Sábado de la IV Semana de Cuaresma

Jer 11, 18-20

Hoy escuchamos otra de las «pasiones» proféticas, es decir, de los preanuncios de la Pascua de Cristo.  Se habla del hombre bueno, que es despreciado, perseguido, humillado y muerto, pero que pone su esperanza en Dios, que ve en perspectiva, aunque sea lejana, su reivindicación.

Hoy veíamos cómo Jeremías usa una imagen muy sacrificial, la imagen del cordero.  Así será llamado Jesús, El mismo morirá, según Juan, a la hora en que se mataban los corderos para la fiesta pascual.  En el Apocalipsis Juan lo verá como un cordero sacrificado y sin embargo vencedor.

El profeta evoca la venganza del Señor sobres sus enemigos.  Jesús invocará sobre ellos el perdón de su Padre al decir: «Perdónalos porque no saben lo que hacen».

El salmo responsorial con que respondíamos a Dios con sus propias palabras, diciendo «En ti, Señor me refugio», prolonga el grito de confianza del profeta.  Jesús llevará a plenitud esta confianza cuando en la cruz dice: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu».

Jn 7, 40-53

Hace unos años un sacerdote misionero viajaba a una isla “perdida”. Allí comenzó a anunciar el evangelio. Los habitantes de aquel lugar al escuchar sus palabras se quedaron asombrados y decían al misionero: “¿cómo es posible que este hermoso mensaje llega a estas tierras sólo después de más 2000 años?” ¡Es triste, pero esa es la realidad! Se ha dividido en tantas opiniones el mensaje de Cristo que es necesario luchar por su unidad, por anunciar su palabra a quien aún no lo ha escuchado.

Por ejemplo, sólo hay un 16% de católicos. Los cristianos en total son cerca de un 30%. El resto del mundo tiene otra creencia o no cree en nada. Es decir que para dos tercios de la población mundial, Jesucristo no significa mucho. Incluso hay gente que ni ha oído hablar de Jesucristo.

En tiempos de Jesús, pasaba lo mismo. Unos creían en él y otros no. Unos le amaban hasta la locura – díganme si no qué tiene de «razonable» rociar todo un valioso perfume sobre los pies de otra persona y secarlo con los propios cabellos- y otros le odiaban a muerte, y muerte de cruz. El mensaje era claro: “Él es el hijo de Dios, el Mesías, el redentor de la humanidad. El murió por nosotros, para liberarnos de nuestros pecados y abrirnos las puertas del cielo. Y quien cree en él y le acoge se salvará”.

Delante de Cristo el hombre no se puede quedar indiferente. Esa ya sería una actitud derrotista. ¿Qué actitud tenemos nosotros? ¿Es tan difícil creer en él? A una conclusión podemos llegar leyendo este evangelio: razones humanas siempre las podemos tener para no aceptar a Cristo, aunque muchas más para creer en él. No olvidemos, sin embargo, que la fe es un don que Dios regala a aquellos que son sencillos y se lo piden. ¡Pidamos a Dios que aumente cada día nuestra fe! Tenemos mucho que ganar.

Sábado de la IV Semana de Cuaresma

Jer 11, 18-20

Hoy escuchamos otra de las «pasiones» proféticas, es decir, de los preanuncios de la Pascua de Cristo.  Se habla del hombre bueno, que es despreciado, perseguido, humillado y muerto, pero que pone su esperanza en Dios, que ve en perspectiva, aunque sea lejana, su reivindicación.

Hoy veíamos cómo Jeremías usa una imagen muy sacrificial, la imagen del cordero.  Así será llamado Jesús, El mismo morirá, según Juan, a la hora en que se mataban los corderos para la fiesta pascual.  En el Apocalipsis Juan lo verá como un cordero sacrificado y sin embargo vencedor.

El profeta evoca la venganza del Señor sobres sus enemigos.  Jesús invocará sobre ellos el perdón de su Padre al decir: «Perdónalos porque no saben lo que hacen».

El salmo responsorial con que respondíamos a Dios con sus propias palabras, diciendo «En ti, Señor me refugio», prolonga el grito de confianza del profeta.  Jesús llevará a plenitud esta confianza cuando en la cruz dice: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu».

Jn 7, 40-53

En el evangelio de hoy contemplamos las divididas opiniones que había sobre Jesús.  Será «señal de contradicción», había dicho Simeón.  «Para unos escándalo, para otros insensatez», dirá Pablo.  Hay quienes creen que es el profeta anunciado por Moisés  o el mismo Mesías.

