Sábado de la I Semana de Cuaresma

Deut 26, 16-19

Serás un pueblo consagrado al Señor tu Dios. Para esto es necesario cumplir en todo momento la ley del Señor, su voluntad. Dios exigió a su pueblo elegido, por la alianza, la fidelidad, la adhesión total cuyo signo es la obediencia a sus mandatos. La recompensa a esa fidelidad era precisamente ser el pueblo santo del Señor.

En cada uno de los fieles vuelve a activarse el drama del desierto, con sus beneficios y sus murmuraciones, sus bendiciones y sus alternativas; a cada uno le corresponde, por tanto escoger entre amar a Dios y obedecerle o desobedecerle y olvidarle. La recompensa prometida por Dios a quienes le sirven y le obedecen es la vida feliz y la gloria. Así pues, la ley no es tanto una serie de preceptos cuanto una actitud religiosa: «Yo seré para ti tu Dios y tú serás para Mí mi pueblo».

Dios nos pide que guardemos sus preceptos, que sigamos sus caminos, pues ello redunda en bien nuestro. Así nos lo confirma el Salmo 118: «Dichoso el que, con vida intachable, camina en la voluntad del Señor; dichoso el que, guardando sus preceptos, lo busca de todo corazón.

Mt 5, 43-48

Odia a tu enemigo. Este «precepto» perdió todo su sentido con la venida y el mensaje de Cristo. Él nos dijo: amen a sus enemigos, porque el verdadero amor no pide nada a cambio, el verdadero amor se da aunque sea pisoteado.

El sol, la lluvia y el viento que tocan a nuestra puerta son los mismos que tocan la puerta de mi enemigo. Dios es verdadero amor porque me ama siempre y porque ama a quien me ha hecho mal. Ese es el verdadero amor, el que no tiene límites.

Los hombres somos criaturas finitas, pequeñas cosas comparadas con el universo o con el creador, pero en algo podemos asemejarnos a Dios: en que tenemos la capacidad de amar infinitamente.

Es una nueva vía la nos presenta Cristo: sean perfectos como su Padre celestial es perfecto. ¿Qué es lo más perfecto que podríamos hacer si no es amar? En esto nos podemos parecer a Dios: en que sabemos amar, sin distinciones ni preferencias.

Dos llaves abren el corazón de Dios: el amor y el perdón. Dos llaves abren el corazón del hombre: el amor y el perdón. Lleva las llaves al cuello y abre las puertas que parecen cerradas, así abrirás las puertas del corazón de Dios.

Sábado de la I Semana de Cuaresma

Deut 26, 16-19

La lectura del Deuteronomio nos ha presentado la alianza, el pacto que Dios hace con su pueblo: «Yo seré tu Dios, tú serás mi pueblo».

Nosotros somos hoy el pueblo de Dios, con nosotros Él ha hecho la alianza suprema y definitiva en Cristo Señor.

En la palabra misma «Iglesia» está la raíz griega Kaleo, es decir, llamar.  Dios toma la iniciativa, El invita, convoca; el pueblo escucha la invitación, atiende al llamado y se reúne.  Dios, con su palabra, va formando a ese pueblo, lo ilumina, lo guía, lo alienta; cuando es necesario, amorosamente lo increpa.  Luego hace con él su alianza.  Es lo que nosotros, día a día, vamos viviendo, experimentando en nuestras celebraciones eucarísticas.

Hoy, el Señor nos ha recordado que al don perfecto de su amor tiene que corresponder la efectividad de nuestro amor.

Mt 5, 43-48

De nuevo encontramos la palabra del Señor Jesús que nos aparece como perfeccionador y culminador de todas las expectativas y mandatos de la antigua alianza.  «Han oído ustedes que se dijo… pero yo les digo…»

El mandamiento del Señor es desconcertante, enorme, podemos decir, imposible: «sean perfectos como su Padre celestial es perfecto».

Sí, efectivamente, mandato imposible en él mismo.  Pero Jesús nos diría: «Yo te he abierto el camino, yo te doy las fuerzas para este actuar, yo te acompaño y te aliento».

Este mandato es expresado de otro modo: «sean misericordiosos como su Padre es misericordioso»; lo sabemos, fue explicitado en: «un mandamiento nuevo yo les dejo, un mandamiento nuevo yo les doy, que se amen unos a otros como yo lo he amado».

No olvidar que nos podemos llamar verdaderamente cristianos sólo en la medida que estemos efectivamente intentando cumplir este mandamiento.

Sábado de la I Semana de Cuaresma

Mt 5, 43-48

El motivo que Cristo alega para exigir este amor al enemigo es doble:

-Para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos. La bondad de Dios es esencial a Dios y se desborda, benéfica, sobre todos los hombres, buenos y malos.

No priva a éstos ni del beneficio del sol ni de la lluvia, la lluvia por su valor incalculable en la seca tierra oriental.

Cuando los hombres en lugar de odiar a sus enemigos, los aman, imitan y participan de esta bondad indistinta y universal del Padre, se establece así una nueva y especial relación con Él.

Esteban, mientras recibía una furiosa lluvia de piedras, oró por sus enemigos, los perdonó como Jesús en la Cruz, y tiene como compañero en el cielo al joven Saulo, que aprobaba su ejecución.

