisa en estos días que tan generosa está siendo tu respuesta a la fe que Dios ha suscitado en ti.

Miércoles de la III Semana de Pascua

Hech 8, 1-8

Hoy iniciamos los hechos de Felipe, otro de los primeros diáconos.

La muerte de Esteban es punto de partida para la primera gran persecución a la comunidad cristiana.  Nunca faltarán las persecuciones en la historia de la Iglesia.  La primera persecución es causa de la expansión del Evangelio.  Lo que se miraba destructivo y catastrófico es inicio de vida nueva.

La Iglesia con esto alcanzará sus verdaderos horizontes de universalidad.

Saulo que, una vez convertido, pondrá al servicio de Cristo toda su fogosidad, ahora la está empleando contra la Iglesia, que a sus ojos no era sino un grupo herético que venía a romper la tradición de su religión y de su patria.

La reacción samaritana a la predicación y a los hechos maravillosos de Felipe es la típica reacción cristiana: «esto despertó una gran alegría»

Jn 6, 35-40

En el evangelio de Juan hemos escuchado las preguntas que hacían sus paisanos: «¿de dónde viene éste?», «¿quién pretende ser?»

En el  mismo Evangelio encontramos la respuesta expresada en muchos modos: «Yo soy la luz del mundo», «Yo soy la puerta…», «Yo soy el Buen Pastor», «Yo soy la verdadera Vida», «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida».  Hoy oímos otra afirmación: «Yo soy el pan de la Vida».

«Ir a Jesús», «creer en Jesús», son equivalentes.  No es la fe en Jesús meramente el asentimiento a una serie de verdades abstractas; es el don de Dios, recibido, cultivado y expresado en frutos de bien hasta llegar a la vida eterna.

Nos hemos reunido a celebrar la Cena del Señor, a alimentarnos de sus dos mesas: la de la Palabra y la del Sacramento.  Vayamos luego y demos frutos vitales de la misma vida del Señor.

Miércoles de la III Semana de Pascua

Hech 8, 1-8 ; Jn 6, 35-40

Tertuliano, uno de los primeros Padres de la Iglesia, que murió alrededor del año 230, declaraba: «La sangre de los mártires es semilla de cristianos».  Es una forma poética de declarar que la Iglesia crece a través del sufrimiento, especialmente del sufrimiento de la persecución.  La persecución contra la primitiva Iglesia, que se inició con el martirio de san Esteban, produjo la primera extensión de la fe más allá de Jerusalén.  Aquel fue el principio de la Iglesia verdaderamente católica, puesto que, a partir de ese momento, la fe se predicó y se recibió en toda Judea y Samaria, en Asia Menor y Grecia, y finalmente, en Roma y hasta los últimos rincones del mundo, como Jesús lo había predicho poco antes de su ascensión al cielo.

La fe fue difundida por los hombres y mujeres decididos, que soportaron muchos sufrimientos y con frecuencia el martirio, para que Cristo fuera conocido y amado.  En los planes de Dios hay un misterio que somos incapaces de comprender; pero, por alguna razón, los sufrimientos desempeñan un papel muy importante en la predicación del Evangelio y en ponerlo en práctica.  Jesús mismo tuvo que soportar la crucifixión y la muerte por nuestra salvación.  En realidad, la Eucaristía misma es el fruto de su muerte en la cruz.  Él nos da el regalo de la Eucaristía para que podamos obtener la vida eterna, pero el precio de la vida es la muerte.

Cada vida humana va engranada con el sufrimiento, físico, mental o emocional.  A nosotros, personas de fe, se nos pide que veamos la mano amorosa de Dios, que quiere conseguir sus propios fines por medio de todas las formas de sufrimiento que debamos soportar.  Durante este tiempo de Pascua, en el que seguimos celebrando la resurrección de Cristo, debemos tener presente que para Él, la gloria provino del sufrimiento, la alegría provino del dolor y la vida provino de la muerte.  Nosotros seguimos las huellas de Cristo, lo que fue cierto para Él es también cierto para nosotros.  Porque en la fe abrazamos la cruz del sufrimiento, resucitaremos a la gloria.  Dice una frase perenne: «A la luz por medio de la cruz».

