Viernes de la II Semana de Adviento

Is 48, 17-19

Una importante obligación de los papás es enseñarles a sus hijos a hablar.  En ese largo y laborioso proceso, hay una palabra que todos los niños parecen aprender por sí mismos, una palabra que nadie tiene que enseñarles.  Y esta palabra es “No”.  Hay muchas cosas ante las cuales la mayoría de los niños dicen que no: no comer lo que deben comer, irse a la cama a la hora que conviene.  Para los papás sería más fácil dejar que el niño hiciera todo lo que quiere hacer, y así se ahorrarían lágrimas y rabietas.  ¡Todos tranquilos!  Pero la permisividad completa no es una señal de amor.  Los papás que no se ocupan ni se esfuerzan en guiar a sus hijos, han abandonado su deber y no son dignos de tener hijos bajo su cuidado.  No puede esperarse que los niños sepan lo que es bueno para ellos.  Los papás tienen el derecho y la obligación de disciplinar a sus hijos, porque son más sabios y más experimentados.

Dios es infinitamente sabio y su experiencia es eterna.  Su amor no tiene límite.  Por eso, con todo derecho nos dice: “Yo soy el Señor, tu Dios, el que te instruye en lo que es provechoso, el que te guía por el camino que debes seguir”.  Por más años que tengamos, ante Dios somos unos niños. Si su guía, estaríamos en peores condiciones que un pequeño que trata de crecer sin papás.  Pasar por alto los mandamientos del Señor es hacer pedazos nuestra vida.  Esta fue precisamente la amarga lección que los israelitas tuvieron que aprender, porque su destierro y cautividad fue el resultado de su desobediencia.

Demos gracias al Señor porque nos ama tanto que se ocupa y se esfuerza para guiarnos a través de la vida por  medio de sus mandamientos.  El peor error que podemos cometer es decirle “No” a Dios.

Mt 11, 16-19

El Evangelio de Mateo nos sitúa ante las personas que nunca están contentas con nada. Todo les parece insuficiente, detestable, ni son capaces de reír con los que están alegres, ni son capaces de llorar con los que sufren: Hemos tocado la flauta y no habéis bailado, hemos cantado lamentaciones, y no habéis llorado.

Así es la dureza del corazón cuando se vuelve insensible, nada les conmueve a las personas ingratas. Son incapaces de la empatía, incapaces de aceptar los cambios que regeneran la vida, incapaces de dejarse moldear por la ternura que la infancia puede hacernos despertar.

Es la comparación que Jesús hace en el Evangelio con respecto a la generación de su tiempo, que no escuchó a Juan el Bautista, ni su mensaje de conversión, ante el cual todos pensaban que tenía un demonio. Y tampoco escucharon a Jesús, que invitaba a la alegría, al compartir, su mensaje era de amor y reconciliación, compartía su intimidad con Dios y sus hermanos los hombres. Tampoco fue suficiente para ablandar los corazones de los hombres de su pueblo. Era un comilón y un borracho.

Ni reír, ni llorar son los hechos frente a la promesa y sabiduría de Dios.

La insatisfacción generalizada y la ingratitud muestran una generación con un corazón de piedra. El reír y el llorar muestran al hombre sabio, abierto a la Palabra de Dios y al sentido de felicidad que ofrece, abierto al compartir la vida que conmueve mi interior porque la fe me permite una cercanía a los sufrimientos y a las alegrías de los hermanos. La fe no puede hacernos insensibles a nuestra realidad.

Los hechos dan la razón a la sabiduría de Dios

Viernes de la II Semana de Adviento

Is 48, 17-19

Dios iba enseñando a su pueblo a leer los acontecimientos de su historia a la luz de la fe.  Los profetas eran los encargados de ir revelando estas perspectivas.

El pueblo estaba abatido, sus circunstancias eran muy tristes, la enseñanza había sido dolorosa, pero tenía que ser tomada en una perspectiva muy esperanzadora.

