Sábado de la VII Semana de Pascua

Hech 28, 16-20. 30-31

Nuevamente antes que nadie más el pueblo de las elecciones. A ellos hay que anunciar en primer lugar el cumplimiento de las promesas divinas en Cristo Jesús. Pablo ama entrañablemente a los de su raza y por ellos, con tal de salvarlos, estaría dispuesto incluso a ser un anatema, separado de Cristo. Y esto porque, se pregunta Pablo: ¿Habrán tropezado los israelitas de manera que caigan definitivamente? ¡De ninguna manera! Por el contrario, con su caída ha llegado la salvación a los paganos provocando así los celos de Israel. Y si su caída y su fracaso se han convertido en riqueza para el mundo y para los paganos, ¿qué no sucederá cuando lleguen a la plenitud? Pablo, preso, anuncia a los Judíos, residentes en Roma, que él lleva esas cadenas a causa de la esperanza de Israel, llegada a su fiel cumplimiento en Jesús.

Con absoluta libertad hace este anuncio, durante dos años, ante un auditorio más benigno y más capaz de abrir su corazón a la fe en Jesús. De Pablo aprendemos el ejemplo de amar entrañablemente a nuestro prójimo, de tal forma que podamos, junto con Cristo decir comprometidos: Padre, eran tuyos, tú los pusiste en mis manos; y yo no voy a perder nada de lo que tú me encomendaste.

No defraudemos la confianza que Dios nos ha tenido; proclamemos su Nombre de tal manera que sea cada día más conocido, más amado y más testificado por las buenas obras de todos, hasta que su Reino alcance el corazón de todas las personas.

Jn 21, 20-25

Sígueme. En la fidelidad al Evangelio uno es el que importa. En el anuncio del Evangelio el que importa es el prójimo, que, además de recibir el anuncio de salvación, se ve fortalecido con el testimonio del enviado. Sígueme. No condiciones tu seguimiento del Señor a la respuesta de los demás. Cada uno es responsable de sí mismo ante Dios. Ante los demás nuestra única responsabilidad es el anuncio fiel del Evangelio. Pablo nos ha dicho en estos días: yo no soy responsable de la suerte de nadie, porque no les he ocultado nada y les he revelado en su totalidad el plan de Dios. Si alguien se opone a la verdad, ese mismo dará cuenta de su actuación a Dios. ¿Qué será de los demás? Eso sólo lo sabe Dios. ¿Qué será de nosotros mismos? Eso lo vislumbramos por nuestra fidelidad, o por nuestra infidelidad a Dios; por nuestro amor o por nuestra falta de Él. ¿Hacia dónde se encamina nuestra vida? Ojalá y permanezcamos en el amor hasta que Él vuelva, siendo así sus discípulos amados.

En la Eucaristía Dios ha incoado en nosotros la vida eterna. Su presencia en nosotros es para seguir las huellas de su Hijo. Dios no sólo nos encomienda el anuncio del Evangelio. Antes que nada nos pide que lo sigamos. Si no lo conocemos y aceptamos personalmente en nuestra vida, pronunciaremos tal vez muy hermosos discursos, armados magistralmente, pero no seremos sus testigos por no conocerlo, por no tenerlo, por no estar comprometidos personalmente con Él

Sábado de la VII Semana de Pascua

Hech 28, 16-20. 30-31; Jn 21, 20-25

Estamos en la última semana de Pascua, y en las lecturas de hoy aparecen las figuras más significativas de la iglesia primitiva. Son nuestros Padres en la fe, los primeros testigos y predicadores de la buena nueva de Jesús Salvador.

El pasaje del libro de los Hechos nos cuenta la presencia de Pablo en Roma, deportado de Jerusalén por su alegato de ciudadanía romana, para defenderse de las acusaciones y condena de su propio pueblo judío. Allí permanecerá durante dos años, con una relativa libertad, hasta ser liberado sin cargos. Y Pablo, pese a su penosa situación de cautividad, convoca a los judíos principales para trasmitirles la verdadera tradición mesiánica: Jesús es el mesías crucificado y resucitado por Dios, el ungido de Israel, en quien se cumplen las promesas, la profecía y la esperanza del Pueblo elegido. Repite su predicación de Jerusalén, que Jesús es el elegido que trae la salvación y la esperanza para el pueblo de Israel y para todas las naciones. Este cumple el Plan de Dios que en Jesús nos ha hecho sus hijos por la gracia, en quien tenemos la redención y la remisión de los pecados. Se abre un nuevo tiempo, el tiempo del Reino de Dios y de la expansión del evangelio de Jesús. Pablo es completamente valiente y decidido, pese a conocer su condición de reo. Podía ser condenado, pero trabaja y confía en la actuación del Espíritu de Dios que no suelta las riendas de la historia.

Pablo nos enseña a creer en la presencia salvífica del Espíritu que no deja a su Iglesia, y a ser valientes y constantes en la trasmisión del evangelio de Jesús, predicando primero con la vida y también con la palabra y el ejemplo. Viviendo la gracia del Señor con una presencia alegre, confiada y entregada a los demás.

