Sábado de la V Semana de Cuaresma

Ez 37, 21-28

Hoy oímos un anuncio profético de restauración absoluta.  Su optimismo nos puede parecer todavía más grande si tenemos en cuenta las circunstancias tan difíciles que prevalecían durante el destierro de Babilonia.

Dios aparece claramente como el cuidadoso y amoroso restaurador de su pueblo.

La base es la alianza a la que el pueblo no ha sido fiel, pero que Dios mantiene en su fidelidad absoluta: “Yo voy a ser su Dios y ellos va a ser mi pueblo”.  Esta es la fórmula fundacional que hoy escuchamos dos veces.

Cada una de las heridas del pueblo será restañadas perfectamente: la herida de la dispersión –“los congregaré”-, la herida de la división en dos reinos, Judá e Israel, hecha después de Salomón –“nunca más volverán a ser dos naciones”.

Todos vivirán bajo un solo pastor.  La figura ideal de David es evocada: “David será su rey para siempre”.  Pero sobre todo es curada la herida más profunda, la de la infidelidad del pueblo, cuando se le dice: “Ya no volverán a mancharse”.

Jn 11, 45-56

Una vez más, Cristo, el redentor del hombre, nos da la oportunidad de buscar la conversión, de volver a la intimidad del Padre como el hijo pródigo. Cuantas veces, quizá, le hemos dado la espalda, olvidándonos de las maravillas que Él ha realizado en nosotros, como les sucedió a los fariseos que, a causa de su cerrazón no supieron apreciar las obras que Cristo estaba obrando en ellos. Así nos lo dice el evangelio: «Por eso Jesús ya no andaba en público con los judíos sino que se retiró al desierto».

Por eso, necesitamos de redención, de volver a nosotros mismos, como lo hicieron los judíos que creyeron ante la claridad de un milagro. Necesitamos convertirnos a Dios para terminar con la indiferencia que acecha nuestro interior.

Conversión para valorar el don de nuestra fe en Cristo. Esta conversión significa convencerse de Cristo. Para esto, no hay nada mejor que profundizar en ese primer encuentro en que Él se acercó a nuestra vida y nos propusimos seguir sus caminos. Por ello, quien más le conoce más se convence, y quien más se convence, más se enamora de Él.

Está cerca también para nosotros la Pascua. Subamos pues, a Jerusalén acompañando a Jesucristo. Sintamos con Él, el precio de la cruz que con amor ha querido pagar por nuestra redención. Amor con amor se paga, y Cristo, nos amó…, me amó primero.

Sábado de la V Semana de Cuaresma

Ez 37, 21-28

El profeta Ezequiel alienta a los israelitas sometidos, dispersos, sin patria, poniendo ante sus ojos la perspectiva de una renovación.  Algo parecido a cuando Dios se había formado un pueblo de donde no había sino esclavos, lo había conducido a una tierra propia e incluso habían llegado a tener una época ideal bajo David y la primera etapa de su hijo Salomón.

Ahora, de nuevo, Dios los va a unir, a reconstruir a su lugar de origen, otra vez bajo un solo rey, ya sin traiciones de idolatría; la figura de David aparece: un descendiente suyo será el jefe.

La fórmula de la alianza se repite: «Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo».

Esta realidad se va realizando día a día, en las luchas y contradicciones.  Cada uno tenemos que tener muy en alto a la vista y muy profundo en la convicción ese ideal  para tratar de irlo realizando.

Jn 11, 45-57

San Juan nos presenta la clave redentora de la tragedia de Jesús.  Estamos a punto de iniciar las celebraciones de la Semana Santa y es oportunísima esta consideración.

La reacción temerosa de los judíos ante las consecuencias de la popularidad de Jesús desemboca en la decisión de su muerte.

Juan cita las palabras de Caifás y las completa con una reflexión amplia y profunda.

Juan atribuye el origen de las palabras del sumo sacerdote a Dios mismo, actuando en Caifás que, aunque indignamente, tenía una relación cultual con Él.

Jesús muere para salvar y redimir, pero también para hacer el nuevo pueblo, reunido en Él.

Todos los actos pascuales de Jesús: su muerte, su resurrección, la institución de su memoria, son realizados en el marco histórico celebrativo de la Pascua antigua.

De nuevo la relación promesa-cumplimiento, imagen-realidad.

Entremos nosotros también en nuestra Eucaristía en esta Pascua de Cristo y hagámosla verdad en nosotros.