Oímos que Dios dice: «Yo soy el que te instruye en lo que es provechoso, el que te guía por el camino que debes seguir».

Así pues, la lejanía de la patria expresa la lejanía de la obediencia de Dios.  Oímos la reconvención de Dios, que al mismo tiempo es queja amorosa: «Ojalá hubieras obedecido  mis mandatos».  Esto preludia la queja amorosa de Cristo: «Jerusalén, ¡cuántas veces quise reunir a tus hijos como la gallina reúne a sus polluelos!».

Se nos presenta, pues, con tristeza lo que podría haber sido un panorama de paz, de justicia, de prosperidad, y al mismo tiempo se nos alienta: «¡Todo esto puede ser realidad para ti si cambias de actitud!».

Mt 11, 16-19

El alejamiento del Señor, el no escuchar sus palabras y no obedecer sus mandamientos, no fue sólo actitud de los contemporáneos de Isaías, fue también la de la mayoría de los contemporáneos de Jesús y puede ser la nuestra.

Ante dos grandes testigos de Dios, el precursor y el Mesías, la respuesta fue la misma: el rechazo.

Juan, el austero profeta del desierto, ascético y ayunador, fue calificado de loco, de fanático extravagante.  Jesús anuncia la Buena Nueva, lleva una vida normal, se relaciona familiarmente con todos, y es considerado un borracho y comelón, una persona muy sospechosa, por convivir con gente de mala fama.

Por eso Jesús compara esas actitudes a las actitudes infantiles e inmaduras expresadas en un juego de niños en el que una de las partes se niega a hacer lo que le corresponde.

¿Cuál es nuestra actitud?  ¿Queremos contentar a Dios y al mundo?  ¿Decimos que cumplimos la voluntad de Dios mientras que en realidad hacemos la nuestra?

Viernes de la II Semana de Adviento

Mt 11, 16-19

El Evangelio de Mateo nos sitúa ante las personas que nunca están contentas con nada. Todo les parece insuficiente, detestable, ni son capaces de reír con los que están alegres, ni son capaces de llorar con los que sufren: Hemos tocado la flauta y no habéis bailado, hemos cantado lamentaciones, y no habéis llorado.

Así es la dureza del corazón cuando se vuelve insensible, nada les conmueve a las personas ingratas. Son incapaces de la empatía, incapaces de aceptar los cambios que regeneran la vida, incapaces de dejarse moldear por la ternura que la infancia puede hacernos despertar.

Es la comparación que Jesús hace en el Evangelio con respecto a la generación de su tiempo, que no escuchó a Juan el Bautista, ni su mensaje de conversión, ante el cual todos pensaban que tenía un demonio. Y tampoco escucharon a Jesús, que invitaba a la alegría, al compartir, su mensaje era de amor y reconciliación, compartía su intimidad con Dios y sus hermanos los hombres. Tampoco fue suficiente para ablandar los corazones de los hombres de su pueblo. Era un comilón y un borracho.

Ni reír, ni llorar son los hechos frente a la promesa y sabiduría de Dios.

La insatisfacción generalizada y la ingratitud muestran una generación con un corazón de piedra. El reír y el llorar muestran al hombre sabio, abierto a la Palabra de Dios y al sentido de felicidad que ofrece, abierto al compartir la vida que conmueve mi interior porque la fe me permite una cercanía a los sufrimientos y a las alegrías de los hermanos. La fe no puede hacernos insensibles a nuestra realidad.

Los hechos dan la razón a la sabiduría de Dios

Viernes de la II Semana de Adviento

Mt 11,16-19

Nos dice el Papa Francisco que muchas veces buscamos pretextos para cerrar el corazón ante Dios y ante el hermano, y que a veces se aducen razones religiosas, éticas o de conveniencia.

El Evangelio es luz que descubre el interior del corazón. Pero cuando el corazón del hombre se cierra, siempre encuentra justificaciones para continuar en su iniquidad.