Para los corazones sencillos y acogedores, la admiración provocada por Jesús es ya un inicio de la fe.  «Nadie ha hablado nunca como este hombre», dijeron algunos.  Antes se dijo: «y muchos entre la gente creyeron en Él y decían: `Cuando venga el Cristo ¿hará más señales de las que éste hace?¨´.

Vemos que los notables y sabios, cerrados en su autosuficiencia, insultan a los que siguen a Jesús diciendo: «La chusma ésa que no entiende la ley está maldita».

Hay uno sin embargo que es imagen de los que no se encierran en sus prejuicios sino que están disponibles para acoger la verdad: Nicodemo.

¿Cuál es mi respuesta práctica a la pregunta de «¿quién es Jesús?»

Sábado de la IV Semana de Cuaresma

Jn 7, 40-53

“Y se volvieron cada uno a su casa»: después de la discusión y todo eso, cada uno volvió a sus convicciones. Hay una división en la gente: el pueblo que sigue a Jesús lo escucha –no se da cuenta del mucho tiempo que pasa escuchándolo, porque la Palabra de Jesús entra en el corazón– y el grupo de los doctores de la Ley que a priori rechaza a Jesús porque no actúa según la ley, según ellos. Son dos grupos de personas. El pueblo que ama a Jesús, lo sigue, y el grupo de los intelectuales de la Ley, los jefes de Israel, los jefes del pueblo. Esto se ve claro cuando «los guardias del templo acudieron a los sumos sacerdotes y fariseos, y estos les dijeron: “¿Por qué no lo habéis traído?”. Los guardias respondieron: “Jamás ha hablado nadie como ese hombre. Los fariseos les replicaron: “¿También vosotros os habéis dejado embaucar? ¿Hay algún jefe o fariseo que haya creído en él? Esa gente que no entiende de la Ley son unos malditos”». Este grupo de doctores de la Ley, la élite, siente desprecio por Jesús. Pero también siente desprecio por el pueblo, “esa gente”, que es ignorante, que no sabe nada. El santo pueblo fiel de Dios cree en Jesús, lo sigue, y ese grupito de élite, los doctores de la Ley, se separa del pueblo y no recibe a Jesús. ¿Cómo así, si eran ilustrados, inteligentes, habían estudiado? Porque tenían un gran defecto: habían perdido la memoria de su propia pertenencia a un pueblo.

El pueblo de Dios sigue a Jesús… no sabe explicar por qué, pero lo sigue y llega al corazón, y no se cansa. Pensemos en el día de la multiplicación de los panes: han estado toda la jornada con Jesús, hasta el punto de que los apóstoles dicen a Jesús: “Despídelos, para que vayan a comprarse de comer” (cfr. Mc 6,36). Hasta los apóstoles tomaban distancia, no tenían en consideración, no despreciaban, pero no tenían en consideración al pueblo de Dios. “Que vayan a comer”. La respuesta de Jesús: “Dadles vosotros de comer”. Los devuelve al pueblo.

Esta división entre la élite de los dirigentes religiosos y el pueblo es un drama que viene de lejos. Pensemos también en el Antiguo Testamento, en la actitud de los hijos de Elí en el templo: usaban al pueblo de Dios; y si viene a cumplir la Ley alguno de ellos un poco ateo, decían: “Son supersticiosos”. El desprecio del pueblo. El desprecio de la gente “que no es educada como nosotros que hemos estudiado, que sabemos…”. En cambio, el pueblo de Dios tiene una gracia grande: el olfato. El olfato de saber dónde está el Espíritu. Es pecador, como nosotros: es pecador. Pero tiene ese olfato de conocer las sendas de la salvación.

El problema de las élites, de los clérigos de élite como esos, es que habían perdido la memoria de su pertenencia al pueblo de Dios; se han vuelto sofisticados, han pasado a otra clase social, se sienten líderes. Eso es el clericalismo, que ya se daba allí. “¿Pero cómo es posible –he oído estos días– que esas monjas, esos sacerdotes que están sanos vayan a los pobres a darles de comer, y pueden coger el coronavirus? ¡Diga a la madre superiora que no deje salir a las monjas, diga al obispo que no deje salir a los sacerdotes! ¡Ellos están para los sacramentos! ¡Pero para dar de comer, que provea el gobierno!”. De esto se habla en estos días: el mismo argumento. “Es gente de segunda clase: nosotros somos la clase dirigente, no debemos ensuciarnos las manos con los pobres”.