Sábado de la V Semana de Cuaresma

Jn 11, 45-56

Las autoridades judías ya han decidido la muerte de Jesús. Pero Él en el Cenáculo celebrará en su Pascua la liberación de toda la humanidad. “Jesús -ha escrito Benedicto XVI-, “anticipa su muerte (en la Eucaristía), la acepta en lo más íntimo y la transforma en un acto de amor. Lo que visto desde el exterior es violencia brutal, la crucifixión, se convierte desde el interior en un acto del amor que se entrega totalmente. Su amor perfecto ha conducido de nuevo el mundo a Dios”. 

La Redención, llevada a cabo por medio de la cruz, ha vuelto a dar al hombre la dignidad y el sentido de su existencia (Redemptor hominis). Nadie queda excluido. “De su divina y bienaventurada pasión – dirá san Ignacio de Antioquía- somos fruto nosotros”.

Se está despertando en nosotros la llamada a corresponder a un don tan grande. 

“El silencio de Dios está a la espera del amor de los hombres, que Él quisiera fuera un sí, y la plenitud de su amor a todos nos diera”

Sábado de la V Semana de Cuaresma

Juan 11, 45-56

Ya hace tiempo que los doctores de la ley y los sumos sacerdotes estaban inquietos, porque pasaban cosas extrañas en el país. Primero ese Juan, que al final dejaron estar porque era un profeta: bautizaba y la gente se iba, pero no había más consecuencias. Luego vino ese Jesús, señalado por Juan. Comenzó a hacer prodigios, milagros, pero sobre todo a hablar a la gente, y la gente entendía y le seguía, y no siempre observaba la ley, y eso inquietaba mucho. “Este es un revolucionario, un revolucionario pacífico… Arrastra a la gente, la gente lo sigue…” Y esas ideas les llevaron a hablar entre sí: “Pues mira, ese a mí no me gusta…”, y así entre ellos había ese tema de conversación, incluso de preocupación. Luego algunos fueron a Él para ponerlo a prueba y siempre el Señor tenía una respuesta clara que a los doctores de la ley ni se les habría ocurrido. Pensemos en la mujer casada siete veces y enviudada otras siete: “Y en el cielo, ¿de cuál de esos maridos será esposa?”. Él respondió claramente y ellos se fueron un poco avergonzados por la sabiduría de Jesús. Y otras veces se fueron humillados, como cuando querían lapidar a la mujer adúltera y Jesús dijo al fin: “Quien de vosotros esté libre de pecado que tire la primera piedra”, y dice el Evangelio que “se fueron, empezando por los más viejos”, humillados en aquel momento.

Esto hacía crecer esa conversación entre ellos: “Debemos hacer algo, esto no puede ser”. Luego mandaron soldados a prenderlo y volvieron diciendo: “No hemos podido prenderlo porque ese hombre habla como nadie”. “También vosotros os habéis dejado engañar”: enfadados porque ni los soldados podían prenderlo. Y luego, tras la resurrección de Lázaro –lo que hemos leído hoy– muchos judíos iban allí a ver a las hermanas de Lázaro, pero algunos fueron a ver bien cómo estaban las cosas para contarlas, y algunos fueron a los fariseos y les refirieron lo que Jesús había hecho. Otros creyeron en Él. Y esos que fueron, los chismosos de siempre, que viven de chismorreos, fueron a decírselo.

En ese momento, aquel grupo que se había formado de doctores de la ley hizo una reunión formal: “Esto es muy peligroso; debemos tomar una decisión. ¿Qué hacemos? Este hombre hace muchos signos –reconocen los milagros–; si lo dejamos continuar así, todos creerán en Él, hay peligro, el pueblo irá tras Él, se separará de nosotros” –el pueblo no estaba apegado a ellos–. “Vendrán los romanos y destruirán nuestro templo y nuestra nación”. En esto había parte de verdad pero no toda, era una justificación, porque había hallado un equilibrio con el ocupador, aunque odiaban al ocupador romano, pero políticamente habían logrado un equilibrio. Así hablaban entre sí. Uno de ellos, Caifás –era el más radical–, el sumo sacerdote, dijo: «No comprendéis que os conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera». Era el sumo sacerdote y hace la propuesta: “Quitémoslo de en medio”. Y Juan dice: «Esto no lo dijo por propio impulso, sino que, por ser sumo sacerdote aquel año, habló proféticamente, anunciando que Jesús iba a morir por la nación… Y desde aquel día decidieron darle muerte»

Fue un proceso, un proceso que comenzó con pequeñas inquietudes en tiempos de Juan Bautista y luego acabó en esta sesión de los doctores de la ley y los sacerdotes. Un proceso que crecía, un proceso que era más seguro que la decisión que debían tomar, pero ninguno la había dicho tan clara: “A este hay que eliminarlo”. Ese modo de proceder de los doctores de la ley es precisamente una figura de cómo actúa la tentación en nosotros, porque detrás evidentemente estaba el diablo, que quería destruir a Jesús, y la tentación en nosotros generalmente actúa así: empieza con poca cosa, con un deseo, una idea, crece, contagia a otros y al final se justifica.

