Miércoles de la IV Semana de Pascua

Hech 12, 24-13,5

Antioquia es la capital del crecimiento cristiano hacia el mundo pagano.  Es el centro operativo de Saulo y Bernabé; es el lugar donde se comenzó a llamar «cristianos»  a los seguidores de Cristo.

En el ambiente de una celebración litúrgica y de una comunidad unida y llena de dones, los profetas son los que, iluminados por Dios, saben ir leyendo su voluntad en los acontecimientos concretos; los maestros disciernen la luz de Dios en las Escrituras y la comunidad vitalmente a sus hermanos.  En esa comunidad y en ese ambiente eclesial se hace presente la luz del Espíritu, «resérvenme a Saulo y a Bernabé para la misión que les tengo destinada».  Toda la comunidad está implicada en ese envío.  Una comunidad que esté viviendo ricamente su vida litúrgica sentirá la necesidad del envío.  Todo cristiano es misionero.

Jn 12, 44-50

Juan sitúa la lectura de hoy antes de la Cena y la Pasión del Señor.  Es, pues, la proximidad de la Pascua.

Jesús, en su unidad con el Padre, es su enviado y el comunicador de su misma vida.

Jesús se presenta de nuevo; Él es la Luz, la luz que es conocimiento, vida, bien, en contraste con las tinieblas que son mal, muerte y error.

Pero la vida que nos comunica Jesús, tiene que ser en nosotros eso: vida.  Las palabras tienen que ponerse en práctica, pues la vida es obras…

Cerrarse a la vida significa muerte, cerrarse a la luz es oscuridad, cerrarse al bien es mal definitivo.

Invitados por la Palabra, abrámonos a la vida que nos comunica y pongámosla en práctica.

Miércoles de la IV Semana de Pascua

Jn 12,44-50

Este pasaje del Evangelio de Juan nos muestra la intimidad que había entre Jesús y el Padre. Jesús hacía lo que el Padre le dijo que hiciera. Y por eso dice: «El que cree en mí, no cree en mí, sino en el que me ha enviado». Luego precisa su misión: «Yo he venido al mundo como luz, y así, el que cree en mí no quedará en tinieblas». Se presenta como luz. La misión de Jesús es iluminar: la luz. Él mismo lo dijo: «Yo soy la luz del mundo». El profeta Isaías había profetizado esa luz: «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz». Es la promesa de la luz que iluminará al pueblo. Y también la misión de los apóstoles es llevar la luz. Pablo le dijo al rey Agripa: “He sido elegido para iluminar, para llevar esa luz –que no es mía, es de otro–, pero para traer la luz”. Es la misión de Jesús: traer la luz. Y la misión de los apóstoles es llevar la luz de Cristo, iluminar, porque el mundo estaba en tinieblas.

Pero el drama de la luz de Jesús es que fue rechazada. Ya al inicio de su Evangelio, Juan lo dice claramente: «Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron». Amaban más las tinieblas que la luz. Acostumbrarse a las tinieblas, vivir en las tinieblas: no saben aceptar la luz, no pueden; son esclavos de las tinieblas. Y esa será la continua lucha de Jesús: iluminar, llevar la luz que hace ver las cosas como están, como son; hace ver la libertad, hace ver la verdad, hace ver el camino por el que andar, con la luz de Jesús.

Pablo tuvo esa experiencia del paso de las tinieblas a la luz cuando el Señor lo encontró en el camino de Damasco. Se quedó ciego. ¡Ciego! Y luego, con el bautismo recuperó la luz. Tuvo esa experiencia del paso de las tinieblas, en las que estaba, a la luz. Es también nuestro paso, que sacramentalmente recibimos en el bautismo: por eso el bautismo se llamaba, en los primeros siglos, la Iluminación, porque te daba la luz, te “hacía entrar”. Por eso, en la ceremonia del bautismo se da un cirio encendido, una vela encendida al padre y a la madre, porque el niño o la niña están iluminados: Jesús trae la luz.

Pero el pueblo, la gente, su pueblo lo rechazó. Está tan habituado a las tinieblas que la luz lo deslumbra, no sabe andar. Y ese es el drama de nuestro pecado: el pecado nos ciega y no podemos tolerar la luz. Tenemos los ojos enfermos. Jesús lo dice claramente en el Evangelio de Mateo: “Si tu ojo está enfermo, todo tu cuerpo estará enfermo. Si tu ojo ve solo las tinieblas, ¿cuántas tinieblas habrá dentro de ti?” Las tinieblas… Y la conversión es pasar de las tinieblas a la luz. ¿Cuáles son las cosas que enferman los ojos, los ojos de la fe? Nuestros ojos están enfermos: ¿cuáles son las cosas que “tiran para abajo”, que los ciegan? Los vicios, el espíritu mundano, la soberbia.