Miércoles de la III Semana de Pascua

Jn 6,35-40

La obediencia a la voluntad de Dios es la senda de Jesús, que comienza con esto: «Vengo para hacer la voluntad de Dios».

Y es también el camino de la santidad, del cristiano, porque fue precisamente el camino de nuestra justificación: que Dios, el proyecto de Dios, se realice, que la salvación de Dios se realice. Al contrario de lo que sucedió en el Paraíso terrestre con la no-obediencia de Adán: la desobediencia, que trajo el mal a toda la humanidad.

En efecto, también los pecados son actos de no obedecer a Dios, de no hacer la voluntad de Dios. En cambio, el Señor nos enseña que este es el camino, no existe otro.

Un camino que comienza con Jesús, en el cielo, en la voluntad de obedecer al Padre, y en la tierra comienza con la Virgen, en el momento en que ella dice al ángel: «Que se cumpla en mí lo que tú has dicho». (cf. Lc 1, 38), es decir, que se cumpla la voluntad de Dios. Y con ese SÍ a Dios, el Señor comenzó su itinerario entre nosotros.

Sin embargo, ni siquiera para Jesús fue fácil. «El diablo, en el desierto, en las tentaciones, le hizo ver otros caminos», pero no se trataba de la voluntad del Padre y Él lo rechazó.

Lo mismo sucedió cuando a Jesús no lo comprendieron y lo abandonaron; muchos discípulos se marcharon porque no entendían cómo es la voluntad del Padre, mientras que Jesús sigue cumpliendo esta voluntad.

Una fidelidad que vuelve también en las palabras: «Padre, que se cumpla tu voluntad», pronunciadas antes del juicio, la noche que rezaba en el huerto pidió a Dios que aleje este cáliz, esta cruz. Jesús sufre, sufre mucho. Pero dice: que se cumpla tu voluntad.

Ante todo pedir la gracia, rezar y pedir la gracia de querer hacer la voluntad de Dios. Esto es una gracia.

Sucesivamente hay que preguntarse también:«¿Pido que el Señor me done el querer hacer su voluntad? ¿O busco componendas, porque tengo miedo de la voluntad de Dios?».

Además, hay que rezar para conocer la voluntad de Dios para mí y para mi vida, acerca de la decisión que debo tomar ahora, sobre la forma de gestionar las situaciones.

Que el Señor nos dé la gracia a todos para que un día pueda decir de nosotros lo que dijo de ese grupo, de esa multitud que lo seguía, los que estaban sentados a su alrededor: «He aquí a mi madre y a mis hermanos. Porque quien cumple la voluntad de Dios, ese es para mí hermano, hermana y madre».

Hacer la voluntad de Dios nos hace formar parte de la familia de Jesús, nos hace madre, padre, hermana, hermano. 

Miércoles de la III Semana de Pascua

Hech 8, 1-8 ; Jn 6, 35-40

Tertuliano, uno de los primeros Padres de la Iglesia, que murió alrededor del año 230, declaraba: «La sangre de los mártires es semilla de cristianos».  Es una forma poética de declarar que la Iglesia crece a través del sufrimiento, especialmente del sufrimiento de la persecución.  La persecución contra la primitiva Iglesia, que se inició con el martirio de san Esteban, produjo la primera extensión de la fe más allá de Jerusalén.  Aquel fue el principio de la Iglesia verdaderamente católica, puesto que, a partir de ese momento, la fe se predicó y se recibió en toda Judea y Samaria, en Asia Menor y Grecia, y finalmente, en Roma y hasta los últimos rincones del mundo, como Jesús lo había predicho poco antes de su ascensión al cielo.

