Viernes de la XXIX Semana del Tiempo Ordinario

Lc 12,54-59

Es increíble hasta dónde puede llegar la ceguera del hombre. Para la gente que vivió en el tiempo de Jesús no eran suficientes todos los signos… los
milagros, las cientos de curaciones que hizo, etc.

Jesús se refería a los hombres de su tiempo y hace un fuerte reclamo porque no han podido descubrir detrás de todas sus obras la presencia de Dios.  Pero Jesús también se refiere a nosotros, hombres y mujeres de nuestro tiempo, que no somos capaces de percibir su presencia en medio de nosotros porque no valoramos los acontecimientos y porque seguimos viviendo en la indiferencia.

Cada día hay nuevos acontecimientos y cada acontecimiento nos debe llevar a la pregunta fundamental: ¿Qué piensa Jesús de este suceso? ¿Cómo actuaría en estas circunstancias? ¿Qué me está diciendo a mí personalmente?

Así como hemos perdido la capacidad de distinguir los tiempos y los vientos y nos atenemos a las predicciones de los periódicos y de los telediarios, parece que hemos perdido la capacidad de juzgar los acontecimientos que realmente importan y continuamos sumergidos en la rutina diaria de nuestras preocupaciones mezquinas.

Si países de África están a punto del colapso por las hambrunas y las enfermedades y nos olvidamos de eso para solucionar los problemas cotidianos.  Hay violencia, asesinatos y corrupción, con tal de que nosotros no seamos las víctimas, no nos metemos en problemas.  Hay desempleo, angustia por la falta de oportunidades y discriminaciones y nos hacemos los distraídos para no preocuparnos demás. 

Pero, Jesús, hoy insiste que el verdadero discípulo tiene que estar atento a todas las señales que van apareciendo y discernir la presencia de Dios en nuestro mundo.

La pregunta constante sobre lo que quiere Jesús de nosotros nos llevará a dejar la indiferencia ante los problemas del prójimo.

Creo que a veces nos falta profundidad y verdadero cariño para examinar las situaciones que estamos viviendo.  Me parece que estamos como el enfermo que pretende calmar los dolores con pastelistas y que no se atreve a unos análisis clínicos por el temor a la verdad de la enfermedad.

Como discípulos de Jesús hemos sido demasiados apáticos frente a esta época de cambios y novedades y no estamos preparados para ofrecer respuestas evangélicas a los nuevos problemas que enfrenta el mundo.  No le hemos dado vitalidad al Evangelio y lo presentamos con fórmulas viejas y avinagradas y no como novedad de Buena Noticia también para nuestro tiempo.

¿Qué nos dice Jesús de esas actitudes? ¿Cómo podremos discernir su presencia en nuestro tiempo?

Viernes de la XXIX Semana del Tiempo Ordinario

Lc 12, 54-59

El gran reto del Concilio Vaticano II fue abrirse a un mundo del cual la Iglesia estaba cada vez más lejana y que ya no correspondía a las necesidades sus estructuras y sus pensamientos.  Se exigió discernir los tiempos y nos abría a los gozos y esperanzas, las tristezas y las angustias de todos los hombres de nuestros tiempos, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren y nos pedía que fuera a la vez compartido por los discípulos de Jesús como propios, pues no hay nada verdaderamente humano que no encuentre eco en el corazón de Dios.

El discípulo es testigo y expositor de la fe en Cristo Jesús y debe dialogar con toda la familia humana en solidaridad, respeto y amor.

Han pasado 50 años y ahora en el Sínodo de los jóvenes se vuelven a escuchar no sólo las palabras del Concilio, sino las palabras mismas de Jesús: discernir.

¿Por qué no interpretan entonces los signos del tiempo presente?, nos dice Jesús.  Para dar respuesta a esta inquietante pregunta deberemos estar bien afianzados en nuestra fe, firmes en la verdad que nos ofrece Jesús, pero también con una capacidad de simpatía y empatía con el mundo en el que vivimos y no comportarnos como agresivos y distantes del ambiente que nos rodea.

El discípulo de Jesús siempre estará dispuesto al diálogo, sin temor a nada de lo que es humano, pues precisamente el Hijo del Hombre vino a hacerse uno de ellos para llevar a plenitud a todos los hombres y a todo hombre y de un modo especial en el mundo de los jóvenes.

Tenemos que abrirnos a los nuevos escenarios para llevar el evangelio.  No podemos ser testigos de Jesús viviendo sólo de tradiciones y oscuridades, sino tendremos que ser una comunidad que se deje interpelar cada día por la Palabra de Diosa, en escucha en silencio profundo y que se abre a los afanes diarios de todos los hombres.

Quizás uno de los más grandes testimonios que podemos ofrecer es el que nos propone hoy San Pablo: “un solo Cuerpo, un solo Señor; una sola fe, un solo bautismo” La unidad entre todos los miembros de la Iglesia, la unidad con todos los hombres y mujeres, sin guerras, sin discriminaciones, sin fundamentalismo, para vivir bajo el amor de un solo Padre que reina sobre todos y que actúa a través de todos.  Este será nuestro mejor testimonio, como ahora lo exigen los jóvenes.