Los vicios que “te tiran para abajo” y esas tres cosas –los vicios, la soberbia, el espíritu mundano– te llevan a asociarte con otros para estar seguro en las tinieblas. A menudo hablamos de las mafias: ¡pues es eso! Porque hay “mafias espirituales”, hay “mafias domésticas”, siempre, que buscan a algún otro para cubrirse y permanecer en las tinieblas. No es fácil vivir en la luz. La luz nos hace ver tantas cosas feas dentro de nosotros que no queremos ver: los vicios, los pecados… Pensemos en nuestros vicios, pensemos en nuestra soberbia, pensemos en nuestro espíritu mundano: esas cosas nos ciegan, nos alejan de la luz de Jesús. Pero si empezamos a pensar en esas cosas, no encontraremos un muro, no: hallaremos una salida, porque Jesús mismo dice que Él es la luz y «no he venido para juzgar al mundo, sino para salvar al mundo». Jesús mismo, la luz, dice: “Ánimo: déjate iluminar, déjate ver por lo que tienes dentro, porque soy yo quien te lleva adelante, quien te salva. Yo no te condeno. Yo te salvo”. El Señor nos salva de las tinieblas que llevamos dentro, de las tinieblas de la vida cotidiana, de la vida social, de la vida política, de la vida nacional, internacional… tantas tinieblas hay dentro. Y el Señor nos salva. Pero nos pide verlas, primero; tener el valor de ver nuestras tinieblas para que la luz del Señor entre y nos salve.

No tengamos miedo del Señor: es muy bueno, es manso, está cerca de nosotros. Vino para salvarnos. No tengamos miedo de la luz de Jesús.

Miércoles de la IV Semana de Pascua

Jn 12, 44-50

¿Quién no se ha sentido perdido en la oscuridad?  ¿Quién no se ha sentido desconcertado ante los problemas graves de la vida?  Cuando la vida tiene problemas, cuando las cosas no resultan como uno esperaba, cuando todo parece derrumbarse, con frecuencia nos encontramos como en un callejón sin salida o vagamos en la oscuridad.  ¿Cómo encontrar luz?

Jesús, hoy nos ofrece el camino: hay que tener fe.  Haciendo un paralelismo entre la oscuridad y las tinieblas que aprisionan el corazón, Jesús se nos presenta como la luz verdadera que ilumina nuestras vidas.

Para san Juan, oscuridad son todos los aspectos del pecado y de la muerte, en cambio, nos presenta a Jesús como la Luz que puede sacarnos de nuestras tinieblas.

Caminamos en tinieblas cuando nuestros objetivos son tan terrenos y mezquinos que nos oprimen el corazón.  Caminamos en tinieblas cuando no somos capaces de mirar más allá de nuestro egoísmo.  Caminamos en tinieblas cuando nos dejamos guiar por las venganzas y los odios.  Caminamos en tinieblas cuando nuestros afanes son el placer y los vicios, entonces erramos el camino y perdemos el sentido de nuestras vidas.

Jesús, hoy nos ofrece su luz, pero nos exige creer.  Promete que no caminaremos en tinieblas, pero debemos escuchar su Palabra. Nos dice que nos trae la salvación, pero nos pide que no lo rechacemos ni a Él ni a su Palabra.

Qué triste el vagar de muchos hermanos que han perdido el sentido de la vida.  Son frecuentes los intentos de suicidio y los escapes hacia el alcohol o hacia las drogas, hacia la prostitución o al enajenamiento.

Por eso, pidámosle a Jesús que nos ayude a dejar nuestra oscuridad y nuestro egoísmo, que Él nos ayude a descubrir tu Luz.  Es difícil caminar cuando se ha perdido la esperanza, es triste tener que levantarse cuando se ha fracasado, pero sabemos que Jesús es la Luz y la salvación, y hoy queremos ponernos en sus manos.

Que Jesús nos de su Luz, que aumente nuestra fe.  Esa  fe, que es como una semilla en lo profundo del corazón, que florece cuando nos dejamos “atraer” por el Padre hacia Jesús, y “vamos a Él” con ánimo abierto, con corazón abierto, sin prejuicios; entonces reconocemos en su rostro el Rostro de Dios y en sus palabras la Palabra de Dios, porque el Espíritu Santo nos ha hecho entrar en la relación de amor y de vida que hay entre Jesús y Dios Padre. Y allí nosotros recibimos el don, el regalo de la fe.