Viernes de la I Semana de Adviento

Is 29, 17-24

Si tuviéramos que ser privados de una de nuestras facultades humanas, me imagino que lo último que querríamos perder sería la vista.  La perspectiva de no ver ya nunca a las personas que amamos, la belleza de un día de primavera, las películas de la televisión…, es realmente aterradora.  Cerrando los ojos, quizá podemos imaginar lo que significa estar totalmente ciego…, pero ya sabemos que nos basta abrir nuevamente los ojos para ver.

Por eso, las Sagradas Escrituras presentan con frecuencia el pecado como una ceguera, y la redención como el hecho de ver.  En este contexto, escribe Isaías: “Los ojos de los ciegos verán sin tinieblas ni oscuridad”.  Gracias a la venida de Jesús vivimos en la época de la redención.  En el bautismo se nos abrieron los ojos para que pudiéramos ver al Señor, por medio de la fe.  Pero, ¿mantenemos abiertos los ojos?

Dios está presente ante nuestros ojos para que lo veamos, especialmente en las personas.  La alegría del Señor está en la sonrisa de un pequeñito; su aceptación de nosotros, en el cariño de un niño; su entusiasmo, en la energía de un adolescente; su fuerza, en el vigor de un atleta; su belleza, en la hermosura de una joven; su preocupación, en los cuidados de los padres; su sabiduría, en la prudencia de los ancianos.  Toda persona humana tiene dentro de sí algo de la bondad de Dios.  ¡Qué vergüenza sería cerrar nuestros ojos a la presencia de Dios, vivir en la oscuridad y en las tinieblas, cuando lo único que tenemos que hacer es abrir los ojos de la fe para verlo!

Mt 9, 27-31

En estos días solemos hacer insinuaciones sobre los regalos que nos gustaría recibir en Navidad.  Los dos ciegos de que nos habla en Evangelio no vivían la Navidad, pero dijeron claramente lo que querían.  no se contentaron con hacer insinuaciones.  Siguieron a Jesús, gritando y suplicándole que tuviera compasión de ellos y que les diera la vista.  Jesús correspondió a sus deseos, en respuesta a su fe.

Nos podemos considerar afortunados si no tenemos necesidades tan grandes como las de los ciegos.  Pero nosotros tenemos necesidades y queremos suponer que también tenemos fe.  Imagínense que se les da la oportunidad de pedir a Dios todo lo que quieran.  ¿Qué le pedirían?  ¿Cuál sería el gran favor que quisieran recibir?

¿Pediríamos el cielo?  Por supuesto que queremos llegar al cielo.  Pero el cielo está todavía muy lejano y hay muchas cosas que queremos hacer antes de ir al cielo.  ¿Pedirían sabiduría, como lo hizo Salomón?  ¿O paciencia, como el santo Job?  ¿O el don de la caridad, como san Vicente de Paul? 

Recordemos que Jesús en el huerto de Getsemaní, se arrodilló y le pidió a su Padre, a través de la oración, una cosa muy sencilla: «Padre, que no se haga mi voluntad, sino la tuya».   No puede uno hacer una mejor oración que ésta, porque esa sencilla oración lo incluye todo.  Expresa una fe suprema en el poder de Dios y una completa esperanza y confianza en su bondad.  Y, por encima de todo, manifiesta un amor verdadero.  No es de maravillar que la oración de la Virgen María, en la anunciación fuera tan parecida.

«Que no se haga mi voluntad, sino la tuya».  Necesitamos hacer nuestra esta oración.

Viernes de la I Semana de Adviento

Mt 9, 27-31

Hay un grito insistente en nuestras vidas cuando nos dirigimos a Dios, similar al grito de los ciegos del evangelio de hoy: Ten compasión de nosotros, Hijo de David. En esta petición de súplica dirigida a Jesús hay un reconocimiento del Mesías, venido de la casa de David. Hay una confesión de fe.

Pero Jesús le centra aún más en el contenido de su fe con la pregunta ¿Creéis que puedo hacerlo? Jesús devuelve con una pregunta la oración de súplica, para que la súplica se convierta en un acto de fe de mayor profundidad. Se dirige a la hondura de su fe. No debe ser una súplica gratuita o acostumbrada a pedir cosas a Dios. Al contrario, debe ser profunda y siempre renovada, donde la fe tiene que jugar su peso. De alguna manera es una pregunta que implica el poder de Jesús, que se podría formular de otra manera: ¿Reconoces en mi palabra, en mis gestos el poder liberador que viene de Dios?

