Sábado de la VI Semana de Pascua

Hch 18, 23-28

Grandes enseñanzas nos ofrece el evangelista san Juan en su evangelio de hoy.

Por una parte, el creyente debe insistir mucho en la oración de petición ya que Dios se ofrece gratuitamente a quien acude a Él, pues la relación personal con Dios no es fruto de ningún merecimiento por parte del hombre.

Por eso, Jesús orienta nuestra mirada hacia el «Padre» que nos ama. Jesús sabe que nuestra condición de creyente puede vacilar en muchas ocasiones y por eso nos recomienda acudir al Padre. El mismo Jesús, por nuestra oración va marcando el camino hacia Dios.

Pero lo fundamental en la lectura de hoy es la frase escueta de Jesús cuando dice que ya no habla en parábolas sino claramente y manifiesta a sus Apóstoles que «salí del Padre y vine al mundo; ahora dejo el mundo para volver al Padre».

Hasta ahora todos los hechos y palabras de Jesús eran, prácticamente un enigma para sus Apóstoles y lo seguirán siendo hasta Pentecostés. Pero el Señor les ofrece una afirmación que más tarde comprenderán totalmente, aunque ahora no lleguen al fondo de su sentido.

La tristeza y la alegría de las que les ha hablado los días pasados, parece como que hoy quedan explicadas, ya que su misión ha terminado en la tierra y ahora vuelve al Padre que fue quien le envió para realizar esta misión salvadora.

Con la venida del Espíritu Santo que les ha estado anunciando, llegarán a comprender plenamente lo que ahora solamente les cabe vislumbrar. Y su alegría será plena.

En muy pocas, pero densas palabras, Jesús ha descrito la parábola y el trayecto de su vida. Jesús tiene un origen y una patria: el origen es su Padre, la meta es asimismo su Padre: «Salí del Padre y he venido al mundo, otra vez dejo el mundo y me voy al Padre». Pero Jesús no vuelve al Padre tal como vino de él, no retorna de vacío; ahora lleva de las manos una multitud de hermanos y los entrega al Padre como nuevos hijos. No vuelve solo, regresa acompañado de la Iglesia, de tantos hombres y mujeres, por quienes ha dado su vida, y que le siguen como fieles discípulos. Con Jesús, nuestro camino, todos los hermanos volvemos a nuestro Padre.

En tu evangelio, Señor, nos invitas a pedir. Quieres que nos unamos a ti, el Hijo del Padre y todos juntos le pidamos. Un Padre no desatiende los ruegos de sus hijos.

Jn 16, 23-28

Primera aparición de Apolo en esta comunidad de creyentes en Jesús que está comenzando a desplegarse por el mundo. Sorprende la frescura y sencillez del relato: “Llegó a Éfeso un judío llamado Apolo…”. Los pocos datos que se nos ofrecen de él lo presentan como un hombre formado, culto, conocedor de la Escritura. De Jesús no sabía demasiado, pero lo que había conocido le entusiasmó y predicaba públicamente sobre Él contando lo que sabía, y haciéndolo muy bien.

Priscila y Aquila, compañeros de Pablo en la tarea de la evangelización, se dieron cuenta de que había muchas cosas que Apolo aún no conocía del “camino del Señor”, cuando lo escucharon en la sinagoga. Lo tomaron aparte y le fueron explicando con más detalle todo lo referente a la “buena noticia” de Jesús. Pero no hay el mínimo intento de que Apolo no predicara. Al contrario, lo animan en su deseo de llevar el Evangelio a Acaya, recomiendan a los discípulos del lugar que lo reciban bien… y su presencia ayudó mucho a los creyentes.

Una llamada de atención: el contraste entre la dinámica de la predicación en los comienzos de nuestra fe y los innumerables requisitos que con el tiempo se han ido exigiendo para que alguien pueda predicar el evangelio “oficialmente” en nombre de la Iglesia. Requisitos relacionados con el conocimiento intelectual, con la realización de estudios, con la consecución de “diplomas”… vinculado o no a un corazón entusiasmado con el Señor Jesús.

Una pregunta para interiorizar de manera personal: el anuncio de la Buena Noticia que pueda hacer de un modo u otro, ¿brota de la fascinación, el entusiasmo, el amor a Jesús de Nazaret, fruto de su amor primero y definitivo?

