Sábado de la III Semana de Cuaresma

Os 6, 1-6;

Nosotros solemos, al hablar de Dios, aplicarle conceptos humanos; y es natural, no tenemos otra cosa para hablar de Él que nuestras experiencias, nuestras realidades, nuestras imágenes, nuestro vocabulario; pero ninguna palabra, ningún concepto, puede abarcar a Dios ni definirlo totalmente.  Uno de los conceptos que aplicamos a Dios desde nuestra experiencia es el enojo, el castigo.  Si habláramos de castigo de Dios como revancha, explosión de ira destructora, no contenida («la haces, la pagas»), estéril, estaríamos muy equivocados.  Todo en Dios es amor, toda su acción es amorosa, toda, aun la que nos desconcierta por dolorosa.

Las tribus de Efraín y Judá lo reconocen, en la lectura profética que escuchamos: «Él nos curará, Él nos vendará, nos devolverá la vida».

Otra muy bella alusión pascual se nos hizo presente: «en dos días nos devolverá la vida y al tercero nos levantará».  No olvidemos que el camino de conversión de la Cuaresma nos lleva a desembocar en las celebraciones pascuales, fiestas de vida nueva en Cristo Señor.

Lc 18, 9-14

La humildad, la sencillez, la docilidad al Espíritu Santo son esenciales para abrir el corazón de Cristo. A los hombres nos gusta que nos aprecien, que nos estimen, que nos tomen en cuenta, que nos amen. Buscamos llamar la atención de quien nos rodea, de quien queremos que nos ame. ¿No queremos de igual forma llamar la atención de Cristo? ¿No queremos que Cristo nos vea y nos manifieste su amor? Pues estas virtudes serán el motivo para que Dios pose su mirada en nosotros. Siempre lo hace pero si nos esforzamos en vivir estas virtudes lo hará de manera especial.

Por el contrario, la soberbia, el orgullo, la vanidad nacen del egoísmo y lo que parecería oración no es otra cosa más que alabanza a nosotros mismos. Como el fariseo que agradecía a Dios no ser como los demás hombres porque no cometía sus mismos errores y pecados que ellos.

Los dos hombres estaban en oración pero qué oraciones tan distintas. Una hecha con presunción personal y la otra con humildad, con el corazón triste por haber fallado a Dios.

¿Quiere decir entonces que para hacer buena oración forzosamente debemos golpearnos el pecho y debamos hacer exámenes personales de autocrítica, rayando casi con un pesimismo? Seguramente Cristo no quiere esto. Él más bien nos pide que como niños nos acerquemos a su corazón reconociendo las cualidades que nos ha dado pero tan bien con la humildad necesaria para reconocer nuestras faltas. Recordemos lo que dice el Catecismo respecto a la oración, dice que la piedad de la oración no está en la cantidad de las palabras sino en el fervor de nuestra alma.

Pidamos a Cristo que nos enseñe a orar con espíritu humilde y sencillo como el publicano.

Sábado de la III Semana de Cuaresma

Os 6, 1-6

Nosotros solemos, al hablar de Dios, aplicarle conceptos humanos; y es natural, no tenemos otra cosa para hablar de Él que nuestras experiencias, nuestras realidades, nuestras imágenes, nuestro vocabulario; pero ninguna palabra, ningún concepto, puede abarcar a Dios ni definirlo totalmente.  Uno de los conceptos que aplicamos a Dios desde nuestra experiencia es el enojo, el castigo.  Si habláramos de castigo de Dios como revancha, explosión de ira destructora, no contenida («la haces, la pagas»), estéril, estaríamos muy equivocados.  Todo en Dios es amor, toda su acción es amorosa, toda, aun la que nos desconcierta por dolorosa.

Las tribus de Efraín y Judá lo reconocen, en la lectura profética que escuchamos: «Él nos curará, Él nos vendará, nos devolverá la vida».

Otra muy bella alusión pascual se nos hizo presente: «en dos días nos devolverá la vida y al tercero nos levantará».  No olvidemos que el camino de conversión de la Cuaresma nos lleva a desembocar en las celebraciones pascuales, fiestas de vida nueva en Cristo Señor.