Es llamativo la contestación de Jesús: Que os suceda conforme a vuestra fe. En ocasiones limitamos nuestros actos de fe en el encendido de una velita, por ejemplo, pero sin preguntarnos qué contenido tiene nuestra fe, que compromiso adquiero una vez sea liberado de mis cadenas, cuál es la esperanza que me sostiene para caminar siempre al lado de Dios. Nos autoconvencemos de la no existencia de Dios, porque Dios no ha escuchado nuestras súplicas. Y dejamos de creer en la fuerza y la bondad de Dios porque no hemos visto ningún cambio. Quizás cambio no sucedió en tu realidad, en tu entorno, quizás el cambio sucedió en ti; de alguna manera, hubo un momento en el que tuviste necesidad de Dios. Lo expresaste quizás superficialmente, pero nació en ti esa necesidad. Ahora hay que moldearla, profundizarla, buscar aquello que haga posible el milagro, eso que haga posible el poder ver, lo que Jesús les dice a los ciegos: que os suceda conforme vuestra fe.

Oremos para que no sea la desilusión lo que nazca tras un acto de fe. Para que surja en nosotros una necesidad de creer de una manera más profunda en el Dios que nos espera.

Viernes de la I Semana de Adviento

Mt 9, 27-31

El camino del Adviento es un camino de luz. Desde nuestras oscuridades y nuestra ignorancia caminamos hacia Cristo, luz verdadera que ilumina este mundo.

Los dos ciegos pueden ser un símbolo de lo que somos nosotros cuando todavía no reconocemos a Jesús. Nuestra existencia está marcada por la oscuridad del egoísmo y de tantos caprichos que nos empobrecen y nos limitan. Permanecemos sumidos en la oscuridad de nuestro pecado y de nuestra ambición, nos atamos a las tinieblas y no somos capaces de reconocer al hermano y de vivir el amor.

En la narración los dos ciegos deben entrar en la casa donde se encuentra Jesús y nos enseñan que sólo se logra la luz si se busca a Jesús entre los hermanos y nos acercamos a Él para entrar en comunión con Él, escuchando su Palabra.

La curación de los ciegos es enseñanza de la profunda transformación que el Evangelio obra en nuestra persona cuando nos dejamos iluminar, cuando la acogemos con alegría y con fe. Entonces tenemos nuevos ojos para mirar nuestros caminos.

Hoy nosotros, igual que esos ciegos, vayamos detrás del Maestro, supliquemos que nos regale su luz para nuestras vidas y que, una vez iluminados nosotros, nos comprometamos a difundir su luz y su alegría.

Nuestro mundo tan ciego y tan turbado por las estructuras de muerte, requiere la presencia de Jesús que dé sentido y luz a nuestras vidas. Como los ciegos del pasaje, veámonos revestidos de la piedad de Cristo, acogidos en la casa, tocados por su mano misericordiosa.

Supliquemos insistentemente: “Hijo de David, compadécete de nosotros”, para que con una nueva luz miremos nuestra realidad y aprendamos a estimar lo que para el mundo es despreciable, pero que Cristo lo prefiere: los humildes, los pobres, los oprimidos.

Señor Jesús, concédenos tu luz. 

Viernes de la I Semana de Adviento

Mt 9, 27-31

La gente de hoy vive angustiada porque no ha sabido distinguir los límites de su acción. No sabe dejar a Dios actuar. Y esto se debe, principalmente, a una gran falta de fe.

Los textos de este día nos conducen a la luz y el Salmo nos hace exclamar con anhelo y con entusiasmo: “El Señor es mi luz y mi salvación”. Todos los textos hablan de la necesidad de esa luz y, en el sentido opuesto, de la oscuridad que causa la ceguera. Desde Isaías que en sus anuncios proféticos alienta al pueblo anunciando que “en aquel día se abrirán los ojos de los ciegos y verán sin tinieblas ni oscuridad”, hasta el texto evangélico donde Jesús se deja enternecer por el grito de los dos ciegos que al lado del camino claman: “¡Hijo de David, compadécete de nosotros!”. Este texto nos sitúa claramente en un contexto de fe.

Para poder ver, para descubrir la luz, se necesita la fe. Cuando el Papa Benedicto preocupado por la oscuridad y el sin sentido de nuestras generaciones, proclamaba un año de la fe, pero de una fe viva, una fe comprometida, una fe explícita, nos proponía: “Sucede hoy con frecuencia que los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común. De hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado. Mientras que en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por ella, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas”

Frente a este mundo sin sentido nos propone “La puerta de la fe”, que introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, y que está siempre abierta para nosotros. Se cruza ese umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia y el corazón se deja plasmar por la gracia que transforma. Atravesar esa puerta supone emprender un camino que dura toda la vida. Muy claramente lo descubrimos en el texto evangélico. Jesús nos enseña que no basta pedir, se necesita hacerlo con fe, creer de verdad que Jesús pueda dar luz, salvación y vida.

Que estos días de Adviento nos acerquemos a Jesús, escuchemos su Palabra y la pongamos firmemente en nuestro corazón.