Lo que nos enseña Jesús, su gran lección a los cristianos es que debemos imitar la forma de proceder del Padre, es nuestra norma de vida.

Por eso Jesús nos pregunta qué hacemos de más, cuando solo queremos a los que nos quieren, a los del grupo, a los que compartimos simpatías y gustos.

Amar a los otros marcados como los publicanos y gentiles debe ser motivado por este amor a Dios a quien hay que imitar en la anchura del mismo.

Sábado de la I Semana de Cuaresma

Mateo 5, 43-48

Jesús nos pide que recemos por quien nos trata mal; «Amen, hagan el bien, bendigan, recen» y «no rechacen». Es darse a sí mismo, dar el corazón, precisamente a los que no nos quieren, a los que nos hacen mal, a los enemigos. Y ésta es la novedad del Evangelio».

En efecto Jesús nos muestra que no tenemos mérito si amamos a los que nos aman, porque eso lo hacen también los pecadores.

Los cristianos, en cambio, están llamados a amar a sus enemigos: «Hagan el bien y presten sin esperar nada. Sin interés y su recompensa será grande».

Ciertamente el Evangelio es una novedad. Una novedad difícil que hay que llevar adelante, yendo detrás de Jesús. «Padre, yo… yo no tengo la voluntad de hacer así»… Bueno, si no te sientes capaz de esto es un problema tuyo, pero el camino cristiano es éste. Éste es el camino que Jesús nos enseña.

Vayan por el camino de Jesús, que es la misericordia; sean misericordiosos como su Padre es misericordioso. Sólo con un corazón misericordioso podremos hacer todo lo que el Señor nos aconseja. Hasta el final.

Jesús nos pide que seamos misericordiosos y que no juzguemos. Tantas veces, dijo, parece que nosotros hemos sido nombrados jueces de los demás: con chismes, hablando mal juzgamos a todos. Y, en cambio, el Señor nos dice: «No juzguen y no serán juzgados. No condenen y no serán condenados».

Y al final nos pide que perdonemos y así seremos perdonados. Todos los días lo decimos en el Padrenuestro: «Perdónanos como nosotros perdonamos».

Si yo no perdono, ¿cómo puedo pedir al Padre que me perdone?. Jesús vino al mundo, y así lo hizo Él: dio, perdonó, no habló mal de nadie, no juzgó.

Ser cristiano no es fácil y no podemos llegar a ser cristianos sólo con la gracia de Dios o sólo con nuestras fuerzas. Y aquí viene la oración que debemos hacer todos los días: «Señor, dame la gracia de llegar a ser un buen cristiano, una buena cristiana, porque yo no logro hacerlo.»

Sábado de la I Semana de Cuaresma

Deut 26, 16-19; Mt 5, 43-48

La Alianza del Sinaí fue hecha por mediación de Moisés y sellada con la sangre de animales sacrificados.  Fue un acuerdo por el que Dios habría de ser el Dios de los israelitas y éstos serían su pueblo, a condición de que cumplieran sus mandamientos.  La nueva Alianza fue hecha por mediación de Jesucristo y sellada con su propia sangre, derramada en la cruz.  Nosotros, por nuestro Bautismo, somos el nuevo pueblo de Dios, el pueblo de la Nueva Alianza, y también a nosotros Dios nos ha puesto como condición la observancia de sus mandamientos.

La sangre de Cristo no es solamente el sello de nuestra Nueva Alianza, sino también el signo especial del amor de Dios por nosotros, su pueblo y, al mismo tiempo, el signo de la cantidad y calidad que debe tener nuestro amor a Dios.  En el evangelio de hoy, Jesucristo subraya nuestro amor por todos los hombres.  Tiene que ser un amor tan grande como el suyo.  Cuando Jesús dice que debemos amar a nuestros enemigos y rogar por los que nos persiguen, nos enseña un mandamiento que El mismo obedeció.  Clavado en la cruz, oraba por sus perseguidores, y murió en la cruz por amor a aquellos que eran sus enemigos por el pecado.

El cristianismo es una religión de alegría y felicidad, pero eso no quiere decir que todos aquellos a quienes se nos ha mandado amar, sean únicamente las personas agradables, alegres y amables.  La verdadera alegría y la felicidad real provienen de ser como Jesús, quien no excluía a nadie de su amor, ni a sus grandes enemigos ni a los pequeños; ni siquiera a la gente que lo mandó a la muerte ni a la que simplemente lo importunaba o molestaba cuando necesitaba de paz y descanso.

Las personas a las que se dirigía la primera lectura de hoy, vivieron mucho tiempo después de la Antigua Alianza.  Las palabras de la lectura se proclamaban ante ellos en un rito litúrgico, a fin de que pudieran renovar personalmente su Alianza con Dios.  Ahora, cuando lleguemos al final de la Cuaresma, el Sábado Santo, seremos invitados, en un rito litúrgico, a renovar nuestra Alianza con Dios por medio de la renovación de nuestro Bautismo.  Esa renovación tendrá un significado muy pobre, a no ser que durante la Cuaresma hayamos hecho grandes esfuerzos para poner en práctica el gran mandamiento del amor, de un amor como el de Jesucristo, que abrazaba a todos y no excluía a nadie.