Sábado de la II Semana de Cuaresma

Est 1,3-5.12-14

La primera lectura de hoy es una confiada oración a Dios. 

La primera imagen de confianza que oímos es la conocidísima y muy expresiva del pastor.  Las realidades son muy duras, el pueblo se siente como un rebaño de ovejas entre la maleza, rodeado de campos feraces.  Se hace alusión a las tierras de Basán y Galaad, proverbialmente ricas.

Se apela a la fidelidad de Dios, a sus promesas a los padres antiguos.  Se apela a su misericordia que siempre perdona, a su poderosa compasión.

Todas estas ideas nos las podemos apropiar, pero ya con la experiencia de su cumplimiento en Cristo Señor.

Mt 7, 7-12

Esta es la parábola de la misericordia de Dios y el horror del pecado. Meditemos en estos aspectos y apliquémoslos a nuestra vida. El hijo menor, el más querido, se aleja del Padre con su herencia.

Normalmente, la herencia se reparte cuando el padre muere. Es decir para el hijo menor el padre ya estaba muerto. Una vez que lo gastó todo se da cuenta de que la felicidad no está en la concupiscencia de la vida o los vicios, sino con su padre.

Pero le mandan a apacentar cerdos… qué bajo ha caído. Entra en sí mismo, es decir, hace un examen de conciencia y se humilla, se reconoce pecador, que ha obrado mal. Pero no se queda ahí, sino que se levanta y se va a su padre para pedirle perdón y que le acepte de nuevo.

Pero el padre le llena de besos. Es porque lo ama, porque Dios nos ama tanto que aunque estemos batidos en el lodo de nuestras pasiones desordenadas, hace hasta lo imposible para levantarnos y acogernos en su casa olvidando el pasado. Esto es perdonar. Esto es verdadero amor. Y este es el amor que Cristo tiene para cada uno de nosotros.

Él está ahí, esperándonos con la mano extendida para levantarnos otra vez, para darnos otra oportunidad. Ojalá que jamás dudemos de la misericordia y del amor de Dios. Basta con hacer la experiencia… en el confesionario, donde Cristo nos espera con el corazón abierto, ardiendo en amor por nosotros.

Sábado de la II Semana de Cuaresma

Miq 7, 14-15. 18-20

El pueblo ha regresado del destierro, se siente pobre y abandonado, «como ovejas aisladas en la maleza».  De allí la oración confiada al pastor de Israel.

Se le recuerdan a Dios las figuras de los grandes antepasados que fueron tan sus amigos.  Se le recuerdan sus amorosas intervenciones para convocar al pueblo, para guiarlo hasta la tierra prometida, el perdón que había concedido a los olvidos y traiciones.

Se le pide lleve de nuevo a su rebaño a los ricos pastizales de Transjordania, figuras de una vida nueva, rica en la fidelidad y el amor.

Lc 15, 1-3. 11-32

Nunca nos cansemos de escuchar la bellísima y emotiva parábola que llamamos del hijo pródigo, que más bien tendría que llamarse del «padre amoroso», o más ampliamente, del «padre generoso y del hermano cerrado, tacaño».

Usa el Señor todas las imágenes contrastantes de la actitud del hijo menor, tan desamorado, tan heridor del padre, tan dilapidador de los bienes.  Y la del padre, en expectativa amorosa del retorno de su hijo: «estaba todavía lejos cuando su padre lo vio»; su generosidad sin límites: «pronto… hagamos fiesta…»

Claro que es también un llamado a nuestra confianza en ese amor generoso, sin límites del Padre.  Es un llamado a nuestra conversión constante: «me levantaré y volveré a mi Padre…»

Es la parábola un contraste entre la generosidad del padre: «comamos y hagamos fiesta  porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida…», y la pequeñez de corazón del hijo mayor que se enoja por la generosidad del padre y se lo echa en cara: «no quería entrar»; que no reconoce a su hermano: «ese hijo tuyo…»

¿Qué nos dice esta parábola en nuestra relación con Dios?  ¿Y en nuestra relación con los demás?

Sábado de la II Semana de Cuaresma

Mt 7, 7-12

Hoy nos presenta la Iglesia una de las tres parábolas de la misericordia del evangelista Lucas. Con esta parábola Jesús quiere mostrar la inmensa misericordia de Dios, que es un Padre bueno para con sus hijos. Dios acoge y ama a todos por igual, sin distinción alguna. Sin embargo, el obstáculo para poder experimentar este amor lo ponemos nosotros.

Por una parte, Jesús nos presenta al hijo menor, que se aleja de la casa del Padre y muestra las consecuencias que conlleva transitar por caminos opuestos a la voluntad de Dios. ¿Quién no se ha alejado alguna vez del camino de Dios? Bien sabemos que cuando nos alejamos de Dios sólo encontramos desengaño, miseria y soledad. Pero lo bueno es hacer como hizo este hijo, que en un momento dado “entró dentro de sí” y se dio cuenta de que se había equivocado.

Es bueno pararse de vez en cuando, entrar en nuestro interior, examinar nuestros actos, nuestro comportamiento y ver si realmente estamos viviendo como Dios quiere, si estamos siendo coherentes con nuestra vida. Siempre estamos a tiempo de volver al buen camino, de volvernos a Dios.