Lc 18, 9-14

Nos habremos fijado en los contrastes de los dos protagonistas de la parábola de hoy: un fariseo, es decir, un perteneciente a un grupo religioso muy fuerte, los «perusim» (los separados).  Ellos se llamaban a sí mismos «haberim» (los compañeros); y otro con un gran letrero en la frente: «pecador», un publicano.  Dos posturas, dos lugares, dos oraciones.  Una casi exigencia: yo ayuno, yo pago… -de orgullo: no soy como los demás… -de falta de caridad: no soy como ese publicano.  La otra, de humildad y reconocimiento, al mismo tiempo, del propio mal y de la piedad amorosa de Dios.

Y dos resultados: uno, justificado; el otro, hay que suponer que no, al contrario, su oración fue un insulto a Dios y a los demás.

¿Al cuál de estas dos actitudes y oraciones se asemeja la nuestra?

Sábado de la III Semana de Cuaresma

Lc 18, 9-14

El evangelio de hoy comienza indicándonos a quienes va dirigida la parábola: a los que, teniéndose por justos, se sienten seguros de sí mismos y desprecian a los demás. Y es que, volviendo a lo que decíamos del conocimiento, nosotros podemos engañarnos creyéndonos justos ante Dios y los hombres, por nuestras “buenas obras” (limosnas, ayunos, oraciones), pero Dios conoce nuestro corazón y sabe qué nos mueve por dentro y cuáles son nuestras intenciones e intereses. A veces nuestra limosna lleva una buena dosis de vanagloria, nuestros ayunos son egoístas y no nos conducen a compartir con los que menos tienen y nuestras oraciones, en vez de ser un abandono total en las manos de nuestro Padre para que se haga su voluntad y no la nuestra, es una interminable lista de “pedidos y de quejas”.

En cambio, como nos decía el salmista, un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias, Señor. Ante eso, nuestro Dios se desborda en Gracia y Misericordia. La oración y la actitud del publicano tocan el Corazón de Dios. Esta ha de ser nuestra actitud ante Dios y ante los demás, pues el que se humilla será enaltecido, y esa ha de ser nuestra oración, abandonarnos confiados a Dios, mostrándole sin miedo, nuestra pobreza y pecado: ¡oh Dios!, ten compasión de este pecador.      

Sábado de la III Semana de Cuaresma

Oseas 6,1-6; San Lucas 18,4-18

Las palabras del Señor que oímos ayer: “Vuelve, regresa a casa” (cfr. Os 14,2), en el mismo libro del profeta Oseas encontramos la respuesta: «Vamos a volver al Señor». Es la respuesta cuando ese “vuelve a casa” toca el corazón: «Vamos a volver al Señor. Porque Él ha desgarrado y Él nos curará; Él nos ha golpeado, y Él nos vendará.  Procuremos conocer al Señor. Su manifestación es segura como la aurora» La confianza en el Señor es segura: «Vendrá como la lluvia, como la lluvia de primavera y su sentencia surge como la luz que empapa la tierra». Y con esa esperanza el pueblo comienza el camino para regresar al Señor. Y una de las maneras, de los modos de encontrar al Señor es la oración. Recemos al Señor, volvamos a Él.

En el Evangelio Jesús nos enseña cómo rezar. Hay dos hombres, uno un presuntuoso que va a rezar, pero para decir que es bueno, como si dijese a Dios: “Mira, soy tan bueno: si necesitas algo, dímelo, yo resuelvo tu problema”. Así se dirige a Dios. Presunción. Quizá hacía todas las cosas que decía la Ley, y lo dice: «Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo»… “soy bueno”. Esto nos recuerda también otros dos hombres. Nos recuerda al hijo mayor de la parábola del hijo pródigo, cuando dice al padre: “Yo que soy tan bueno no tengo fiesta, y a este, que es un desgraciado, le haces la fiesta…”. Presuntuoso. El otro, del que escuchamos su historia estos días, es aquel hombre rico, un sin-nombre, pero era rico, incapaz de darse un nombre, pero era rico, no le importaba nada de la miseria de los demás. Son esos que tienen seguridad en sí mismos o en el dinero o en el poder…

Luego está el otro, el publicano. Que no va ante el altar, no, se queda a distancia. «Quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”» También este nos lleva al recuerdo del hijo pródigo: se dio cuenta de los pecados cometidos, de las cosas malas que había hecho; también se golpeaba el pecho: “Volveré a mi padre y le diré: padre, he pecado”. La humillación nos recuerda a aquel otro, al mendigo, Lázaro, a la puerta del rico, que vivía su miseria ante la presunción de aquel señor. Siempre este binomio de personas en el Evangelio.

