Sábado de la XI Semana del Tiempo Ordinario

Mt 6, 24-34

Dios no se olvida de nosotros, de ninguno de nosotros. De ninguno de nosotros, nos recuerda con nombre y apellido. Nos ama y no se olvida. Que hermoso es pensar en esto. Dice Jesús: «Miren los pájaros del cielo ellos no siembran ni cosechan, ni acumulan en graneros, y sin embargo, el Padre que está en el cielo los alimenta.… Miren los lirios del campo, cómo van creciendo sin fatigarse ni tejer. Yo les aseguro que ni Salomón, en el esplendor de su gloria, se vistió como uno de ellos». (Mt 6,26.28-29).

Pero pensando en tantas personas que viven en condiciones de precariedad, o incluso en la miseria que ofende su dignidad, estas palabras de Jesús podrían parecer abstractas, si no ilusorias.

En realidad son más que nunca actuales. Nos recuerdan que no se puede servir a dos patrones: Dios y la riqueza. Mientras cada uno busque acumular para sí, jamás habrá justicia.

Debemos escuchar bien esto, ¿eh? Mientras cada uno busque acumular para sí, jamás habrá justicia. Si en cambio, confiando en la providencia de Dios, buscamos juntos su Reino, entonces a nadie faltará lo necesario para vivir dignamente.

Un corazón ocupado por la furia de poseer es un corazón lleno de esta furia de poseer, pero vacío de Dios. Por eso Jesús ha advertido varias veces a los ricos, porque en ellos es fuerte el riesgo de colocar la propia seguridad en los bienes de este mundo, y la seguridad, la seguridad definitiva, está en Dios.

En un corazón poseído por las riquezas, no hay más espacio para la fe. Todo está ocupado por las riquezas, no hay lugar para la fe.

Si en cambio se deja a Dios el lugar que le espera, o sea el primer lugar, entonces su amor conduce a compartir también las riquezas, a ponerlas al servicio de proyectos de solidaridad y de desarrollo, como demuestran tantos ejemplos, también recientes, en la historia de la Iglesia.

Y así, la Providencia de Dios pasa a través de nuestro servicio a los demás, nuestro compartir con los demás. Si cada uno de nosotros no acumula riquezas solamente para sí sino que las pone al servicio de los demás, en este caso la Providencia de Dios se hace visible como un gesto de solidaridad.

Si en cambio alguien acumula solo para sí, ¿qué le pasará cuando será llamado por Dios? No podrá llevarse las riquezas consigo porque, sepan, la mortaja no tiene bolsillos.

Es mejor compartir, porque solamente llevamos al cielo aquello que hemos compartido con los demás.

Sábado de la XI Semana del Tiempo Ordinario

Mt 6, 24-34

Donde está tu tesoro, ahí está tu corazón. Si hemos optado por el Reino de Dios, lo demás vendrá a nosotros por añadidura, viviremos en paz y sabremos que Dios protege a quienes le aman y le viven fieles. Este texto de la escritura no puede provocar en nosotros la flojera, haciéndonos pensar, equivocadamente que, puesto que Dios es nuestro Padre, Él velará por nosotros y no dejará que muramos de hambre; y, por tanto, si hay pobres, no tenemos por qué preocuparnos de ellos, pues tienen un Padre del Cielo que vela por ellos mejor de cómo cuida los pájaros del cielo y las flores del campo.

El Señor nos ha pedido que hagamos una opción fundamental por el Reino de los Cielos; y que, puestos a su servicio, no nos esclavicemos a lo pasajero de tal forma que embote nuestra mente y nuestro corazón y nos impida amar con el compromiso, incluso, de quitarnos lo nuestro para vestir y alimentar a los que nada tienen. Si conocemos a Dios es porque amamos a nuestro prójimo; quien no conoce a Dios no ama a su prójimo, porque Dios es amor; y en el amor hay más alegría en dar que en recibir. Por tanto, hablar de Dios nos lleva a amar haciendo el bien a nuestro prójimo hasta dar la vida por Él; este es el lenguaje del verdadero cristiano; y no lo es el de aquel que para dar culto a Dios se pierde entre ceremonias cargadas de signos materiales, pero ha perdido el sentido del amor al prójimo, especialmente de aquel que sufre azotado por la pobreza, por la enfermedad o por las esclavitudes nacidas del pecado.

En la Eucaristía estamos siendo testigos de la fidelidad del Señor a la Alianza que ha sellado con nosotros por medio de su sangre. Él se ha puesto exclusivamente a nuestro servicio para que encontremos en Él la salvación, es decir, nuestra plena unión con Dios. En Cristo, Dios nos ha buscado para salvarnos, para reunirnos en un sólo pueblo que, como un sólo Cuerpo cuya Cabeza es el Señor, seamos como una continua ofrenda de alabanza tributada a su santo Nombre. A pesar de nuestra fragilidad y de que continuamente nos seducen las cosas pasajeras, en el Señor encontramos la gracia suficiente que nos basta para que en nosotros se manifieste el poder salvador de Dios. Por eso no tememos ningún mal, pues el Señor, en verdad, está con nosotros.

Dios nos quiere signos de su amor sin esclavitudes a lo pasajero, sin que seamos ocasión de escándalo por una vida que sólo acumula para sí misma y no sabe compartir, incluso la vida, como Dios lo ha hecho a favor nuestro.