Tantas veces pienso: es gente buena –sacerdotes, monjas– que no tienen el valor de ir a servir a los pobres. Algo falta. Lo que faltaba a esa gente, a los doctores de la Ley. Han perdido la memoria, han perdido lo que Jesús sentía en el corazón: que era parte de su propio pueblo. Han perdido la memoria de lo que Dios dijo a David: “Yo te tomé del rebaño”. Han perdido la memoria de su pertenencia al rebaño.

Y estos, cada uno, cada uno volvió a su casa. Una división. Nicodemo, que algo veía –era un hombre inquieto, quizá no tan valiente, bastante diplomático, pero inquieto–, fue a Jesús después, pero era fiel en lo que podía; intenta una mediación y parte de la Ley: «¿Acaso nuestra ley permite juzgar a nadie sin escucharlo primero y averiguar lo que ha hecho?». Le respondieron, pero no respondieron a la pregunta sobre la Ley: «¿También tú eres galileo? Estudia y verás que de Galilea no salen profetas». Y así acabaron la discusión.

Pensemos también hoy en tantos hombres y mujeres cualificados en el servicio de Dios que son buenos y van a servir al pueblo; tantos sacerdotes que no se separan del pueblo. El otro día me llegó una fotografía de un sacerdote, párroco de montaña, de muchas aldeas, en un lugar donde nieva, y en la nieve llevaba el ostensorio a los pueblecitos para dar la bendición. No le importaba la nieve, no le importaba el ardor que el frío le hacía sentir en sus manos en contacto con el metal de la custodia: solo le importaba llevar a Jesús a la gente.

Pensemos, cada uno, de qué parte estamos, si estamos en medio, un poco indecisos, si estamos con el sentir del pueblo de Dios, del pueblo fiel de Dios que no puede fallar. Y pensemos en la élite que se separa del pueblo de Dios, en ese clericalismo. Y tal vez nos venga bien a todos el consejo que Pablo da a su discípulo, el obispo, joven obispo Timoteo: “Acuérdate de tu madre y de tu abuela”. Acuérdate de tu madre y de tu abuela. Si Pablo aconsejaba esto era porque sabía bien el peligro al que llevaba ese sentido de élite en nuestra gestión.

Sábado de la IV Semana de Cuaresma

Jn 7, 40-53

Nicodemo era un fariseo, un rabino y un miembro del máximo tribunal que constituía el cuerpo gobernante supremo de los judíos.  Su primer encuentro con Jesús y poco tiempo antes de los acontecimientos que se relatan en el evangelio de hoy, fue en secreto, durante la noche, porque Nicodemo tenía miedo de que su reputación se manchara frente a sus compañeros, puesto que todos ellos se oponían vehementemente a Jesús.  En esta ocasión, sin embargo, tuvo el valor suficiente para poner de relieve un punto de la ley en favor de Jesús.

Después de la crucifixión, con más valor todavía, asistió a la sepultura de Jesús.

El Señor buscaba a los hombres que tuvieran, al menos, valor para defender sus convicciones, como era el caso de Nicodemo.  Pero encontró muy pocos.  ¡Qué grande debe haber sido su desilusión al saber que alguien por cobardía, tergiversaba las Escrituras para encontrar falsas razones contra El!  ¡Qué grande debió de ser su tristeza al ver que muchos se acobardaban ante los fariseos!

Jeremías, en la primera lectura, fue un hombre muy valiente que, a pesar de compararse con un cordero llevado al matadero, mantuvo firme sus convicciones.

Lo mismo que Nicodemo o, mejor todavía, lo mismo que Jeremías, debemos tener el valor de sostener nuestras convicciones.  Debemos ser testigos de Cristo ante los demás.  No cumplimos con nuestra religión simplemente con la oración y los actos de culto, porque la Iglesia es , como lo expesa el Concilio Vaticano II, «la Iglesia en el mundo actual».  La misión especial de los laicos es la de llevar a Cristo al hombre moderno.  También el Decreto sobe el Apostolado de los seglares dice que eso lo hacen «mediante el testimonio mismo de su vida cristiana y las obras buenas realizadas dentro de un espíritu sobrenatural», aunque señala también que «un verdadero apóstol busca la oportunidad de anunciar a Cristo con palabras dirigidas, tanto a los no creyentes, con miras a conducirlos hacia la fe, como a los creyentes, con miras a instruirlos y motivarlos hacia una vida más fervorosa»

Ni el temor por nuestra reputación ni por nuestra seguridad debe ser una excusa para dejar de defender y proclamar a Cristo.  El Señor quiere y necesita católicos que tengan el valor de sostener sus convicciones.