Este fragmento del epílogo del evangelio de Juan, recoge la aparición del Señor resucitado en Tiberíades, con la narración de una pesca milagrosa, la elección de Pedro como pastor del rebaño de Jesús y finalmente, el legado del discípulo amado, testigo veraz de las andanzas de Jesús en este mundo. Juan quiere dejar claro para la Iglesia naciente la trascendencia de la vida de Jesús como manifestación progresiva del Logos, principio de su evangelio, que a través de su vida pública va revelando el misterio de los designios del Padre y la realización de su plan salvífico. Este plan de Dios tiene su cumplimiento decisivo en la exaltación por la cruz y en la resurrección gloriosa del Señor.

En este fragmento además, Juan sale al paso de un rumor de inmortalidad mediante el diálogo entre Jesús y Pedro: “Si quiero que se quede hasta que yo vuelva ¿a ti qué? Tú sígueme”, dice Jesús. Lo primordial para el evangelista no es la posible inmortalidad, sino el seguimiento. Jesús siempre nos llama a seguirle. Esa es la decisión trascendente para todo discípulo: Sígueme. Es el cumplimiento de la propia vocación, la gracia a la que estamos llamados. Seguirle es identificarse con la vida de Jesús para asimilarnos en su ser hijos de Dios. Es aceptar a Cristo como luz, camino, verdad y vida, y poder entrar en el misterio del amor del Padre. Jesús nos hace una oferta personal para que le conozcamos y sigamos sus enseñanzas, particularmente la del amor fraterno, que llena todo el evangelio de Juan. Un amor que ha de impulsarnos a ser gratuitos, solícitos y constantes en procurar el bien de nuestros hermanos, incluso con el sacrificio de nuestras propias vidas, como Jesús nos enseñó. No hay límites ni fronteras en el amor. Así termina Juan su evangelio certificando sus recuerdos y su admiración. El discípulo amado manifiesta su reconocimiento y fidelidad a Jesús con la trasmisión veraz de su escrito.

¿Estamos dispuestos a aceptar esa relación personal de Jesús que mediatice toda nuestra vida?

Sábado de la VII Semana de Pascua

Jn 21, 20-25

Con este fragmento se da por terminado el Evangelio de San Juan. Un evangelio por el que no se puede ni se debe pasar rápidamente, es un evangelio para ser contemplado desde un corazón amante y con el deseo de abandono en las manos del Padre que en él se pone de manifiesto y al que somos llamados. Precisamente se nos habla en este texto de dos discípulos que amaron a Cristo de una forma especial y podemos decir también, de una forma exquisita. Pedro y Juan, y aunque nos puede parecer que a Pedro le llega a molestar la presencia de Juan, el mismo aprenderá que los creyentes somos seres en comunión; es decir, unidos, entrelazados unos con otros y que nuestro propio seguimiento no es posible, ni llega a plenitud, si no es relación con otros.

Leer este texto desde la experiencia pascual en la que estamos inmersos, es poder disfrutar de las primicias del Espíritu Santo que llena el corazón de los apóstoles, el corazón de la iglesia, el corazón de cada uno de nosotros los creyentes. Nos encontramos a las puertas de un nuevo Pentecostés y la llamada a la oración en común y a la unidad es inminente y para siempre. No podemos perder nunca del horizonte que solos no llegaremos a ningún sitio, estamos llamados a ser y a vivir la vida y la fe en común, en comunidad y en unidad.

Debemos saber que la unidad no es tan solo don, sino que como todo don, es también tarea, por ello debemos trabajarnos cada día por conseguir la unidad interior, unidad con Dios y unidad con los hermanos. Jesús ora por la unidad de sus amigos y a la vez, nos deja la promesa de que a través de nuestra unidad, nuestra pastoral y nuestro testimonio serán creíbles y dará fruto del ciento por uno (Jn 20,23).

Que en nuestro interior no deje de resonar el “Tú, sígueme”, y a la vez mantengamos la conciencia que otros muchos escuchan esto en su interior y tenemos que ser capaces de unidos la fe en Cristo Resucitado.  ¡Feliz Pentecostés!

Sábado de la VII Semana de Pascua

Hech 28, 16-20. 30-31; Jn 21, 20-25

Estamos en la última semana de Pascua, y en las lecturas de hoy aparecen las figuras más significativas de la iglesia primitiva. Son nuestros Padres en la fe, los primeros testigos y predicadores de la buena nueva de Jesús Salvador.