Por otro lado, aparece la actitud del hijo mayor, que aparentemente es el que está en el camino de Dios, porque siempre ha estado junto a Él, siendo cumplidor y considerándose justo y fiel, pero que al fondo con su gran soberbia se ha alejado de lo principal de un verdadero cristiano, que es practicar la misericordia y no juzgar a los demás.

Sin duda, que el gran protagonista de la parábola es el padre, el cual sale al encuentro de los dos hijos. A Él es a quien tenemos que imitar siempre en su gran misericordia para con todos.

Repasemos nuestra vida a la luz de cada uno de estos personajes y veamos en cuál de estas tres figuras nos vemos reflejados. ¿Realmente actuamos como el padre?

Sábado de la II Semana de Cuaresma

Est 1,3-5.12-14; Mt 7, 7-12

Confiar en Dios requiere, de cada uno de nosotros, que nos pongamos en sus manos. Esta confianza en Dios, base de la conversión del corazón, requiere que auténticamente estemos dispuestos a soltarnos en Él.

Cada uno de nosotros, cuando busca convertir su corazón a Dios nuestro Señor y busca acercarse a Él, tiene que pasar por una etapa de espera. Esto puede ser para nuestra alma particularmente difícil, porque aunque en teoría estamos de acuerdo en que la santidad es obra de la gracia, en que la santidad es obra del Espíritu Santo sobre nuestra alma, tendríamos que llegar a ver si efectivamente en la práctica, en lo más hondo de nuestro corazón lo tenemos arraigado, si estamos auténticamente listos interiormente para soltarnos en confianza plena para decir: “Yo estoy listo Señor, confío en Ti”

Desde mi punto de vista, el alma puede a veces perderse en un campo bastante complejo y enredarse en complicaciones interiores: de sentimientos y luchas interiores; o de circunstancias fuera de nosotros, que nos oprimen, que las sentimos particularmente difíciles en determinados momentos de nuestra vida. Son en estas situaciones en las que cada uno de nosotros, para convertir auténticamente el corazón a Dios, no tiene que hacer otra cosa más que confiar.

Qué curioso es que nosotros, a veces, en este camino de conversión del corazón, pensemos que es todo una obra de vivencia personal, de arrepentimiento personal, de virtudes personales.

Estamos en Cuaresma, vamos a Ejercicios y hacemos penitencia, pero ¿cuál es tu actitud interior? ¿Es la actitud de quien espera? ¿La actitud de quien verdaderamente confía en Dios nuestro Señor todos sus cuidados, todo su crecimiento, todo su desarrollo interior? ¿O nuestra actitud interior es más bien una actitud de ser yo el dueño de mi crecimiento espiritual?

Mientras yo no sea capaz de soltarme a Dios nuestro Señor, mi alma va a crecer, se va a desarrollar, pero siempre hasta un límite, en el cual de nuevo Dios se cruce en mi camino y me diga: “¡Qué bueno que has llegado aquí!, ahora tienes que confiar plenamente en mí”. Entonces, mi alma puede sentir miedo y puede echarse para atrás; puede caminar por otra ruta y volver a llegar por otro camino, y de nuevo va a acabar encontrándose con Dios nuestro Señor que le dice: “Ahora suéltate a Mí”; una y otra vez, una y otra vez.

Éste es el camino de Dios sobre todas y cada una de nuestras almas. Y mientras nosotros no seamos capaces de dar ese brinco, mientras nosotros no sintamos que toda la conversión espiritual que hemos tenido no es en el fondo sino la preparación para ese soltarnos en Dios nuestro Señor, no estaremos realmente llegando a nada. El esfuerzo exterior sólo tiene fruto y éxito cuando el alma se ha soltado totalmente en Dios nuestro Señor, se ha dejado totalmente en Él. Sin embargo, todos somos conscientes de lo duro y difícil que es.

¿Qué tan lejos está nuestra alma en esta conversión del corazón? ¿Está detenida en ese límite que no nos hemos atrevido a pasar? Aquí está la esencia del crecimiento del alma, de la vuelta a Dios nuestro Señor. Solamente así Dios puede llegar al alma: cuando el alma quiere llegar al Señor, cuando el alma se suelta auténticamente en Él.

Nuestro Señor nos enseña el camino a seguir. La Eucaristía es el don más absoluto de que Dios existe. De alguna forma, con su don, el Señor me enseña mi don a Él. La Eucaristía es el don más profundo de Dios en mi existencia. ¿De qué otra forma más profunda, más grande, más completa, puede dárseme Dios nuestro Señor?

Hagamos que la Eucaristía en nuestras almas dé fruto. Ese fruto de soltarnos a Él, de no permitir que cavilaciones, pensamientos, sentimientos, ilusiones, fantasías, circunstancias, estén siendo obstáculos para ponernos totalmente en Dios nuestro Señor. Porque si nosotros, siendo malos, podemos dar cosas buenas, ¿cómo el Padre que está en los Cielos, no les va a dar cosas buenas a los que se sueltan en Él, a los que esperan de Él?

Pidámosle a Jesucristo hacer de esta conversión del corazón, un soltar, un entregarnos plenamente en nuestro interior y en nuestras obras a Dios. Sigamos el ejemplo que Cristo nos da en la Eucaristía y transformemos nuestro corazón en un lugar en el cual Dios nuestro Señor se encuentra auténticamente como en su casa, se encuentra verdaderamente amado y se encuentra con el don total de cada uno de nosotros.