La fe fue difundida por los hombres y mujeres decididos, que soportaron muchos sufrimientos y con frecuencia el martirio, para que Cristo fuera conocido y amado.  En los planes de Dios hay un misterio que somos incapaces de comprender; pero, por alguna razón, los sufrimientos desempeñan un papel muy importante en la predicación del Evangelio y en ponerlo en práctica.  Jesús mismo tuvo que soportar la crucifixión y la muerte por nuestra salvación.  En realidad, la Eucaristía misma es el fruto de su muerte en la cruz.  Él nos da el regalo de la Eucaristía para que podamos obtener la vida eterna, pero el precio de la vida es la muerte.

Cada vida humana va engranada con el sufrimiento, físico, mental o emocional.  A nosotros, personas de fe, se nos pide que veamos la mano amorosa de Dios, que quiere conseguir sus propios fines por medio de todas las formas de sufrimiento que debamos soportar.  Durante este tiempo de Pascua, en el que seguimos celebrando la resurrección de Cristo, debemos tener presente que para Él, la gloria provino del sufrimiento, la alegría provino del dolor y la vida provino de la muerte.  Nosotros seguimos las huellas de Cristo, lo que fue cierto para Él es también cierto para nosotros.  Porque en la fe abrazamos la cruz del sufrimiento, resucitaremos a la gloria.  Dice una frase perenne: «A la luz por medio de la cruz».

Miércoles de la III semana de Pascua

Jn 6,35-40

La obediencia a la voluntad de Dios es la senda de Jesús, que comienza con esto: «Vengo para hacer la voluntad de Dios».

Y es también el camino de la santidad, del cristiano, porque fue precisamente el camino de nuestra justificación: que Dios, el proyecto de Dios, se realice, que la salvación de Dios se realice. Al contrario de lo que sucedió en el Paraíso terrestre con la no-obediencia de Adán: la desobediencia, que trajo el mal a toda la humanidad.

En efecto, también los pecados son actos de no obedecer a Dios, de no hacer la voluntad de Dios. En cambio, el Señor nos enseña que este es el camino, no existe otro.

Un camino que comienza con Jesús, en el cielo, en la voluntad de obedecer al Padre, y en la tierra comienza con la Virgen, en el momento en que ella dice al ángel: «Que se cumpla en mí lo que tú has dicho». (cf. Lc 1, 38), es decir, que se cumpla la voluntad de Dios. Y con ese SÍ a Dios, el Señor comenzó su itinerario entre nosotros.

Sin embargo, ni siquiera para Jesús fue fácil. «El diablo, en el desierto, en las tentaciones, le hizo ver otros caminos», pero no se trataba de la voluntad del Padre y Él lo rechazó.

Lo mismo sucedió cuando a Jesús no lo comprendieron y lo abandonaron; muchos discípulos se marcharon porque no entendían cómo es la voluntad del Padre, mientras que Jesús sigue cumpliendo esta voluntad.

Una fidelidad que vuelve también en las palabras: «Padre, que se cumpla tu voluntad», pronunciadas antes del juicio, la noche que rezaba en el huerto pidió a Dios que aleje este cáliz, esta cruz. Jesús sufre, sufre mucho. Pero dice: que se cumpla tu voluntad.

Ante todo pedir la gracia, rezar y pedir la gracia de querer hacer la voluntad de Dios. Esto es una gracia.

Sucesivamente hay que preguntarse también:«¿Pido que el Señor me done el querer hacer su voluntad? ¿O busco componendas, porque tengo miedo de la voluntad de Dios?».

Además, hay que rezar para conocer la voluntad de Dios para mí y para mi vida, acerca de la decisión que debo tomar ahora, sobre la forma de gestionar las situaciones.

Que el Señor nos dé la gracia a todos para que un día pueda decir de nosotros lo que dijo de ese grupo, de esa multitud que lo seguía, los que estaban sentados a su alrededor: «He aquí a mi madre y a mis hermanos. Porque quien cumple la voluntad de Dios, ese es para mí hermano, hermana y madre».

Hacer la voluntad de Dios nos hace formar parte de la familia de Jesús, nos hace madre, padre, hermana, hermano.