En este caso, el Señor nos enseña cómo rezar, cómo acercarse, cómo debemos acercarnos al Señor: con humildad. Hay una bonita imagen en el himno litúrgico de la fiesta de San Juan Bautista. Dice que el pueblo se acercaba al Jordán para recibir el bautismo, “desnuda el alma y los pies”: rezar con el alma desnuda, sin maquillaje, sin disfrazarse de virtudes. Él, lo hemos leído al inicio de la Misa, perdona todos los pecados pero necesita que yo le haga ver los pecados, con mi desnudez. Rezar así, desnudos, con el corazón desnudo, sin tapar, sin tener confianza ni en lo que aprendí sobre el modo de rezar… Rezar, tú y yo, cara a cara, el alma desnuda. Esto es lo que el Señor nos enseña. En cambio, cuando vamos al Señor demasiado seguros de nosotros mismos, caemos en la presunción del fariseo o del hijo mayor o de aquel rico al que no le faltaba nada. Tendremos nuestra seguridad en otra parte. “Yo voy al Señor…, quiero ir para ser educado… y le hablo de tú…”. Ese no es el camino. La senda es abajarse. El abajamiento. La senda es la realidad. Y el único hombre aquí, en esta parábola, que comprendió la realidad, era el publicano: “Tú eres Dios y yo soy pecador”. Esa es la realidad. Pero digo que soy pecador no con la boca: con el corazón. Sentirse pecador.

No olvidemos esto que el Señor nos enseña: justificarse a sí mismos es soberbia, es orgullo, es exaltarse a sí mismo. Es disfrazarse de lo que no soy. Y las miserias se quedan dentro. El fariseo se justificaba a sí mismo. Hay que confesar directamente los pecados, sin justificarlos, sin decir: “Pero, no, he hecho esto pero no era culpa mía…”. El alma desnuda. El alma desnuda.

Que el Señor nos enseñe a entender esto, esta actitud para comenzar la oración. Cuando la oración la empezamos con nuestras justificaciones, con nuestras seguridades, no será oración: será hablar con el espejo. En cambio, cuando comenzamos la oración con la verdadera realidad –“soy pecador, soy pecadora”– es un buen paso adelante para dejarse mirar por el Señor. Que Jesús nos enseñe esto.

Sábado de la III Semana de Cuaresma

Os 6, 1-6; Lc 18, 9-14

Había una vez un joven perfectamente consciente de su baja estatura.  Había determinado buscar solamente a las muchachas más bajitas que él, de modo que pudiera hacerse la ilusión de que era alto.  Este mismo auto-engaño, sólo que en un campo mucho más serio, era uno de los problemas del fariseo, protagonista del evangelio de hoy.  Su oración, lejos de ser una humilde y sincera aceptación de sus debilidades, era una forma de auto-elogio, porque estaba tomando un punto equivocado de comparación.  Más bien que compararse con una gente que se suponía codiciosa, deshonesta y adúltera, debía haberse comparado con Dios, que es la perfección absoluta.

Es probable que ahora mismo, aquí, en la Misa, algunos de nosotros pensemos que somos mejores que otras personas que no respetan ni la religión ni la moral.  Sin embargo, al iniciar cada Misa, se nos pide que recordemos nuestros pecados y que digamos sinceramente: «Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador».  Sin duda alguna, todos nosotros somos pecadores en comparación con la bondad de Dios.  Y es Dios el que debía de ser nuestro punto de comparación, puesto que Jesús dijo: «Sean perfectos, como el Padre celestial es perfecto».

Estar delante de Dios con una actitud humilde, con una aceptación sincera de nuestra imperfección, es la clave de la verdadera oración.  Advirtamos que la «oración» del fariseo era una mezcla de orgullo y autocomplacencia.  No le pedía nada a Dios, pero tampoco le daba nada.  El publicano, en cambio, pedía misericordia, y fue él quien salió del templo justificado.  Si queremos que nuestra oración sea efectiva, debemos comenzar pidiéndole a Dios misericordia.