El pasaje del libro de los Hechos nos cuenta la presencia de Pablo en Roma, deportado de Jerusalén por su alegato de ciudadanía romana, para defenderse de las acusaciones y condena de su propio pueblo judío. Allí permanecerá durante dos años, con una relativa libertad, hasta ser liberado sin cargos. Y Pablo, pese a su penosa situación de cautividad, convoca a los judíos principales para trasmitirles la verdadera tradición mesiánica: Jesús es el mesías crucificado y resucitado por Dios, el ungido de Israel, en quien se cumplen las promesas, la profecía y la esperanza del Pueblo elegido. Repite su predicación de Jerusalén, que Jesús es el elegido que trae la salvación y la esperanza para el pueblo de Israel y para todas las naciones. Este cumple el Plan de Dios que en Jesús nos ha hecho sus hijos por la gracia, en quien tenemos la redención y la remisión de los pecados. Se abre un nuevo tiempo, el tiempo del Reino de Dios y de la expansión del evangelio de Jesús. Pablo es completamente valiente y decidido, pese a conocer su condición de reo. Podía ser condenado, pero trabaja y confía en la actuación del Espíritu de Dios que no suelta las riendas de la historia.

Pablo nos enseña a creer en la presencia salvífica del Espíritu que no deja a su Iglesia, y a ser valientes y constantes en la trasmisión del evangelio de Jesús, predicando primero con la vida y también con la palabra y el ejemplo. Viviendo la gracia del Señor con una presencia alegre, confiada y entregada a los demás.

Este fragmento del epílogo del evangelio de Juan, recoge la aparición del Señor resucitado en Tiberíades, con la narración de una pesca milagrosa, la elección de Pedro como pastor del rebaño de Jesús y finalmente, el legado del discípulo amado, testigo veraz de las andanzas de Jesús en este mundo. Juan quiere dejar claro para la Iglesia naciente la trascendencia de la vida de Jesús como manifestación progresiva del Logos, principio de su evangelio, que a través de su vida pública va revelando el misterio de los designios del Padre y la realización de su plan salvífico. Este plan de Dios tiene su cumplimiento decisivo en la exaltación por la cruz y en la resurrección gloriosa del Señor.

En este fragmento además, Juan sale al paso de un rumor de inmortalidad mediante el diálogo entre Jesús y Pedro: “Si quiero que se quede hasta que yo vuelva ¿a ti qué? Tú sígueme”, dice Jesús. Lo primordial para el evangelista no es la posible inmortalidad, sino el seguimiento. Jesús siempre nos llama a seguirle. Esa es la decisión trascendente para todo discípulo: Sígueme. Es el cumplimiento de la propia vocación, la gracia a la que estamos llamados. Seguirle es identificarse con la vida de Jesús para asimilarnos en su ser hijos de Dios. Es aceptar a Cristo como luz, camino, verdad y vida, y poder entrar en el misterio del amor del Padre. Jesús nos hace una oferta personal para que le conozcamos y sigamos sus enseñanzas, particularmente la del amor fraterno, que llena todo el evangelio de Juan. Un amor que ha de impulsarnos a ser gratuitos, solícitos y constantes en procurar el bien de nuestros hermanos, incluso con el sacrificio de nuestras propias vidas, como Jesús nos enseñó. No hay límites ni fronteras en el amor. Así termina Juan su evangelio certificando sus recuerdos y su admiración. El discípulo amado manifiesta su reconocimiento y fidelidad a Jesús con la trasmisión veraz de su escrito.

¿Estamos dispuestos a aceptar esa relación personal de Jesús que mediatice toda nuestra vida?

Sábado de la VII Semana de Pascua

Hech 28, 16-20. 30-31; Jn 21, 20-25

Hoy es día en que se pone término a varias cosas.  Nuestra primera lectura fue la conclusión del libro de los Hechos de los Apóstoles, escrito por san Lucas.  El pasaje evangélico fue la conclusión del Evangelio según san Juan.  Mañana con la solemnidad de Pentecostés, se termina el Tiempo Pascual.  Y sin embargo, la Iglesia tiene que seguir adelante hasta que el Señor vuelva en su gloria.

Cualquier término que experimentemos no es más que el preludio de algo superior en el plan divino.  San Lucas termina su relato sobre los apóstoles con san Pablo en Roma.  Pero bien sabemos que, desde Roma, la fe se extendió a todo el mundo.  San Juan pone el punto final a su Evangelio diciendo que, si todo lo que hizo el Señor Jesús se escribiera detalladamente, no habría espacio en el mundo entero para contener los libros que se escribieran.  De modo que su Evangelio no era la última palabra sobre Jesús.  Por eso, los santos y los sabios nos han bendecido con libros y sermones acerca de Jesús.

El gran acontecimiento de la Pascua de la resurrección de Jesucristo, aun cuando haya sucedido hace vente siglos, no es un acontecimiento del pasado.  El Señor resucitado sigue con nosotros y, si bien es cierto que mañana terminaremos de celebrar la Pascua, seguiremos celebrando esa misma Pascua durante todos los domingos del año.

En relación con Dios, que es eterno, no existen las terminaciones.  En Dios, que es infinito, no hay límites de bondad.  La inmensa verdad y la suprema belleza de Dios, tal como nos fueron reveladas en Jesucristo, no podrán agotarse nunca.

Como pueblo de fe tenemos un gran don aquí en la tierra; pero lo que debemos esperar ardientemente, se encuentra más allá de todo lo que podamos imaginar.