Esos son los tres pasos de la tentación del diablo en nosotros y aquí están los tres pasos que dio la tentación del diablo en la persona del doctor de la ley. Comenzó con poca cosa, pero creció y creció, luego contagió a otros, tomó cuerpo y al final se justifica: “Es necesario que muera uno por el pueblo”: la justificación total. Y todos se fueron a casa tan tranquilos. Habían dicho: “Esta es la decisión que debíamos tomar”. Y nosotros, cuando somos vencidos por la tentación, acabamos tranquilos, porque hemos encontrado una justificación para ese pecado, para esa actitud pecaminosa, para esa vida que no es según la ley de Dios.

Deberíamos tener la costumbre de ver ese proceso de la tentación en nosotros. Ese proceso que nos hace cambiar el corazón del bien al mal, que nos lleva por un camino cuesta abajo. Algo que crece y crece y crece lentamente, luego contagia a otros y al final se justifica. Difícilmente nos vienen las tentaciones de golpe, el diablo es astuto. Y sabe tomar esa senda, la misma que tomó para llegar a la condena de Jesús.

Cuando nos encontramos en pecado, en una caída, sí, debemos ir a pedir perdón al Señor, es el primer paso que hemos de dar, pero luego debemos decir: “¿Cómo he llegado a caer ahí? ¿Cómo empezó ese proceso en mi alma? ¿Cómo ha crecido? ¿A quién he contagiado? ¿Y cómo al final me he justificado para caer?”. La vida de Jesús es siempre un ejemplo para nosotros y las cosas que le pasaron a Jesús son cosas que nos pasarán a nosotros, las tentaciones, las justificaciones, la buena gente que está a nuestro alrededor y quizá no la oímos, y a los malos, en el momento de la tentación, intentamos acercarnos a ellos para hacer crecer la tentación. Pero nunca olvidemos: siempre, detrás de un pecado, detrás de una caída, hay una tentación que empezó pequeña, que creció, que contagió y al final encontró una justificación para caer. Que el Espíritu Santo nos ilumine en ese conocimiento interior.

Sábado de la V semana de Cuaresma

Ez 37, 21-28; Jn 11, 45-56

La libertad es un don precioso que el Señor nos ha dado y que El respeta.  Mucha gente abusa de la libertad haciendo el mal; pero Dios no se la quita, sino que utiliza su sabiduría para sacar bien del mal.  Esta es una lección muy importante que encontramos en el evangelio de hoy.

Los jefes de los sacerdotes y los fariseos tenían miedo de que si la gente seguía a Jesús, los romanos vendrían y acabarían con el templo y con todo el país.  Caifás, el sumo sacerdote, utilizando su libertad de decisión, dijo a sus compañeros que la solución más sencilla del problema consistía en matar a Jesús.  Señaló que era más conveniente que un sólo hombre muriera por el pueblo y no que toda la nación pereciera.  A partir de aquel momento, los dirigentes del pueblo tomaron la decisión de matar a Jesús.

Pero lo que Caifás y los otros no imaginaban era que Dios iba a sacar mucho bien de aquellos proyectos malvados e incluso de las palabras de Caifás.  Por supuesto que era mucho mejor que Jesucristo muriera en sacrificio a que toda la humanidad pereciera por el pecado.  El plan de Dios Padre era que la muerte de su Hijo fuera una expiación por nuestros pecados.  Dios permitió que los dirigentes del pueblo pusieran en movimiento todos los sucesos que culminaron en la muerte de Jesús, porque Él sabía que su Hijo aceptaría la muerte sin dudar y voluntariamente por la salvación del mundo.

Nosotros estamos en condiciones de ver de qué manera sacó Dios el bien del malvado complot para matar a Jesús.  En nuestra propia vida y en el momento actual, nos resulta difícil comprender lo que Dios quiere cuando permite el mal.  Sin embargo, en todo momento debemos tener la fe suficiente para admitir que Dios sabe lo que hace.  Su respeto por la libertad humana permite el mal, pero en su sabiduría infinita sabe cómo sacar bien del mal y su amor lo logra.  Quizá pensemos que si nosotros gobernáramos el mundo haríamos las cosas de manera diferente.  Los caminos de Dios no son nuestros caminos, pero sus caminos son óptimos.