Este pequeño texto del evangelio de Juan, como todos aquellos en los que se habla de la posibilidad de pedir cosas a Dios, nos hace correr algunos riesgos. La fijación en el pedir, la convicción de que sabemos lo que necesitamos (ya el evangelio se encarga en otro lugar de decirnos que no sabemos lo que hay que pedir, pero nos gusta creer que sí), la tentación de mercadear con Dios en una especie de negocio de contraprestaciones, la dinámica de los méritos que acumulo… y nos perdemos lo verdaderamente importante: El Padre os quiere porque me queréis.

Aquí vamos de amor. Y el amor se entrega. Del Padre recibimos todo lo que necesitamos para afrontar la vida, quizá no todo lo que se nos ocurre pedirle. Porque hay muchas cosas que son importantes para nosotros y muchas situaciones “delicadas” por las que atravesamos a lo largo de la vida, pero no hay nada más grande que Dios nos pueda dar que el Hijo entregado y resucitado, presente para siempre, que nos permite ir afrontando lo que acontece aún en medio de nuestra debilidad. En Él lo recibimos todo, con Él tenemos la inimaginable posibilidad de vivir “resucitados”. Porque sólo su resurrección hace posible asumir este mundo asolado por tanto mal, sólo su resurrección es garantía del cumplimiento de las promesas. Sólo en Él puede seguir latiendo con esperanza lo mejor de nosotros mismos. Sólo en Él alcanzará la plenitud aquello que hambreamos en lo más profundo de nuestro corazón.

Pidamos hoy al Señor saber discernir nuestras necesidades y reconocer todo lo que de Él hemos recibido y estamos recibiendo, inadvertidamente, cada día.

Sábado de la VI Semana de Pascua

Jn 16, 23-28

Jesucristo nos enseña a orar y nos invita a pedir para recibir; en el Evangelio nos asegura que si pedimos algo en su nombre, el Padre nos lo va a dar. Estemos alegres al pedir y recibir, ya que pedimos en nombre de Jesús y vamos a recibir el Espíritu Santo, porque el Señor después de subir al cielo lo envió sobre sus apóstoles. Seamos capaces de pedir los dones de este mismo Espíritu.

Vivamos la acogida en la fe, ya que la oración es fuente de gozo, fuente de esperanza, fuente de serenidad. Una tarea para el día de hoy: descansar en Dios. Jesús nos invita a orar para que nuestro gozo sea completo. Dios tiene una actitud de amor, y a nosotros se nos pide una actitud de fe. En la Eucaristía, lo pedimos todo en nombre de Jesús y lo hacemos unidos a Cristo que ora al Padre con nosotros.

Las lecturas de hoy son una invitación a unir nuestro compromiso cristiano de amor y de fe en la oración. Amar y orar es bueno y a un cristiano no se le obliga ni a amar ni a orar. Dios es amor y quiere que le amemos y nos amemos, y la oración nos ayuda a amar mejor; que nuestra oración sea un descanso en el Señor.

Sábado de la VI Semana de Pascua

Juan 16, 23-28

Primera aparición de Apolo en esta comunidad de creyentes en Jesús que está comenzando a desplegarse por el mundo. Sorprende la frescura y sencillez del relato: “Llegó a Éfeso un judío llamado Apolo…”. Los pocos datos que se nos ofrecen de él lo presentan como un hombre formado, culto, conocedor de la Escritura. De Jesús no sabía demasiado, pero lo que había conocido le entusiasmó y predicaba públicamente sobre Él contando lo que sabía, y haciéndolo muy bien.

Priscila y Aquila, compañeros de Pablo en la tarea de la evangelización, se dieron cuenta de que había muchas cosas que Apolo aún no conocía del “camino del Señor”, cuando lo escucharon en la sinagoga. Lo tomaron aparte y le fueron explicando con más detalle todo lo referente a la “buena noticia” de Jesús. Pero no hay el mínimo intento de que Apolo no predicara. Al contrario, lo animan en su deseo de llevar el Evangelio a Acaya, recomiendan a los discípulos del lugar que lo reciban bien… y su presencia ayudó mucho a los creyentes.

