Viernes de la XII Semana del Tiempo Ordinario

Mt 8, 1-4

El episodio de la curación del leproso se desarrolla en tres breves pasajes: La invocación del enfermo, la respuesta de Jesús y las consecuencias de la curación prodigiosa.

El leproso suplica a Jesús de rodillas y le dice: «si quieres, puedes limpiarme». Ante esta oración humilde y confiada, Jesús reacciona con una actitud profunda de su alma: la compasión, y compasión es una palabra muy profunda: compasión significa: «padecer-con-el otro».

El corazón de Cristo manifiesta la compasión paterna de Dios por aquel hombre, acercándose a él y tocándolo. Este detalle es muy importante. «Jesús extendió la mano y lo tocó… y en seguida la lepra desapareció y quedó limpio»

La misericordia de Dios supera toda barrera y la mano de Jesús toca al leproso. Él no se coloca a una distancia de seguridad y no actúa por poder, sino que se expone directamente al contagio de nuestro mal; y así precisamente nuestro mal se convierte en el punto del contacto: Él, Jesús, toma de nosotros nuestra humanidad enferma y nosotros tomamos de Él su humanidad sana y sanadora.

Esto ocurre cada vez que recibimos con fe un Sacramento: el Señor Jesús nos «toca» y nos dona su gracia. En este caso pensamos especialmente en el Sacramento de la Reconciliación, que nos cura de la lepra del pecado.

Una vez más el Evangelio nos muestra qué cosa hace Dios frente a nuestro mal: Dios no viene a dar una lección sobre el dolor; tampoco viene a eliminar del mundo el sufrimiento y la muerte; viene más bien a cargar sobre sí el peso de nuestra condición humana, a llevarlo hasta el fondo, para librarnos de manera radical y definitiva.

Hoy, la curación del leproso nos dice que, si queremos ser verdaderos discípulos de Jesús, estamos llamados a convertirnos, unidos a Él, en instrumentos de su amor misericordioso, superando todo tipo de marginación.

Para ser imitadores de Cristo frente a un pobre o a un enfermo, no debemos tener miedo de mirarlo a los ojos y de acercarnos con ternura y compasión, y de tocarlo y de abrazarlo.

Las personas que ayudan a los demás, deberían hacerlo mirándolas a los ojos, no tener miedo de tocarlos; que el gesto de ayuda sea también un gesto de comunicación: también nosotros tenemos necesidad de ser acogidos por ellos. Un gesto de ternura, un gesto de compasión…

Yo les pregunto: ustedes, cuando ayudan a los demás, ¿los miran a los ojos? ¿Los acogen sin miedo de tocarlos? ¿Los acogen con ternura?

Viernes de la XII semana del tiempo ordinario

Mt 8, 1-4

No hay duda que la vida de los hombres está llena de sufrimientos más o menos visibles, físicos, mentales, morales. El leproso del evangelio de hoy es una de estas miserias.

Aunque los hombres se afanen por buscar las riquezas y finjan vivir en un mundo inmortal, los signos de la muerte que cada hombre lleva en sí mismo son inevitables. Los encontramos en cada paso de nuestra vida. Drogas, matrimonios deshechos, suicidios, abusos, enfermedades y un sin fin de desgracias que hasta el hombre más famoso, más rico, más sabio y más sano conoce personalmente. Para muchas personas muchas de estas realidades son hechos de cada día. Sin embargo, ellas mismas saben que a pesar de ello se debe ir adelante en la vida lo mejor posible.


Por eso, Jesús pone en sus manos este elenco de desdichas y lo transforma en gracias y en bendiciones. Realiza milagros para que veamos que es capaz de darnos una vida que no sólo es sufrimiento sino que también hay consuelos físicos y morales que, son más profundos porque tocan el alma misma. Para esto ha venido a esta vida, para traernos un reino de amor y unión.

 
Basta que nosotros usemos correctamente nuestra libertad para que se realicen todas las gracias que Cristo quiere darnos. Basta confiar en Él, en su palabra que nos habla del Padre misericordioso e interesado por nuestra felicidad.

Este es uno de los ejemplos de lo que significa reconocer realmente quien es Jesús. El leproso de nuestro pasaje, sabe con certeza que Jesús «puede» curarlo.

Si bien no podemos decir que ya hubiera reconocido que Él era Dios, ha visto en Él la presencia poderosa de Dios; por ello le dice: «Si tú quieres». Es importante entonces que nosotros de cuando en cuando nos repreguntemos ¿cuál es la imagen que nos hemos formado de Jesús? ¿Es para nosotros verdaderamente Dios; el Dios verdadero para el que nada es imposible?

La respuesta es importante pues, si verdaderamente consideramos a Jesús, al que proclamamos como nuestro Señor, verdaderamente Dios, entonces su palabra tiene poder, sus promesas se realizan, su presencia es verdadera todos los días junto a nosotros, su cuerpo y su sangre están presentes en todos los altares, etc… Si lo reconocemos como verdadero Dios, nuestro trato con Él estará basado en la confianza amorosa, pues sabremos que «si Él quiere», todo cuanto nos parece necesario, nos será dado, para testimonio de su amor entre nosotros.

Pongamos nuestras necesidades ante Él diciendo con humildad: «Señor, si tú quieres…».