Sábado de la XXIV Semana Ordinaria

1Tim. 6, 13-16

Cumplir fiel e irreprochablemente todo lo mandado. Esto no es otra cosa sino dar un testimonio de la fe y de la verdad que profesamos en Cristo Jesús. Él, ante Poncio Pilato al declararse Rey, Rey Mesías y testigo de la verdad a pesar de llegar a ser considerado un loco soñador, se convirtió para nosotros en modelo de cómo hemos de dar testimonio de nuestra fe y de la aceptación de Aquel que es la Verdad.

El perseverar en ese testimonio a pesar de las burlas, persecuciones y peligros, debe brotar en nosotros al saber que en la venida de nuestro Señor Jesucristo nosotros participaremos de la luz inaccesible del mismo Dios, no sólo para contemplarlo, sino para gozarnos en Él eternamente.

Por eso, ya desde ahora nuestra vida se ha de convertir en un reconocimiento constante del honor que merece y de su poder salvador, de tal forma que toda nuestra vida sea una continua glorificación de su santo Nombre.

Lc. 8, 4-15.

Dios espera de nosotros un corazón bueno y bien dispuesto, que nos haga dar fruto por nuestra constancia. Ya en una ocasión el Señor nos había anunciado: Como descienden la lluvia y la nieve de los cielos y no vuelven allá, sino que empapan la tierra, la fecundan y la hacen germinar, para que dé simiente al sembrador y pan para comer, así será mi palabra, la que salga de mi boca, que no tornará a mí de vacío, sin que haya realizado lo que me plugo y haya cumplido aquello a que la envié.

Dios no quiere que seamos terrenos estériles, ni que sólo nos conformemos con aceptar por momentos sus Palabra; Él nos quiere totalmente comprometidos con su Evangelio, de tal forma que, sin importar las persecuciones, manifestemos que esa Palabra es la única capaz de salvarnos y de darle un nuevo rumbo a la historia. Siempre estará el maligno acechando a la puerta de la vida de los creyentes para hacerlos tropezar, pues no quiere que creamos ni nos salvemos; al igual podrá entrar en nosotros el desaliento cuando ante las persecuciones perdamos el ánimo para no comprometernos y evitar el riesgo de ser señalados, perseguidos e incluso asesinados por el Nombre de Dios; finalmente los afanes, las riquezas y placeres de la vida nos pueden embotar de tal forma que, tal vez seamos personas que acuden constantemente a la celebración litúrgica, pero sin el compromiso, sin renovar la alianza que nos hace entrar en comunión con el Señor y nos hace fecundos en buenas obras.

Permanezcamos firmemente anclados en el Señor, de tal forma que, no nosotros, sino su Espíritu en nosotros, nos haga tener la misma fecundidad salvífica que procede de Dios y que hace de su Iglesia una comunidad donde abunda la Justicia, la verdad, el amor fraterno, la paz y la alegría, fruto del Espíritu de Dios que actúa en nosotros.

Sábado de la XXIV Semana Ordinaria

Lc. 8, 4-15.

En este relato, San Lucas nos propone la parábola del sembrador. Ahí vemos dos formas de relacionarnos con Dios y en función de esa relación así acogemos su Palabra. Una es la de la gente que escucha la palabra. De entre ellos no sabemos quién es camino, piedra, zarzas o tierra buena. Lo que sabemos es que están ahí como una masa anónima que no tienen cercanía con Jesús, ni se aproximan más de lo que están. Otra forma de relacionarnos con el Señor es la de los discípulos que con toda sencillez y confianza le preguntan a su Maestro y se encuentran con que les revela los secretos del Reino de Dios. Esto significa que hay una relación de amistad íntima. Un secreto no se le confía a cualquier persona.

Esa diferencia de relación es una forma de prepararse para acoger la Palabra de Dios. Por regla general, a una persona que consideramos importante no sólo la escuchamos con atención, sino que nos tomamos muy en serio lo que nos dice. Esa relación prepara nuestro terreno, es decir, nuestra vida. Es el arado y abono que necesitamos. Luego está la semilla. Esa Palabra que Dios nos da viene con un regalo. Ese regalo es la fe. Además de creer esa semilla hay que regarla a diario, cuidarla y tratarla para que dé fruto. Cada nueva cosecha conlleva reanudar ese ciclo. No podemos vivir de las rentas, ni de la siembra del año pasado. Toda la vida debemos tenerlo presente, de lo contrario, la tierra buena se puede estropear.

¿Cómo hacerlo? ¿Cómo la cuidamos?

Necesitamos dedicarle tiempo a esa amistad con Dios mimando la oración, recibiéndolo frecuentemente y llevándolo a todas partes con nuestro testimonio. Tenemos que implicarnos, no ser espectadores.  No te conformes con ser muchedumbre cuando puedes ser discípulo. No dejemos que la rutina, las preocupaciones, el trabajo, nos roben ese privilegio. Piensa que, a tu familia, a tus amigos y a lo que consideras importante les haces siempre un hueco, pero hay uno que merece ser tu prioridad. ¿Cuánto le dedicas? Hoy es buen día para que lo examines.