Una llamada de atención: el contraste entre la dinámica de la predicación en los comienzos de nuestra fe y los innumerables requisitos que con el tiempo se han ido exigiendo para que alguien pueda predicar el evangelio “oficialmente” en nombre de la Iglesia. Requisitos relacionados con el conocimiento intelectual, con la realización de estudios, con la consecución de “diplomas”… vinculado o no a un corazón entusiasmado con el Señor Jesús.

Una pregunta para interiorizar de manera personal: el anuncio de la Buena Noticia que pueda hacer de un modo u otro, ¿brota de la fascinación, el entusiasmo, el amor a Jesús de Nazaret, fruto de su amor primero y definitivo?

Este pequeño texto del evangelio de Juan, como todos aquellos en los que se habla de la posibilidad de pedir cosas a Dios, nos hace correr algunos riesgos. La fijación en el pedir, la convicción de que sabemos lo que necesitamos (ya el evangelio se encarga en otro lugar de decirnos que no sabemos lo que hay que pedir, pero nos gusta creer que sí), la tentación de mercadear con Dios en una especie de negocio de contraprestaciones, la dinámica de los méritos que acumulo… y nos perdemos lo verdaderamente importante: El Padre os quiere porque me queréis.

Aquí vamos de amor. Y el amor se entrega. Del Padre recibimos todo lo que necesitamos para afrontar la vida, quizá no todo lo que se nos ocurre pedirle. Porque hay muchas cosas que son importantes para nosotros y muchas situaciones “delicadas” por las que atravesamos a lo largo de la vida, pero no hay nada más grande que Dios nos pueda dar que el Hijo entregado y resucitado, presente para siempre, que nos permite ir afrontando lo que acontece aún en medio de nuestra debilidad. En Él lo recibimos todo, con Él tenemos la inimaginable posibilidad de vivir “resucitados”. Porque sólo su resurrección hace posible asumir este mundo asolado por tanto mal, sólo su resurrección es garantía del cumplimiento de las promesas. Sólo en Él puede seguir latiendo con esperanza lo mejor de nosotros mismos. Sólo en Él alcanzará la plenitud aquello que hambreamos en lo más profundo de nuestro corazón.

Pidamos hoy al Señor saber discernir nuestras necesidades y reconocer todo lo que de Él hemos recibido y estamos recibiendo, inadvertidamente, cada día.

Sábado de la VI Semana de Pascua

Hech 18, 23-28; Jn 16, 23-28

Apolo, a quien se menciona en la primera lectura, es muy digno de admiración por su docilidad y sinceridad.  Se le reconocía como una autoridad en la Sagrada Escritura (en el Antiguo Testamento, puesto que aún no se había escrito el Nuevo Testamento).  Pero también estaba muy instruido «en la doctrina del Señor».  Sin embargo, sus conocimientos eran incompletos, sobre todo en relación con el bautismo.  Cuando Priscila y Aquila se lo llevaron a su casa para explicarle detenidamente las nuevas enseñanzas, Apolo no opuso resistencia.  Otra persona más orgullosa habría protestado: «¿Quién te crees, para enseñarme y darme instrucciones?».  La verdad es que Apolo estaba ansioso por aprender todo.

Jamás deberíamos presumir de saberlo todo acerca de nuestra religión.  Los grandes santos y los estudiosos de verdad han pasado la vida entera estudiando y meditando los misterios de la fe.  Pero, a fin de penetrar en esos misterios, no sólo es necesario estudiar y meditar; también se requiere el diálogo con otras personas de la misma fe y la oración.

Nosotros los católicos nos mostramos renuentes a hablar de nuestra religión; tenemos miedo de parecer piadosos o fanáticos.  Es cierto que muchos llegan a los extremos; pero cuando discutamos sobre religión, hemos de tratar de comprendernos mutuamente.  En vez de hablar continuamente sobre política o deportes, es muy conveniente que compartamos con los demás nuestras convicciones religiosas.

También es necesario que oremos, a fin de obtener una mejor comprensión.  Jesucristo nos ha asegurado que cualquier cosa que pidamos a su Padre en su nombre, nos será concedido.  Este tipo de oración no está limitada a peticiones de buena salud y otros beneficios.  También debe contener peticiones para comprender mejor y amar más nuestra fe.

Mientras estemos en este mundo, no entenderemos nunca los misterios de la fe.  Hemos sido llamados a recurrir a todos los medios que tengamos a nuestro alcance para crecer en nuestra religión.