La historia nos descubre las razones del rechazo a todos los profetas, a Juan Bautista y al mismo Jesús: no son aceptados por sus contemporáneos arguyendo razones que van directamente contrapuestas las unas a las otras. Las razones del rechazo no son porque el mensaje no sea importante, ni por las personalidades de quien lo ofrece, el gran obstáculo y la principal razón es la cerrazón del corazón.

Todos lo hemos experimentado en la vida diaria, cuando no aceptamos a una persona o bien alguien no nos acepta, lo menos importante son las causas para negarnos a recibirlo, y todo se vuelve pretexto y motivo de enojo.

A los profetas los desterraron, los acusaron de idólatras, de perturbadores del orden, de muchas otras cosas, con tal de no escuchar su palabra. A Juan y a Jesús los acusan a uno de endemoniado por su forma austera de vivir y a otro también de endemoniado y pecador, por compartir con los hombres que más lo necesitaban, como lo manifiesta el mismo Jesús en la comparación con el juego de los niños.

En nuestros días también podemos encontrar muchos pretextos para cerrarnos a la Palabra de Dios: si los escándalos de la Iglesia, si los conflictos de nuestros días, la falta de tiempo… y tantos otros motivos para cerrarnos a la palabra.

El Señor en el libro de Isaías de la primera lectura de este día afirma con nostalgia: “¡Ojalá hubieras obedecido mis mandatos!”. La Palabra de Dios y sus mandamientos siempre nos darán vida. Y es verdadera sabiduría que rige los caminos del hombre.

Adviento es abrirse a la Palabra de Dios. Dejemos a un lado los pretextos, la desidia y la indiferencia. Hoy el Señor tiene algo que decirte ¿Podrás escucharlo?

Viernes de la II Semana de Adviento

Mt 11, 16-19

Adviento es el tiempo de la Palabra, tan frágil que se la lleva el viento, tan poderosa la palabra que da vida. La Palabra con mayúsculas nos viene a revelar al Padre, viene a hacerse carne, viene a hacerse humanidad. Es la Palabra que da vida, es la Palabra que salva, es la Palabra que libera.

Pero la Palabra para sembrarse en el corazón debe ser escuchada. El hombre muchas veces se vuelve sordo a la Palabra, se llena de ruidos y egoísmos, se tapa sus orejas con sus grandezas y ansiedades. Adviento es el tiempo de la Palabra.

A nosotros que vivimos en un mundo de rebeldías y de deseos de libertad, bien nos vendría hacer una seria reflexión sobre el motivo de nuestros continuos fracasos. «Si hubieras obedecido mis mandatos, sería tu paz como un río y tu justicia como las olas del mar», reclama el Señor a Israel, en la lectura de Isaías. Y es que cada vez que Israel, desoyendo las palabras del Señor, se encamina por sus propios senderos, ha encontrado fracasos y miserias. No ha aceptado escuchar las instrucciones del Señor.

Israel ansiaba libertad y se ha topado con las esclavitudes.  No ha aceptado la guía del Señor y se ha perdido por caminos torcidos y traicioneros. “Ojalá hubieras escuchado mis palabras”.  Un hipotético, pero negativo “hubieras” que hace presagiar las peores consecuencias. Pero no todo está perdido, es tiempo de escuchar la Palabra, es tiempo de aceptar su guía, es tiempo de vivir sus mandamientos.

El salmo primero, que hemos proclamado, hace la alabanza del que escucha y confía, del que no se deja guiar por mundanos criterios y no anda en malos pasos.

Jesús es presentado a los hombres de su tiempo como la Palabra, el Mensaje, pero no es aceptado porque se sale de los esquemas habituales y aparece cercano, comiendo y dialogando con los pecadores. Excusas sin sentido, porque tampoco han escuchado las auténticas palabras de Juan el Bautista que vivía en pobreza, que practicaba el ayuno y que exigía escuchar la Palabra.

Lo grave es cerrar el corazón y el oído a la Palabra.

Tiempo de Adviento, tiempo de silencio, tiempo escucha, tiempo de la Palabra.