Viernes de la XI Semana Ordinaria

2 Cor 11, 18. 21-30

Es muy común que después de haber participado en un retiro, en alguna experiencia espiritual que nos mueve a vivir la vida cristiana de una manera más profunda, que busquemos cómo hacer manifiesto este cambio, como mostrarle a los demás que Jesús es ahora una experiencia en nuestro corazón.

Es común ver personas con su cruz en el pecho, o calcomanías en sus automóviles, u otros elementos que manifiesten esta nueva experiencia del amor de Dios. San Pablo, en lugar de todos estos elementos, pone como pruebas de su conversión, todas las persecuciones y padecimientos que ha realizado por Cristo.

Es pues importante que usemos algunos elementos como las cruces, los cuadros y otros objetos para hacer ver a los demás que hemos sido tocados por el amor de Dios, pero es todavía más importante que este cambio se traduzca en obras, en actitudes, en celo por el Evangelio… estas serán las verdaderas huellas de que Jesús se ha instalado en nuestro corazón.

Mt 6, 19-23

En este pasaje evangélico, Jesús quiere enseñarnos la manera de cómo debemos actuar en este mundo para ganarnos el cielo, que es con obras que produzcan buen fruto y también purificando nuestro corazón para amarle a Él en vez del mundo y sus placeres.

Las cosas que hagamos en esta tierra deben estar hechas según Dios, siguiendo sus designios y quereres. No es lo mismo hacer una gran obra de caridad o un muy buen servicio a alguien con el mero objeto de aparecer como el hombre más caritativo o servicial ante los demás, a realizar estos mismos actos con la intención de ser visto sólo por Dios sin querer recibir alabanzas o elogios de parte de los hombres sino con la actitud de darle gloria y agradarle con esas acciones.

La pureza de intención es necesaria para que nuestras obras tengan valor ante los ojos de Dios. Y Él nos dará nuestro justo pago por esas buenas acciones. Nada de lo que hagamos quedará sin recompensa. Sea bueno o malo. Y esa recompensa la recibiremos sea aquí en la tierra o en el cielo.

Para obrar así se requiere que nuestro corazón esté atento a las oportunidades que se nos presentan. Es verdad lo que Cristo dice acerca del corazón. Por ejemplo, está el testimonio de muchos santos que pusieron todo su corazón en los bienes del cielo y obraron de acuerdo a ello. Porque el cielo y Dios era su tesoro. Y así ganaron la eterna compañía de Dios porque toda su persona y su corazón estaban fijos en el cielo.

Purifiquemos, pues, nuestro corazón para que Cristo sea nuestro único tesoro por el cual lo demos todo.