Miércoles de la XXXI Semana del Tiempo Ordinario

Lc 14,25-33

En el Evangelio de san Lucas de hoy, aparece Jesús con una gran muchedumbre que lo sigue, sin embargo, bien sabe Jesús que hay de seguimientos a seguimientos.  Que algunos buscan contemplar milagros, que otros esperan ver maravillas, pero qué pocos son los que lo seguirán por caminos difíciles. 

Por eso hoy nos plantea tres grandes señales del verdadero discípulo: preferirlo a la familia y aún a uno mismo, cargar la cruz y renunciar a todos los bienes.  Cada sentencia concluye diciendo quien no haga esto no puede ser mi discípulo, es decir, hay que tener libre el corazón.

Algunos expresan sus dudas como si este pasaje nos pusiera en conflicto entre familia y seguimiento de Jesús.  Ciertamente habrá alguna ocasión en que ambas se opongan rotundamente, pero muchas veces el cumplimiento con la familia, el amor a los padres, el cuidado de los hijos, adquieren un relieve mucho más importante cuando se sigue a Jesús.

Hoy, Jesús nos quiere dejar muy bien claro que su seguimiento implica la forma de la pobreza: pobreza de bienes materiales, pobreza de afectos, pobreza de intereses, para ponerse incuestionablemente a disposición de Jesús.  Hay que dejarlo todo para ponerse detrás de uno, hay que cargar la propia cruz para seguir al que dio vida desde la cruz.

En estas sentencias nos muestra Jesús la imposibilidad de servir a dos señores.  Parecería que estamos perdiendo la vida, pero es la única forma de encontrarla, y aquí san Pablo en la primera lectura de este día, nos invita a no tener con nadie otra deuda que la del amor mutuo.  Son palabras que expresan la radicalidad del seguimiento de Jesús, porque Él nos ha dado ese ejemplo.  El que ama ha cumplido toda la ley, pues el cumplimiento de la Ley consiste en amar.

Cristo ha amado a plenitud, nos sigue amando. Si de verdad nos decimos sus discípulos tendremos que vivir amando como Él y hacerlo a plenitud.  Cristo no admite medias tintas, es entrega completa.

Que hoy, cada uno de nosotros vivamos este amor y este seguimiento en cada momento, en cada acción y en cada uno de los hermanos.

Miércoles de la XXXI Semana del Tiempo Ordinario

Lc 14, 25-33

El evangelio de hoy suena bastante extraño.  Es desconcertante escuchar que Jesús diga que sus discípulos deben abandonar su padre, a su madre, a su esposa e hijos, a sus hermanos y hermanas.  Lo que se quiere subrayar es que nadie puede permitírsele que nos aparte de Jesús, ni aun cuando esta persona nos sea muy cercana.

No ha faltado quien a escuchar este Evangelio juzgue equivocadamente la propuesta de Jesús.  Quizás nos ayude la sentencia que dirige san Pablo a los filipenses, para comprender mejor este Evangelio de hoy: “seguid trabajando por vuestra salvación con humildad y con temor de Dios, pues Él es quien os da energía interior para que podáis querer y actuar conforme a su voluntad” y sigue dando otros consejos.  Pero lo que quiero resaltar es el punto clave que nos señala san Pablo sobre qué es lo que nos mueve en nuestro interior.

Cuando nos movemos por intereses monetarios, por homenajes humanos y por placeres será muy difícil comprender el Evangelio.  Cuando nuestro interior se llena del amor de Dios todo empieza a adquirir su justa dimensión.

¿Qué hay en nuestro interior? Parecería ser esta la pregunta que ahora Cristo nos dirige y pone muy claras las condiciones para su seguimiento.  Nada será más importante que ese amor de Dios que nos lleva a una radical decisión de seguirlo.  No es mirar las cosas materiales como males, sino darles su justa dimensión; no es considerar la familia o el cuerpo como pecado, no es hacer una división intransigente entre cuerpo y alma, es darle a toda la persona su verdadera dimensión de Hijo de Dios de una manera integral. 

Mirarse a sí mismo no es odiarse o mirarse con desprecio, sino apreciarse como verdadero hijo de Dios.  Pero no colocarse como único Dios, como pretenden las modernas ideologías que colocan al hombre sobre todas las cosas, pero que acaban despreciando a los otros hombres y mujeres para afianzar el egoísmo.

Cargar la cruz es asumir la misma misión de Jesús que obedece al Padre con alegría y plenitud, pero que se llena de amor y entrega también a todos los hombres por quien se ha hecho carne.

San Pablo nos invita a seguir el camino de Jesús y a hacerlo todo sin quejas ni discusiones para que podamos ser verdaderamente hijos de Dios y brillar como antorchas en el mundo.

Cuando Jesús pone muy claramente sus condiciones está suponiendo que hay un corazón que lo ama, de otro modo no se entienden renuncias estoicas y miserias humillantes.

La cruz tiene el sentido del amor y de la resurrección que da vida a todas las personas.

¿Cómo estamos nosotros siguiendo a Jesús?